futuro

Sábado, 16 de agosto de 2014

El colocador de bombitas

 Por Esteban Magnani

En 1997 me anoté por error en el Seminario de Periodismo Científico de Ciencias de la Comunicación (UBA), donde conocí a ese personaje inclasificable llamado Leonardo Moledo. Resultaría con el tiempo uno de los errores más fructíferos que cometí, capaz de cambiar mi vida profesional y, por lo tanto, personal. Durante las clases se tomaba la primera hora y media para contarnos la historia de la ciencia con un efecto similar al que produce una fábula en niños de jardín. Nos asombraba con el relato de los hombres que, a contrapelo del mundo, armados con la razón, un espíritu inquisidor y (horror de los horrores para un estudiante de sociales) algo de matemática, formaron buena parte de la cosmología moderna.

Durante el curso me eligió como el primero de una serie de pasantes que llevó a Página/12 para ayudarlo con este suplemento. Muchos de ellos son hoy referentes del periodismo científico.

Así aprendí a escribir, poco a poco, con sus consejos y correcciones cotidianas que acompañaba con explicaciones tan simples que luego resultaban obvias. Además de mi maestro, con los años se transformó en un amigo, un compañero, un recomendador de libros (nunca entendí por qué le gustó tanto Crónica del pájaro que daba cuerda al mundo, de Murakami, pero leí obediente sus interminables páginas en busca de la explicación). Y también, como casi todos sus aprendices, por períodos era también su enemigo íntimo, hasta que me convencía de que la causa había prescripto.

Así llegamos a otra instancia a todas luces peligrosa para nuestra amistad: escribir juntos Diez teorías que conmovieron el mundo. Desde que en 2005 nos pusimos a trabajar en él ocurrió algo totalmente improbable: no nos peleamos más. Como un matrimonio ya agotado de sacarse chispas, podíamos hablar con honestidad por momentos descarnada, pero ninguno se ofendía. Cuando en los últimos años rezongaba por amistades perdidas, yo lo conminaba a construir hacia adelante. Como respuesta me acusaba de parecer un afiliado a la Uocra.

En los últimos años nos vimos con menos frecuencia, pero ya no era necesario romper el hielo. Alcanzaba con que le preguntara por la campaña de Racing o el Mundial para recibir alguna frase que denotaba su talentosa incomprensión del fútbol. Era capaz de quedar de espaldas al televisor en el café durante un Argentina-Inglaterra. Y cada tanto me decía una de esas frases que quedan dando vueltas en la cabeza hasta transformarse en nota, libro o, como mínimo, parte de las herramientas ahora disponibles para entender el mundo. Hace muy poco, junto a Nicolás Olszevicki, escribió Historia de las ideas científicas, obra con la que soñaba desde hace décadas. Desde allí todavía me habla y me genera alguna de esas conexiones epifánicas que me dan ganas de mover dos dedos como si ajustara una lamparita horizontal.

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