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Sábado, 23 de octubre de 2004

NOVEDADES EN CIENCIA

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LA ESCALERA SIN FIN

Archaeology La sal obra de maneras misteriosas. Hasta no hace mucho, el llamado “oro blanco” provocaba guerras y conflictos –justamente como su nombre lo indica– salariales. Ahora, se conforma con salvar una comida al borde del asco total, conservar la carne fresca y sazonada, y según descubrió hace unas semanas un grupo de arqueólogos en Hallstatt (Austria), la blanca especia también tiene y tuvo el don de mantener casi como nueva una escalera de madera de tan sólo 3000 años.
El descubrimiento del rudimentario pero básico artefacto del siglo XIII a.C. a 500 metros en el interior de las prehistóricas minas de sal le garantizó a la escalera hecha de madera de abetos alpinos el noble título de la “más vieja del mundo”, al menos hasta que otra venga y le haga competencia.
Lo curioso es que los investigadores dirigidos por el arqueólogo Hans Reschreiter no tienen muy claro adónde conduce: hasta ahora llevan excavados apenas tres metros de la escalera y, según dijeron, habrá que esperar a una nueva campaña el año que viene para conocer su tamaño exacto. “Lo que sabemos a ciencia cierta hasta el momento es que toda la madera usada para su construcción se cortó en el mismo año”, contó Reschreiter.
Pero la cuota de sorpresa no se acabó ahí: entre escombros y montículos de sal de tiempos olvidados, aparecieron también ante los ojos de los arqueólogos austríacos gorros de piel, herramientas destrozadas y hasta excrementos humanos. Está de más decir que Reschreiter y los suyos en verdad deberían haber estudiado un poco más el terreno y su historia. Al fin y al cabo, no es la primera vez que las minas de sal austríacas sorprenden a los desprevenidos: en 1734 salió de la nada un minero momificado perfectamente conservado y en 1989, un zapato de cuero de 2500 años, bien, pero bien salados.

LA MUJER QUE SABOREABA LAS FORMAS

nature Si no lo dijesen los neurólogos y otros neurocientíficos, nadie lo creería. Pero una entre 2000 personas tiene el exclusivo don de ver sonidos, oler colores y saborear formas. Así nomás. A quienes llevan de por vida esta extraña condición se los conoce como “sinestésicos” y desde hace casi 30 años ayudan a los buceadores de la conciencia a buscar ese misterioso efluvio –o “cuerpo bioenergético”– llamado aura. En verdad, la sinestesia no se descubrió ayer: a principios del siglo XX causó furor al punto de que el pintor abstracto ruso Wassily Kandinsky comparó a estos agraciados con los violines: “Estas personas son altamente sensibles –dijo–, vibran en todas sus partes al contacto del arco”.
El último caso en conocerse es el de G.W. (que mantiene así su anonimato y evita ser convocada por circos y freak shows) que fue revelado por el psicólogo Jamie Ward (University College London, Gran Bretaña). G.W. aparentemente no sólo percibe coloridos halos que emanan de amigos (y enemigos), sino también chorros de energía que se desprenden de palabras como “amor” y “odio”. “Para mí es como si ustedes vieran el mundo en blanco y negro; yo lo veo en color”, explicó otra sinestésica, la artista estadounidense Carol Steen, quien dice que letras, números, sonidos y dolores le evocan una variedad de colores.
Hasta el momento, hay muchas explicaciones científicas. Pero la que tiene más peso es la que dice que la sinestesia se desarrolla en la infancia cuando las densas conexiones del cerebro asociadas a las emociones del niño o de la niña no se “cortan” mientras crece y así la conectividad neuronal es mayor que la habitual. En otras palabras: es como si el cerebro del sinestésico tuviera más cables (mezclados) que el resto de los mortales.
La duda que inquieta actualmente a los neurólogos es si los sinestésicos fehacientemente ven cosas que salen de las personas y cosas, o rayos furiosos desprendidos de sus propios cerebros. Sea una u otra la respuesta, lo que sí despiertan los sinestésicos es envidia. Sana o no, ése es otro problema.

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