futuro

Sábado, 13 de noviembre de 2004

NEUROBICA: COMO MANTENER EN FORMA EL CEREBRO

Sudor mental

 Por Federico Kukso

Antes de que Darwin tomase de sopetón las riendas de la biología y barriera de los jardines de la evolución a Jean Baptiste Lamarck y sus teorías de la herencia inmediata, una frase se robaba todos los comentarios: “El uso crea el órgano y el desuso lo atrofia”. En realidad, el slogan fue casi lo único que hasta hoy quedó en pie del edificio conceptual lamarckiano, despojado de toda connotación evolutiva. La máxima se puede aplicar a las muelas de juicio (cada vez más accesorias que necesarias), el apéndice (cuasi sinónimo de alerta operatoria), y a cualquier otro músculo y tejido que no se ejercite o ponga en acción frecuentemente.
Desde ya, los neurocientíficos de la muy vieja escuela nunca pondrían en la misma bolsa a su majestad el cerebro. Ocurre que no sólo se esmeran en seguir diseminando el falso mito de que el ser humano usa sólo un 11% de su potencial mental, sino que aún están empecinados en homologar lo que uno lleva entre las orejas con un disco rígido, estático, irreparable tras una lesión y condenado a la degradación absoluta. Hasta ahora, estos personajes eran una legión ominosa, convencida de que las neuronas –las células del sistema nervioso– alcanzaban su cenit de madurez durante el estado embrionario, y que no crecían ni se reproducían después del nacimiento. Así, el cerebro sería inmune a la sentencia lavoisieriana que reza “nada se pierde, todo se transforma” y desde el año cero de vida no haría otra cosa más que caer funcionalmente en picada (acelerada si el individuo nunca lee, hace todo los días lo mismo, reconoce como mejor amigo al televisor, se ufana de no realizar actividad física y si elige finalmente el camino del pesimismo y de ver continuamente la vida como una gran complicación).

Fitness cerebral
Pero como un alarido monzónico, desde hace sólo cinco años una nueva corriente experimental está reescribiendo el manual de uso de aquel kilo y medio esponjoso y retorcido, con evidencias –aún bajo investigación– de que las neuronas podrían, aun en la etapa adulta, regenerarse gracias al desempeño del hipocampo, algo así como el almacén de los recuerdos, capaz de comparar la información que viene de otras áreas de la corteza cerebral y activarlas a través de un programa nada complicado de ejercicios con un nombre bastante atractivo: “neuróbica”, basado en los descubrimientos científicos del neurólogo estadounidense Lawrence Katz, del Departamento de Neurobiología de la Universidad de Duke.
El razonamiento de Katz (que, como era de esperar ya sacó un libro, Keep Your Brain Alive) es interesante: si para conseguir un cuerpo diez, moldeado, firme y sin un ápice de flacidez hay que matarse en el gimnasio o acostumbrarse a estar alocadamente en movimiento, para no hundirse en lagunas mentales, darle un impulso bárbaro a la memoria, aceitar la creatividad y la coordinación motora qué mejor que hacer sudar y tonificar el cerebro. “La idea es que el mismo cerebro puede aumentar sus capacidades gracias a la producción de ciertas sustancias llamadas neurotrofinas (especie de fertilizantes cerebrales que fortalecen la conexión entre neuronas y ayudan a las dendritas a mostrarse jóvenes y robustas) que combaten los efectos del envejecimiento mental –explica Katz–. Una forma de hacerlo es realizar actividades rutinarias de una forma no habitual utilizando sentidos distintos a los que se usan normalmente”.

Ojos bien cerrados
Para entrar en el mundo de la neuróbica, no hay que pagar altas cuotas ni soportar el aluvión de miradas narcisistas –habituales en los actuales megagimnasios– dirigidas a los espejos. Acompañados de una dieta rica en glucosa y vitaminas pero sin grandes comilonas nocturnas y de las ocho horas de sueño recomendadas, los ejercicios neuróbicos, asegura Katz, pueden hacerse a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre y cuando se pongan en juego los cinco sentidos para sazonar la tediosa rutina cotidiana y a la vez reconfigurar en cierto modo el cerebro.
Por ejemplo, Katz y el coautor del libro ya best-seller, Manning Rubin, recomiendan: bañarse, vestirse y comer con los ojos cerrados; si uno es diestro escribir y lavarse los dientes todo un día con la mano izquierda; tomar distintos caminos para ir y volver del trabajo; comer en familia en silencio, utilizando únicamente movimientos de mímica; o disfrutar de la canción favorita oliendo un aroma agradable.
Aunque suenen ridículas, estas recetas tienen su sustento teórico serio en los conceptos de neurogénesis, o sea, la capacidad de fabricar nuevas neuronas, y el de neuroplasticidad, es decir, la habilidad cerebral de reorganizar los patrones neuronales a partir de nuevas experiencias. Al hacer cosas no acostumbradas, los circuitos de atención y emoción se activan y se producen nuevas conexiones entre las áreas propias de cada sentido, agilizando la dinámica del cerebro, un tejido aún tan enigmático como potente.
Katz y Rubin no se creen salvadores o falsos profetas ni prometen con estas recomendaciones volver atrás los efectos de cruentas enfermedades neurológicas como el Alzheimer. Pero puesto que ya terminó la “década del cerebro” (esto es, la década –1990-2000– en la que se volcaron dinerales para develar el funcionamiento cerebral), muchos neurocientíficos se sienten desamparados. Y quieren más: no sugieren ni diez ni veinte sino otros cien años, para ir por el mundo con la libertad y el descaro de saber que gozan –como pocos hombres en la historia del mundo– del privilegio de vivir ya no en la década sino en el “siglo del cerebro”.

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