futuro

Sábado, 7 de diciembre de 2002

INVENTOR DE LA LAMPARITA Y LA SILLA ELECTRICA

Edison, un iluminado

Thomas Alva Edison (1847-1931) es una leyenda norteamericana y, como buen mito, es funcional a la historia del inventor romántico que suelen contar sus compatriotas. Sin dudas es cierto que el prolífico Edison patentó más de mil ingenios (entre otros: el fonógrafo, la lamparita, un contador eléctrico de votos y el kinetoscopio). Pero el Edison “verdadero” no siempre coincide con el mitológico, y es el que también les vendió a los marines torpedos con carga de dinamita, desarrolló la silla eléctrica, electrocutó animales e ideó armas defensivas para un ataque que vendría de Sudamérica. En esta edición de Futuro, el escritor y filósofo Pablo Capanna se sumerge en la vida del último de los inventores empíricos, que buscó hasta el último de sus días un “arma final” tan devastadora que hiciera imposible la guerra.

 Por Pablo Capanna

Cuando yo iba a la escuela –quede claro que los dinosaurios ya estaban en vías de extinción–, todavía no se veían demasiados televisores. Los chicos despiertos se veían obligados a leer: empezaban por las historietas, se familiarizaban con las novelas de aventuras y hasta se animaban con algún libro de divulgación.
Por esos años la esposa del jefe que tenía mi padre en la fábrica pensó que lo mejor que podía pasarle al hijo de un obrero era estudiar ingeniería. Entonces no era tan difícil, y hasta se podía aspirar a conseguir trabajo. Fue así como me prestó algunos libros destinados a despertar mi vocación por los fierros, cosas al estilo de las Vidas de grandes ingenieros de Samuel Smiles.
De esos libros apenas recuerdo una biografía de Edison. Allí se contaba que a los quince años, cuando vendía diarios y bocadillos, el genio de Menlo Park se las había arreglado para imprimir, con el tren en marcha, un rudimentario periódico destinado a los pasajeros.
No hice caso a los consejos de la filantrópica señora, quien murió sin tener el disgusto de verme estudiar filosofía. Pero a la distancia reparo en que el “invento” que más me había impresionado entonces tenía que ver con el texto impreso, un tema que iba a merodear desde entonces.
También recuerdo que me llamó la atención que esa Vida de Edison se parecía demasiado a las vidas de santos y a las historias de Julio Verne que ofrecía la biblioteca parroquial. Edison era el santo laico que nos había dado la lamparita, los discos y el cine. Un hombre quizá de escasa cultura, pero un profundo amante de la paz y el progreso.
Las biografías “adultas” que me tocó leer más tarde no se apartaban de esta línea argumental, aunque por ahí descubrí que Edison también había inventado cosas como la silla eléctrica. Al parecer, los inventos que rescataba la historia eran no sólo los exitosos; también eran los más presentables.
La fAbrica de patentes
Thomas Alva Edison (1847-1931) fue el último de los inventores empíricos, pero al mismo tiempo el primer fabricante de tecnología, uno de los hombres que pusieron en marcha la Segunda Revolución Industrial. Su asombrosa performance como productor de patentes probablemente nunca será igualada, desde que la investigación y el desarrollo se convirtieron en actividades planificadas, precisamente a partir de la generalización de su exitoso modelo.
Edison fue un autodidacta genial que incursionó en todos los campos de la industria, desde la telefonía, la electricidad, la radiología, la grabación de sonidos y el cine, hasta la siderurgia y las casas prefabricadas. Fue el primero en contratar a investigadores científicos para los proyectos de “ciencia industrial” que desarrollaba en sus legendarios laboratorios de Menlo Park y West Orange. “Por quince dólares, siempre puedo conseguir alguien que sepa álgebra”, decía, con bastante cinismo.
Gracias a sus patentes, a fines del siglo XIX Edison se había convertido en un gran industrial que empleaba a más de tres mil personas en empresas como Edison Lamp y Edison General Electric. Sólo Henry Ford, que comenzó su carrera siendo uno de sus empleados, logró superarlo.
Para entonces ya era el gran héroe americano, el granjero pragmático que con ingenio y trabajo duro era capaz de resolver cualquier problema; su popularidad rayaba con la mitología. Escandalizaba a los europeos con sus opiniones sobre la pintura y aseguraba que en Estados Unidos recién habría tiempo para el arte “dentro de dos o tres siglos”. Pero nadie ponía en duda sus intenciones filantrópicas. La verdad, como suele ocurrir, era un poco más compleja.
En las biografías oficiales, Edison suele ser presentado como un filántropo. Es costumbre destacar algunos de sus pronunciamientos pacifistas, soslayando pudorosamente el rol que cumplió como ideólogo del complejo militar-industrial y del “arma definitiva”.
Entre sus muchas empresas estaba la Sims-Edison Torpedo Co., que en 1890 le vendió a la Marina varias partidas de torpedos con carga de dinamita. En una entrevista concedida a la revista Scientific American, el mismo Edison los definía como “bonitos y destructivos juguetes”.
Aunque cueste creerlo, los torpedos eléctricos de Edison recibían la corriente por un largo cable que traía energía desde la costa o de una nave de guerra. Eran tan poco prácticos que la Marina dejó de encargarlos, a pesar de que el folleto de Sims-Edison no dejaba de señalar como “ventaja” que su torpedo era “el único que recibía electricidad desde una fuente externa”.
De hecho, la única guerra en la cual intervino Edison fue la “guerra de las corrientes”, un conflicto que no por haber sido de carácter netamente comercial fue menos cruento.
En 1886 el gran negocio prometía ser la distribución de electricidad. Edison era un ardiente defensor de la corriente continua, aunque el sistema que iba a imponerse sería el de Nikola Tesla, el genio de Westinghouse, quien había optado por la corriente alterna.
Para demostrar que la corriente que distribuía la competencia era peligrosa, Edison mandó comprar tres generadores Westinghouse, y por un tiempo se dedicó a electrocutar perros, gatos y hasta un caballo antes que las sociedades protectoras de animales lo detuvieran. Entonces, los agentes de Edison vendieron los generadores y su flamante invento, la silla eléctrica, al estado de Nueva York, que la adoptó en 1888 para “mitigar” la pena de muerte. En agosto de 1890 la silla cobró su primera víctima, aunque la ejecución de William Kembler resultó mucho más cruel de lo que se había prometido. Sin embargo, como no había demasiadas organizaciones defensoras del hombre que lo objetaran, el sistema quedó instaurado por muchos años.

