futuro

Sábado, 4 de septiembre de 2004

Escape al paraíso

Por Federico Kukso
Desde Neuquén

La historia oficial del turismo asegura que de no ser por la comezón nómade humana no se habría dado el impulso inercial para la invención del ferrocarril, el avión o el automóvil. Parecería que la sola idea de permanecer quieto (o preso) en un lugar por mucho tiempo despierta en los seres humanos un incontrolable deseo de emprender la marcha y huir. Así nomás. En verdad, no suena disparatado. Lo cuestionable tal vez sean aquellos pasajes de este relato donde se da cuenta de que la mudanza homínida primigenia con puerto de salida en Africa, las incansables invasiones del Imperio Romano por parte de las tribus germánicas, los homéricos viajes de los comerciantes genoveses y venecianos hacia Oriente y las peregrinaciones a Roma y Santiago durante la Edad Media fueron tan turísticos como los viajes que millones de argentinos emprenden religiosamente cada enero hacia Mar del Plata, Necochea o Mar Chiquita.

La sociedad de los turistas vivos
Naturalmente, la cosa no es estrictamente así: para ganarse el título de turista –últimamente llevado con holgura y simpatía por los viajeros japoneses–, el primer requisito es saberse libre, dueño de la propia voluntad, la garantía de vuelta y algún atisbo de incurrir en actividades placenteras, por decirlo de algún modo; y no la imperiosa necesidad de subsistencia o el ímpetu de conquista. Por eso, todo cuadra cuando se corrigen estos planteos (o despistes) y se aclara que los viajes de placer empezaron con los últimos zarpazos del siglo XVIII y los primeros del XIX, cuando los tiempos de ocio se ensancharon y la noción de trabajo continuo ganaba sus primeros moretones.
Así, los miembros de la “Sociedad de la Esperanza” y pasajeros del tren que partió el 5 de julio de 1841 de Leicester a Longhborogh (Gran Bretaña) no vivieron como tortura lo que sería el primer viaje turístico de la época moderna.

Al gran pueblo argentino, salud
Lo más sorprendente tal vez sea comprender que durante casi el 90 por ciento de la historia humana a nadie se le ocurrió salir de su casa para volver luego de días de relax, distensión y placer por el no hacer.
La cuestión es que desde aquel día hasta ahora pasó todo lo que tenía que pasar en materia turística: los balnearios vivieron su auge; las playas se inundaron de gente y la moda ganó una nueva excusa para favorecer los talles ínfimos, escuetos y reveladores. Y cuando se pensaba que no había nada más original que ofrecer, los proselitistas del marketing le encontraron la quinta pata el gato: el turismo-salud se hizo realidad.
La consigna no es nada del otro mundo: aprovechar y explotar el contacto con la naturaleza –considerada cada vez más ajena a la humanidad– para acortar los tiempos de rehabilitación posoperatorios, realizarse chequeos médicos mientras se contempla el horizonte o el ir y venir del oleaje, aunque todavía dicha variable ambiental no ha sido científicamente probada con éxito como factor de una recuperación más rápida.
Spas, aguas termales, clubes de salud (también llamados “centros termolúdicos” o “parques termales”) explotan el uso terapéutico de recursos naturales que ni siquiera la globalización logró trasladar a la ciudad o al barrio.
La Argentina juega con cierta ventaja respecto de otros países en este aspecto: a la majestuosidad de ciertos escenarios naturales se suma no sólo la conocida calidad de los médicos nacionales sino también un novedoso proyecto por levantar en medio del idílico paisaje de Villa La Angostura (Neuquén), el primer Centro Nacional de Prevención, Diagnóstico y Rehabilitación, dirigido por la Fundación Favaloro.
El hotel-hospital –que podrá albergar a 80 pacientes adultos exclusivamente y donde no se harán cirugías– ocupará un predio de 53 mil metros cuadrados (aportados por el gobierno provincial en carácter de fideicomitente) y, como explicó el ganador del “concurso de ideas para su construcción”, el arquitecto Carlos Schroeder, tendrá dos estructuras (una curva, de 90 metros de largo, y otra recta, perpendicular), 30 habitaciones, seis consultorios, gimnasio, pileta, sauna, baño finlandés y salas de relax, y ofrecerá servicios de termalismo, rehabilitación traumatológica y preparación de alto rendimiento deportivo.
“Este centro –un hotel cinco estrellas con un centro médico adentro– apunta tanto a aquellos que ya han sido operados como a la persona potencialmente enferma, con cierto riesgo por la edad, exceso de peso, o porque fumen, y que a la vez tenga ganas de descansar”, explicó el inmunólogo Eduardo Raimondi, vicepresidente y director de la institución médica que realiza siete transplantes por día y atiende siete mil consultas mensualmente.
Pero no sólo eso: también se tiene la intención de erigir un polo de investigación científica básica –destinada a proyectos que tengan que ver con la cirugía cardiovascular, mal de Chagas, lepra o tuberculosis–, a ser financiado con el 80 por ciento de las ganancias hoteleras.
Ahora bien: obviamente, la comodidad, el lujo y un eximio paisaje a nadie espantan. Lo único raro sería que ahora a todos les pinte caer enfermos y escaparse a ese paraíso hotelero al menos por unos días, y gozar lo que nuestros antepasados disfrutaban en los baños de Bath, el lido de Venecia o los tantos lugares de reposo que florecieron en épocas en que la medicina (no tan buena como hoy) veía a la naturaleza como un factor primordial en la recuperación del equilibrio humano.

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