futuro

Sábado, 4 de septiembre de 2004

Ni magos ni astrólogos: economistas

¿ECONOMISTAS O ASTROLOGOS?: la economía de los noventa
Alfredo Zaiat
Capital Intelectual
126 págs.

“Cuando yo era joven, la gente me llamaba
jugador. Cuando aumentó la escala de mis
operaciones, me llamaron especulador. Ahora
me llaman banquero. Pero siempre me he
dedicado a lo mismo.”

Confesión de Sir Ernest Cassell, banquero
de Eduardo VII de Inglaterra (1901-1910),
citado por Alfredo Zaiat.

Por Leonardo Moledo

Cualquiera que tenga la audacia o la credulidad necesarias para consultar a un adivino/a o astrólogo sobre los avatares de su vida, su pasado o su futuro, sabrá que las adivinanzas, predicciones y consejos suelen darse de manera vaga y general, basadas en lo que los practicantes de esas supersticiones llaman “una vieja ciencia”, “la experiencia” o “milenios de estudio y reflexión”. En realidad, no es que la astrología, por ejemplo, no se base en algo: por supuesto que lo hace; el único detalle es que los presupuestos en que se basa carecen por completo de fundamento, suelen ser falsos, casi siempre ridículos, y no admiten ningún tipo de corroboración empírica. Al titular a su libro ¿Economistas o astrólogos?, Alfredo Zaiat –editor de Economía de Página/12– está señalando un temible parentesco entre quienes practican –o por lo menos practicaron– esa ciencia y sus adivinaciones y pronósticos en este desventurado país, y aquellos que, al ver entrar una pareja al registro civil, predicen un casamiento, y lo atribuyen a la posición de Saturno en el zodíaco. Es difícil que un astrólogo vaya más allá, porque... si hubiera algo de verdad en lo que dicen, ¿cómo puede ser que ningún gurú, absolutamente ninguno haya anunciado algo tan apocalíptico como el 11 de septiembre en Nueva York? Y de nada sirve que alguno arguya haber dicho, en sus anuncios para 2004, que “pasarían cosas”, porque cosas pasan siempre.
La misma refinada capacidad de prospección y manejo del futuro atribuye Zaiat al Fondo Monetario Internacional, sus recetas, previsiones y políticas que devastaron a los países del tercer mundo con el pretexto de sanear sus economías y contribuir al bienestar natural, y en cada caso lo sostiene con pruebas contundentes, relatando lo que el FMI dijo, hizo o anticipó en determinada ocasión, o los remedios que aconsejó para paliar una crisis (parecidos, en cierta forma, a las sangrías de la “medicina asesina” previa al desarrollo científico: se aplicaba una sangría, y como el paciente, desde ya, no mejoraba, se aplicaba una segunda sangría, que lo debilitaba más, hasta que finalmente se moría; y todo de ellos basado en una teoría de los humores carente de sentido). Según algunos historiadores, las sangrías mataron más gente que las guerras, y su ocaso definitivo se debió a las estadísticas: apenas se pudo medir el efecto de las sangrías y su letalidad, dejaron de usarse.
No son mucho menos letales las recetas del FMI, si se valoran en términos de pobreza, sufrimiento, analfabetismo, desarrollo neuronal tardío, y muertes tempranas, sin contar la violencia que es el efecto natural de sumergir poblaciones enteras en la miseria y la desesperación. El (Zaiat) también exhibe –sin molestar al lector– cifras contundentes: de tantas crisis, el FMI no predijo más que el 1 por ciento (es decir, si hubiera efectuado predicciones completamente al azar, sus resultados habrían sido mejores), en tal caso, la política que recomendó, produjo un desastre cuantificable, y así.
Pero nadie se somete a los dictámenes de un astrólogo sin un cierto grado de complicidad con él, sin, de alguna manera, brindarle, mediante expresiones invisibles, gestos y señales que le pasan inadvertidas, datoscomo para que el susodicho pueda engañar a los público, como lo hacen, por medio de los medios los astrólogos y los economistas de Zaiat, con datos que o no significar nada, o están falseados para convenir a la ideología del que habla.
Porque de eso se trata, en suma: lo que aparece como ciencia, como mero discurso sobre la realidad objetiva (“las empresas del Estado funcionan necesariamente mal”, , “el default significa darle la espalda al mundo y el hundimiento consecuente”) no es sino la corporización discursiva de intereses sectoriales que enriquecen a ciertos sectores, y que se presentan como representantes de la totalidad social; esto es, ideología. Ideología que necesita de cierta complacencia social, de receptividad para cuajar y ser impuesta sin necesidad de la violencia; al fin y al cabo, no hay represión más eficaz que la que ejercen los ciudadanos, o los sujetos sobre sí mismos. Es mucho más útil convencer a los esclavos de que merecen serlo, que perseguirlos cada vez que se fugan. Y así, Zaiat pone como ejemplo el fastidio social sobre las empresas públicas, vomitado todo el tiempo por los medios –y ayudado, es preciso reconocerlo, por las propias empresas– que creó las condiciones necesarias para el devastador remate de Menem.
En fin, se trata de historia conocida, pero Zaiat la pone en términos de divulgación; sin recurrir a los tecnicismos tan habituales en los economistas-astrólogos que predican en los medios como pastores electrónicos, y además jamás aciertan, y cubren sus errores y disparates señalando “que no estaban dadas las condiciones” o que “las reformas no se hicieron a fondo”. Cumple con la cita de Scalabrini Ortiz que aparece al principio del capítulo cuatro, “Emisión, gasto e impuestos”: “Estos asuntos de economía y finanzas son tan simples que están al alcance de cualquier niño. Sólo requieren saber sumar y restar. Cuando usted no entiende una cosa, pregunte hasta que la entienda. Si no la entiende, es que están tratando de robarle”.

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