futuro

Sábado, 11 de octubre de 2003

LA ESFERICIDAD DE LA TIERRA

Avatares de un conquistador

“La novedad de las señas/ mis pensamientos detiene./ ¿A quién le dirán, hermano/ que otro mundo jamás visto/ prometo darle en la mano/ que no diga que conquisto/ la esfera del viento vano? (...)
Un hombre pobre y aun roto/ que así lo puedo decir/ y que vive de piloto/ quiere a este mundo añadir/ otro mundo tan remoto.”
La famosa comedia del nuevo mundo descubierto por Cristóbal Colón.
Lope de Vega (1562-1635)

Por Leonardo Moledo

El dudoso servicio que Cristóbal Colón prestó a la globalización “descubriendo” América y dejándola abierta para la expansión europea no se basó por cierto en el rigor geográfico sino en una notable combinación de la leyenda, la mala fe, el disparate y la envidiable suerte que acompañó al Gran Almirante.
Naturalmente, es falso que Colón, como un visionario y avezado genio, sostuviera que la Tierra era esférica frente a la incomprensión de la época; la esfericidad de la Tierra ya había sido demostrada acabadamente por Aristóteles en el siglo III a.C., medida por Eratóstenes, e incluso dibujada por Tolomeo, el último y gran geógrafo de la antigüedad. Es verdad que que algunos escritores eclesiásticos como Lactancio (250-325) pensaran que la Tierra esférica era aberrante: “¿Existe alguien suficientemente extravagante para estar convencido de que existen hombres que tienen los pies para arriba y la cabeza para abajo, de que los árboles y las hierbas crecen descendiendo y que la lluvia y el granizo caen subiendo?”. La inteligente e informada opinión de Lactancio, que seguramente perdió mucho tiempo leyendo las obras de Sócrates y ninguno leyendo las de Aristóteles, Arquímedes o Tolomeo, fue compartida por los mapas medievales, en los que la Tierra se dibujaba como un disco enmarcado por el océano. Pero apenas Europa se reconectó con el aristotelismo y la ciencia árabe, hacia el siglo X, el conocimiento de la antigüedad volvió por sus fueros; toda la Europa culta tenía conciencia de la redondez terrestre, e incluso se habían construido algunos globos terráqueos antes del viaje de Colón.
No obstante lo cual, el mismo Colón estaba convencido de la veracidad del cúmulo de leyendas que rodeaban la parte ignota (para los europeos) del globo; una, particularmente, tomada directamente de la Biblia: “El secó seis partes la tierra” (II Esdras, 6:42), que fue un dogma para la cartografía cristiana; si la Tierra firme ocupaba casi todo el planeta, y había sólo un séptimo de agua, la distancia entre España y las Indias forzosamente no podía ser tan grande. Era un disparate (largarse a navegar guiado por la Biblia es como manejar un avión siguiendo las indicaciones de un astrólogo).
Pero a Colón el asunto le venía muy bien para acomodar el juego de cifras con el que consiguió convencerse (y en cierta forma convencer a los reyes católicos, seguramente no muy fuertes en geografía) de que la distancia a la que estaba Japón, yendo hacia el oeste era de apenas 4500 km (la real es de 19.500 km), que el fabuloso Catay quedaba más o menos a la altura de Cuba y que por lo tanto la empresa era factible. Por su parte, la caterva de monstruos marinos, sacados de los bestiarios medievales y que aterrorizaban a los marineros, no hizo acto de presencia, aunque Colón cuenta haber avistado, a lo lejos, dos sirenas (seguramente peces voladores o tiburones pasados por la fantasía del Almirante). Es probable, también, que muchos de los marineros, no muy formados en astronomía, temieran realmente caer junto con sus barcos con las grandes aguas que se precipitan al abismo donde la Tierra termina, cosa que, como es obvio, no ocurrió. La verdad es que si uno piensa en el genocidio que fue la Conquista de América, es lamentable que no se hayan caído.
Colón tuvo mucho más de aventurero irresponsable que de visionario. Ver, lo que se dice ver, no veía nada. Y no sólo en relación al futuro sino precisamente al presente. Nunca se dio cuenta de que las tierras a las que había llegado no eran Asia, a pesar de que no tenía ninguna evidencia de que lo fuera, y más bien evidencias en contra (¿dónde estaban los fabulosos reinos de los que había hablado Marco Polo? ¿Era posible que no hubiera ninguna señal?); se empecinó, una y otra vez, con la fe de los fanáticos, en autoconvencerse de que estaba en el Oriente Fabuloso y en reinterpretar todas las evidencias manipulándolas como para orientalizar todo lo que veía.
Pero aún más: en su tercer viaje llegó a la desembocadura del Orinoco, evidencia clara de que allí había una gran masa de tierra hacia el Sur, y por lo tanto no estaba donde debía estar el paso que Marco Polo describía, y que unía la China con el Océano Indico. Además, la geografía dogmática cristiana consideraba que todas las masas terrestres estaban concentradas en un solo continente, el Orbis Terrarum; semejante masa de tierra, por lo tanto no podía existir. ¿Cuál fue la solución de Colón?: “Creo que allí es el paraíso terrenal, adonde no puede llegar nadie sino por voluntad divina (...) y creo que puede salir de allí esa agua (la del Orinoco). Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos y sacros teólogos”.
Transformando a América del Sur en territorio teológico, la sacaba fuera de cualquier mapa y arreglaba sus cuentas con la geografía que se resistía a portarse como él quería. En el fondo, Colón era un medieval après la lettre.
No es para nada sorprendente que al final el nuevo continente llevara el nombre de un geógrafo ilustrado como Américo Vespucio. Al fin y al cabo, Colón no se lo merecía.

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El descubrimiento de América, Dali (1959).
 
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