¡Chile ataca!
En 1891, el Congreso y la Marina de Chile se sublevaron cuando el presidente Balmaceda (el protector de Rubén Darío) quiso imponer el presupuesto por decreto. Balmaceda renunció meses después, se refugió en la embajada argentina y acabó suicidándose. Como los chilenos sospechaban que el embajador norteamericano Egan lo había apoyado, una turba opositora atacó a la tripulación del crucero “Baltimore” que estaba de licencia en Valparaíso y mató a dos marines.
Estados Unidos exigió explicaciones y no quedó conforme con la tajante respuesta de la Cancillería chilena. El presidente Harrison montó en cólera y, a pesar de que el gobierno chileno ya había cambiado de ministro y se disponía a negociar, les mandó un ultimátum y remitió al Congreso el proyecto de una declaración de guerra contra Chile.
Por fin, Chile aceptó pagar una indemnización y no hubo enfrentamiento armado. Pero lo curioso es que este hecho alcanzó a desatar cierta psicosis bélica en Estados Unidos, donde se llegó a temer no sólo la guerra sino también una invasión chilena por el Pacífico. Y ahora, ¿quién podría defender América?
Por supuesto, el Mago de Menlo Park, hacia quien se volvieron los diarios y la opinión pública. A comienzos de 1892 Scientific American reprodujo una entrevista a Edison que llevaba un título un tanto largo: “Edison puede derrotar a Chile o a cualquier país que pretenda amenazar a esta hermosa tierra. ¡Edison puede hacerlo usando una manguera cargada con 20.000 voltios!”.
Un solo soldado americano provisto de una manguera de alta presión –explicaba Edison– rociaría con agua electrizada las tropas del Mal o simplemente aturdiría a los enemigos para desarmarlos; el único problema a resolver era el alcance del chorro. La idea era un tanto loca, como pensará cualquier electricista de barrio, y un diario norteamericano se la tomó en solfa, cuando imaginó a los combatientes del futuro provistos de galochas, paraguas, gorras y pilotos de goma.
Pero Edison ya estaba pensando en rodear las fortificaciones costeras con cableado eléctrico que incinerara al enemigo que se atreviese a sitiarlas. La paranoia estaba en imaginar armas defensivas para un ataque sudamericano, tan improbable como una invasión marciana. Pero Edison también había pensado en eso.

