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Viernes, 12 de febrero de 2016

HOMENAJE

Su voz renacerá en nuestras voces

Feminista fundamental, abolicionista rabiosa, teórica extramuros, madre de cuerpo nutricio para todo el activismo y la militancia de los derechos humanos, fundadora de la primera cooperativa de trabajo de travestis y transexuales, fundadora también del bachillerato trans Mocha Celis, Lohana Berkins fue pionera en ampliar derechos para ella, para las travestis y para todos y todas, en exigir el reconocimiento de la identidad de género, el derecho a la autonomía sobre el propio cuerpo. Pero sobre todo fue esa persona que trazó sus estrategias de lucha con los lazos del amor y que aun ausente sigue siendo completamente indispensable.

 Por Marta Dillon

FOTO: SUB COOPERATIVA DE FOTOGRAFOS

¿Se puede morir feliz? la pregunta queda reverberando entre la rutina de la noche y el sueño. El niño insiste, no acepta el silencio: ¿se puede morir feliz? Escucho la anécdota y busco mi propia respuesta, no la tengo. Apenas la certeza de que es posible vivir hasta el último momento.

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A la crueldad le opuso la ternura, a la militancia la tejió con hilos de afecto, a la amistad la honró con la reverencia de lo sagrado; a la memoria común, esa memoria nuestra, de travas, minas, tortas, putos, monstruos y desmarcadxs, la memoria de nuestros logros y de la luchas pendientes, la construyó hasta el último día. A la muerte le opuso el placer por cada bocado de vida”, escribí de un tirón cuando el día de su muerte me pidieron una frase que la describa. Por supuesto es insuficiente, se llama Lohana Berkins y que el pasado retroceda aunque ella ya no respire.

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Le gustaba tomar el té en el Petit Colón, disfrutaba de comer al aire libre, del sol en la cara, del locro bien hecho, de los llamados para su cumpleaños y de las medialunas que se metieron de contrabando en su habitación contra toda prescripción médica. Agradecía el agua que le daban con una cañita como si fuera un elixir, una mano fría en su frente la hacían exclamar: "¡Ah! Los pequeños placeres de la vida". No iba a aceptar un no como respuesta cuando empezó a pedir licuados, de naranja y durazno, con mucho hielo; aunque hubo que mentirle la naranja, nada hacía más felices a quienes la cuidaban que ir a comprarlos y ver cómo se los bebía, con ese ánimo sibarita, con esa sed por la vida que por un rato parecía concentrarse en el líquido ámbar que la hacía revolear sus ojos al cielo y después se imponía en la humorada, "dámelo de a poquito que después van a encontrar a la marica ahogada y te van a echar la culpa". Su último sueño conocido fue con un chongo, abrió los ojos y se jactó de lo lindo que era, un gesto y un resoplido fueron la alabanza para sus abdominales. Ella, que denunciaba también la exclusión de las travestis y las personas trans "de la mercadotécnia del deseo", le arrancó al sueño un ápice de justicia poética.

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Ella había querido llorar, sabía que lo necesitaba. Pero estaba luchando. En las tres semanas de internación, con las venas maltratadas, el cuerpo intervenido por cables, sondas, drenajes, antibióticos, los controles cada dos horas, el termómetro que apenas podía sostener bajo su axila; ella luchaba porque quería vivir. Y no es que se haya rendido, no. Es que supo cambiar de estrategia, igual que en la calle. Así como alguna vez se bajó de los camiones con música de la Marcha del Orgullo para organizar una contramarcha -porque ella no quería "respetabilidad, sino demoler las jerarquías que ordenan a las identidades y a las y los sujetos reconociéndonos negras, putas, palestinas, revolucionarias, indígenas, gordas, presas, drogonas, exhibicionistas, piqueteras, villeras, lesbianas, mujeres y travas, que aunque no tengamos la capacidad de parir un hijo sí tenemos el coraje necesario para engendrar otra historia"-, el año pasado eligió irrumpir con otrxs compañerxs en la cabeza de la inmensa columna. Ahí era donde tenía que levantarse la bandera que no se había incluido entre las consignas: Justicia para Diana Sacayán. Porque su voz no era solamente suya sino de todas las compañeras y esa que faltaba iba a atravesar su garganta mientras tuviera fuerza.

Así fue en el hospital. Cuando supo que era en vano, ordenó que la dejen de joder con los pinchazos, mandó a su hermana a limpiar la casa a la que quería volver, le pidió a otra que haga empanadas para su despedida -"y no me vengas con empanadas de pobre ni masa de supermercado"-, eligió dónde quería ser velada y enjugó los llantos de quienes ya empezaban a sentirse huérfanxs. La matriarca, o la traviarca -como la llamó María Moreno- estuvo adelante en la columna, ordenando, disponiendo, metiéndose otra vez en las instituciones, cuerpo presente en la cara del Estado para hacer presentes también a todas las que nos faltan.

