futuro

Sábado, 31 de enero de 2004

FINAL DE JUEGO

Donde se sigue con las peripecias de Copérnico y se omite nuevamente el enigma

 Por Leonardo Moledo

Frauenburg, 31 de enero de 2004

En el avión que cubre el trayecto entre Frauenburg y Salta, sigo pensando en la obra gigantesca de Copérnico, y de qué manera en las Revoluciones ya estaba contenido todo lo que habría de suceder y que se llamaría más tarde Revolución Científica.
En realidad, y si tenemos en cuenta el sistema aristotélico y tolemaico, esa vasta concepción astronómica que colocaba a la Tierra en el centro y hacía girar el cosmos a su alrededor era una inmensa construcción, Copérnico sacó el ladrillo de bajo, que sostenía todo.
Si la Tierra no estaba en el centro, ya no tenía sentido sostener que había direcciones absolutas hacia arriba y abajo, como exigía la física aristotélica. Tampoco podía argüirse con consistencia que existía una división tajante entre espacio sublunar (compuesto por los cuatro elementos de Empédocles: aire, agua, tierra y fuego), y un espacio supralunar donde reinaba el éter, el quinto elemento. ¿Qué sentido tenía esa división si la luna en el sistema copernicano se movía alrededor de la Tierra, que no era sino un planeta más?
Pero la Tierra en movimiento planteaba un problema serio: ¿cómo era que todos los objetos no salían disparados por el aire? Pregunta que llevaría directamente al principio de inercia.
El libro de Copérnico no tuvo el impacto que es de suponer, y durante toda la segunda mitad del siglo XVI se fue abriendo paso lentamente en la mente de los astrónomos, algunos de los cuales lo rechazaron enérgicamente y otros lo adoptaron, siempre aclarando, para evitar conflictos, que se trataba de una “manera de ver las cosas”, sin adjudicarle realidad.
El avión vuela ya sobre Tucumán y se acerca a Salta; cuando Newton con su gran libro de 1687 inaugura la ciencia moderna, sostiene que “si yo vi más lejos es porque estuve montado en los hombros de gigantes”, y en primer lugar, se refería a Copérnico.
Hacia fines del siglo XVI, la teoría copernicana cayó en manos de la segunda generación de gigantes, que le darían fuerza y entidad, en su camino ascendente y definitivo: Kepler y Galileo.

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