¡Edison invade Marte!
Mucho antes de Superman, Edison gozó el privilegio de ser un mito nacional norteamericano, al punto de que llegó a protagonizar todo un género de novelas fantásticas. Luego los críticos las llamarían “edisonadas” por analogía con las “robinsonadas”, esas populares historias de náufragos del Siglo de las Luces.
En la ficción, Edison protagonizó El fin de New York, de Park Benjamin (1881); La guerra imperdonable, de James Barnes (1904), y La conquista de América (1916), de Cleveland Moffett.
Pero sin duda su mayor epopeya fue Edison conquista Marte de Garrett Serviss, que comenzó a publicarse en 1898, apenas un mes después de que apareciera la última entrega de La guerra de los mundos de H. G. Wells.
Como es sabido, la novela de Wells encerraba una dura crítica al etnocentrismo y al colonialismo; mostraba a los europeos humillados por una tecnología superior y los mostraba como “nativos” inermes cuando los marcianos aniquilaban a la caballería británica con su rayo calórico.
La “edisonada” de Serviss era su antípoda ideológica. Se publicó cuando el “Maine” zarpaba hacia Cuba y los Estados Unidos hacían su debut como imperialistas. ¿Qué mejor que cantarles al poderío tecnológico y a las armas absolutas con las cuales el genio de Edison haría invencible a la Unión?
La novela de Serviss comienza en el punto donde termina la de Wells. Dispuesto a darle su merecido al Eje del Mal marciano, Edison anuncia desde Orange que acaba de inventar una nave antigravitatoria equipada con rayos desintegradores, con la cual atacará Marte. Es “un día de orgullo para América”, proclama el héroe.
Una flota de naves edisonianas, a bordo de las cuales van los mayores científicos de la Tierra, se precipita sobre Marte. Los terrestres se abren paso con sus rayos desintegradores y aniquilan a millones de aliens, como en una novela de Heinlein. El momento estelar se alcanza cuando Edison, frente a un tablero de mandos marciano, ordena “¡No toquen nada hasta encontrar la palanca adecuada!”. Por supuesto, es él quien la encuentra. Con sólo accionar la palanca correcta abre las esclusas de los canales marcianos, inunda las ciudades y ahoga a los sobrevivientes.
Mark Twain, que era amigo y admirador de Tesla, también hizo de las suyas en Un yanqui en la corte del rey Arturo, donde imaginó terribles escenas de destrucción provocadas por la corriente alterna. Aquí, el “arma final” era usada para aniquilar las fuerzas del feudalismo e imponer la modernidad, aunque el contexto era totalmente irónico y estaba más cerca del espíritu de Wells.

