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Sábado, 15 de mayo de 2004

HISTORIA DE LA CIENCIA: LA QUIMICA Y SU PRIMER GRAN DEBATE

El congreso del átomo

“Este congreso no puede deliberar en nombre de todos, ni puede tomar resoluciones que deban aceptarse sin más, pero por medio de una discusión libre y minuciosa, algunos malentendidos pueden eliminarse y llegar a un común acuerdo sobre algunos de los siguientes puntos: la definición de nociones químicas importantes como las expresadas por las palabras átomo, molécula...”
Carta de invitación al congreso
de Karlsruhe de 1860

Por Esteban Magnani

Hay quienes consideran a la ciencia un relato más entre otros posibles, un “constructo” producto de la cultura. Alcanza con dar un pasito (que pocos se atreven a dar) para sostener que la Ley de Gravedad, por citar alguna, es arbitraria y que podría ser distinta o incluso no existir. De esta manera, es posible imaginar un mundo con una ciencia más democrática en la que todos decidan que, por ejemplo, los gatos caigan hacia el este o que el café con leche se produzca al calentar el agua a 93º.
Si bien lo que acabamos de decir está muy lejos de lo que ocurrió en el congreso de Química de 1860 en Karlsruhe (Alemania), tiene algún paralelo. Allí los químicos se reunieron con la idea de debatir acerca de lo que existía a fin de llegar a un consenso y a una teoría unificada. Una de las discusiones centrales era saber si los átomos realmente existían y qué era realmente una molécula (un tema bastante complejo, aún hoy, por cierto) casi como si esta decisión pudiera transmitirse a la naturaleza por la decisión popular.

EL LENGUAJE ELEMENTAL
A mediados del siglo XVIII, la química ya había logrado transformarse en una ciencia digna del paradigma newtoniano tras tomar la senda de la razón. Antoine Lavoisier (1743-1794) era el principal responsable de una química alejada de fantasmas como el flogisto y basada sensatamente en la conservación de la materia. Los químicos posteriores aceptaban esta mirada más “científica” de la química, pero eso no impidió que las teorías se multiplicaran, bifurcaran y contrapusieran constantemente. Era necesario, por ejemplo, hacer algo respecto del número de elementos que se multiplicaban por decenas y se acumulaban sin orden ni perspectiva de fin, amenazando con volverse infinitos. Los químicos debían recordar los cuatro elementos de Empédocles (agua, tierra, aire y fuego), aceptados durante casi dos milenios, con una nostalgia insoportable. También estaba la cuestión de los pesos atómicos (cuando ni siquiera había un acuerdo acerca de qué eran los átomos) y de cuál debía ser el equivalente que se tomara como vara para lo otros. Pero había también problemas más evidentes como la nomenclatura y la acumulación de notaciones diferentes que dificultaban mucho el intercambio de experiencias y experimentos. Los más optimistas creían que acordando en el lenguaje el resto decantaría por sí solo.
La situación llegó a tal punto que el alemán Friedrich Kekulé (1826-1896) propuso a principios de 1860 convocar a sus más reputados colegas a un congreso en la ciudad de Karlsruhe, en el sudoeste de Alemania y cerca de la frontera con Francia, para discutir los puntos en desacuerdo y buscar un sistema coherente que satisficiera a todos. La convocatoria fue un éxito y unos 140 de los más renombrados científicos se acercaron allí.

LO QUE HAY
El congreso se realizó en septiembre de 1860 y duró tres días. Desde el comienzo quedó claro que la cuestión de la nomenclatura no iba a ser fácil de consensuar: antes de pasar a los bautismos había que acordar cuáles eran las criaturas, es decir, determinar “lo que hay”. En los resúmenes del congreso, que aún se conservan, los problemas de fondo no tardaron en ponerse en evidencia. En el primer día el anfitrión mismo, Kekulé, discutió con el joven químico siciliano Stanislao Cannizzaro (1826-1910) sobre la diferencia entre moléculas “químicas” y “físicas”. Lo que estaba en discusión era la existencia real y concreta de los átomos y las moléculas. Este tipo de escollos llevaron a que se abandonara finalmente la decisión de votar una nomenclatura en tanto no hubiera un acuerdo sobre los fundamentos o, como se dijo más arriba, sobre “lo que hay”.
Si bien a primera vista el resultado del congreso fue pobre por la falta de acuerdos, en realidad rindió grandes frutos. El primero y más obvio fue el de permitir que muchos especialistas y algunos jóvenes intercambiaran opiniones e iniciaran relaciones epistolares, suerte de “colegios invisibles”. El segundo fue que Cannizzaro distribuyó entre los participantes un resumen sobre su teoría llamado Sunto di un corso di filosofía Chimica que había escrito un par de años antes y que muchos de los congresistas leyeron en el largo camino a casa. En él, Cannizzaro retomaba sobre todo los descubrimientos de 1811 de su compatriota Amadeo Avogadro (1776-1856), que habían permanecido ignorados por la mayoría y permitían deducir, básicamente, que al tomar una cantidad predeterminada de moléculas constituidas de un solo elemento y compararlas con otro que actuara como referencia, se podía calcular la masa de las moléculas de la primera sustancia.
Con este medio, Cannizzaro pudo pulir el sistema del ya fallecido Charles Gerhardt (1816-1856) para llegar a otro más simple y preciso. El Sunto tenía escasas ideas originales pero armaba coherentemente el escenario para que los términos “molécula” y “átomo” parecieran claros y que fuera mucho más fácil calcular los problemáticos pesos atómicos.

SUNTO, QUIMICA Y DESPUES
Sólo nueve años pasaron desde el congreso hasta que el ruso Dimitri Mendeleiev (1834-1907), quien había estado en Karlsruhe en 1860, elaboró la tabla periódica (según contó, tras un sueño). En ella finalmente se ordenaría el caos de la materia dándole un lugar a cada cosa y dejando los espacios vacíos para los elementos a descubrir, es decir, que era capaz de anticipar lo que había aún antes de que se descubriera.
A juzgar por los problemas que se tomaron estos científicos para obtener una teoría que cerrara con la experimentación, las teorías científicas no tienen un espíritu demasiado democrático. Seguramente sería muy distinto el mundo si nuestros políticos, por ejemplo ex gobernadores, pudieran decidir en un congreso de neurología la derogación de la memoria a largo plazo y así volver al poder, virginales, cada vez que lo desearan.

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