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Cuando el teórico queer Paul B. Preciado le hizo llegar un mensaje de pronta recuperación, Lohana se rebeló: "Díganle a Paul que gracias, pero a ver si alguna vez escribe sobre nuestros cuerpos latinoamericanos, porque mucha testosterona pero sobre la pobreza y la crueldad, nada. Que me disculpe pero yo no puedo parar de luchar". A Preciado le llegó la respuesta y pidió perdón por sus privilegios. Pero no era para él el mensaje, entiendo ahora, si no para quienes se lo hicimos llegar, poniéndonos en nuestro lugar, obligándonos a revisar nuestras lecturas y sacralizaciones. Si ahí estaba su cuerpo tendido en la cama, impreso sobre él cada una de las palabras que ella misma había escrito, las marcas de la exclusión, la corta expectativa de vida, el desprecio de la médica que la destrató antes de la última internación y no se tomó el trabajo de mirarla más allá de los papeles, la medicación que llegó tarde, la crueldad de tener que disputar cada uno de sus derechos y aun así alumbrar con cada una de sus definiciones. Palabra y cuerpo, un grito, uno solo: ¡Furia Trava!

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Un día entraron dos médicos en su habitación. Uno, dijo ella, era una mariquita que cuando la vio y le preguntó si era Lohana Berkins se puso a llorar sin terminar la frase: "Yo no hubiera sido el mismo si vos…" . El médico tuvo que secarse los ojos en el pasillo con la manga del delantal blanco, su tarea quedó inconclusa. Esa devolución espontánea e inesperada a su lucha logró que a ella, por fin, se le mojaran los ojos.

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"No tengo miedo, estoy cansada. ¿Sabés a cuántas mujeres acompañé a abortar? ¿A cuántos cafishos tuve que cagar a piñas? Porque estábamos juntas con las mujeres, antes del feminismo, de mi feminismo. Y las maricas poníamos lo que sabíamos, íbamos adelante, teníamos que ser fuertes. Siempre tuve que ser fuerte. Hay que decirle a todas esas niñas travas que ahora se creen que es tan fácil, que tienen su documento, que eso no cayó del cielo." Lo dijo mientras en la calle, cientos de personas rodeaban el hospital donde ella, sin miedo a la muerte, se encabritaba en su contra. Se prendían velas para darle luz, se acampó durante unas largas horas para que algo del amor que la rodeaba llegara hasta ella y desarmara esa debilidad que registraban los monitores que seguían su latido. "Tanto trajinar y ahora que tengo un trabajo y podía dedicarme a luchar tranquilamente, viene esto". No había consuelo para esa injusticia. No hay justicia aunque se pelee por ella. Ese mismo día, en la Plaza de Mayo, las Madres se sacaron fotos con carteles que decían: "Trava de la Plaza, las Madres te abrazan" y ella les mandó un mensaje: "Madres de todos los derechos, aquí está esta trava para la revolución". El intercambio no podía ser más preciso, unas y otra nos maternaron a todos y a todas, porque como ese médico que no pudo ver cómo el destino de las travestis se cumplía también en esta líder, sabemos que el cielo es más amplio después de ella. Que está metida hasta en los besos que nos damos y en el atrevimiento de buscar los que todavía no se han inventado.

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Fue enterrada con el carnaval. Junto a su cuerpo bailaron las comparsas y flamearon las banderas rojas del Partido Comunista. Tal vez en su tierra se haya podido cumplir con más hidalguía su pedido de secar las lágrimas que ya se habían vertido durante su agonía, las que quisimos ocultarle, las que consoló ella misma cuando supo que su salud no iba a mejorar. Aquí en Buenos Aires, sonó alguna cumbia perdida en su velorio, el tintinear de alguna carcajada sacudió apenas el sopor de una tarde húmeda y caliente al evocarla. Ella impostando su voz para emular lo más arquetípico de la masculinidad y palmeando con fuerza la espalda de un caballero que quiso halagarla hablando de su feminidad. Lohana plantada frente a un auditorio repleto en la Universidad de Harvard para borrar cualquier expectativa antropológica: "Yo no soy Rigoberta Menchú, no vengo a dar testimonio, vengo a hablar de teoría". Ella tirando huevos a una manifestación de fundamentalistas religiosos pero esquivando a su adorada virgencita. Ella diciéndole a los "chongos que nos buscan en Palermo, ya que nos desean tanto, nos compren las sábanas que hacemos (en la Cooperativa Nadia Echazú) para estar calentitos en sus camas". Miles de anécdotas corriendo de boca en boca, palabras fluyendo, el río de su vida mojándonos a todxs; no pudimos escaparle a las lágrimas. Perdón.

Pero como el del carnaval, su entierro no es definitivo y ya anda su palabra, su voz renaciendo, de boca en boca.

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¿Habrá muerto feliz? me pregunto yo ahora y ya se que no hay respuesta. Hay en cambio una vida entretejida con su obra, entrelazadas las dos, creciéndo, forjándose hasta el último momento.

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