El complejo militar-industrial
Esa alianza entre la Defensa, los fabricantes de armamento y la investigación académica que es conocida como “complejo militar-industrial”fue denunciada por Eisenhower, que había hecho mucho por instaurarla, en su mensaje de despedida al Congreso.
Su fruto fue la carrera armamentista, uno de los mayores despilfarros del siglo XX, que creció al calor de la Guerra Fría y culminó con el faraónico proyecto Star Wars, que aún hoy George W. no se resigna a enterrar.
Pero la idea de una “superarma” y una estrategia disuasiva capaz de poner fin a todas las guerras mediante el poder de destrucción absoluto no había nacido con la bomba atómica. Entre sus primeros ideólogos estuvo Edison.
Al comenzar la Primera Guerra Mundial, la prensa presentaba a Edison como un convencido pacifista y un duro crítico del imperialismo europeo. Tras visitar un astillero en 1914, declaró al New York Times que “inventar cosas para matar gente es algo que no va con mi carácter”.
Pero al año siguiente, cuando los submarinos alemanes hundieron el “Lusitania” y los dirigibles germanos bombardearon Londres, cambió de opinión. Edison declaró entonces que esa guerra nos había enseñado que “matar gente es una propuesta científica” y que la ciencia “no sólo puede hacer de este mundo un lugar mejor donde vivir; también puede servir para empeorarlo”.
Edison imaginaba que en las guerras del futuro no lucharían hombres sino máquinas, y pensaba que en eso estaba el poder de América, “un país de máquinas y mecánicos”. La tecnología, puesta al servicio del ciudadano en armas, ofrecía una gran oportunidad para la democracia. El alistamiento para la defensa requería de nuevas tecnologías, como ser máquinas para abrir trincheras, submarinos, torpedos, armas químicas y eléctricas. Su propuesta más ambiciosa era que el Estado creara “un gran laboratorio de investigación” dedicado al diseño de nuevas armas.
Conmovido por tan patriótica propuesta, el secretario de Marina Josephus Daniels lo invitó a presidir un Consejo Consultor de las fuerzas armadas, alabándolo como “el único hombre que era capaz de hacer realidad los sueños”. Tras encabezar un desfile militar, el septuagenario Edison aceptó, y designó un consejo integrado por representantes de empresas (General Electric, Westinghouse, Rand, Sprague, Baekeland) y científicos como De Forest, Compton y Millikan. Todos posaron para la foto con el entonces secretario de Estado Roosevelt.
Los 45 inventos que Edison produjo para la Marina en esos años no fueron demasiado espectaculares: lubricante para submarinos, redes para atrapar torpedos, métodos para volar periscopios con ametralladoras o extinguir incendios en las carboneras. Incluso se cree que muchos de ellos fueron “apropiados” por los agentes de Edison de la masa de propuestas espontáneas que los aficionados acercaban a las oficinas del gobierno.

El mito de la superarma
Para 1921, Edison propuso un nuevo objetivo: inventar un arma apocalíptica, que hiciera definitivamente imposible la guerra. Estaba convencido de que no existían límites para las posibilidades de las armas futuras y sostenía que por más terribles que fueran, los gobiernos estaban obligados a seguir experimentándolas, de manera inexorable. “Llegará un día –aseguró– en que cualquier combatiente preferirá la tortura o la muerte antes que seguir luchando.” Para entonces, se habrá creado el arma final, aquella que hará imposibles las guerras. En la misma entrevista, anunciaba que en cuanto realizara unos pocos experimentos más, pronto estaría en condiciones de matar a toda la población de una gran ciudad en apenas cinco minutos.
Ya conocemos las Armas Finales que vinieron después: la bomba de Hiroshima, la de hidrógeno, la estrategia de Destrucción Mutua Asegurada, los misiles inteligentes y la red satelital de Star Wars. La historia continúa... En una muestra de soberbia que sólo cabía esperar de un filósofo alemán, Max Scheler, un convencido belicista que estaba en el bando opuesto al de Edison, escribió por aquellos años una frase escandalosa, que por las dudas puso en una nota al pie de página de El puesto del hombre en el cosmos: “Entre la inteligencia de un chimpancé despierto y la de Edison apenas hay una diferencia de grado, aunque sea muy grande”, sentenció Scheler.
Ha pasado mucho tiempo, y cualquiera diría que después de Darwin y aunque los documentales de TV por cable todavía irriten a los literatos, aquello de “simio” ha dejado de ser un insulto. Se diría que Scheler no sólo fue arbitrario al despreciar el pensamiento técnico desde las alturas del idealismo. Si realmente hubiera tenido ganas de ensañarse con los aspectos más siniestros del mago de la electricidad, tendría que haberlo calificado de “mono con picana”.

 

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Arriba: kinetoscopio (1889). Abajo: Un fonógrafo (1877)
 
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