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Viernes, 1 de abril de 2016

CINE II

Días de furia

Tangerine cuenta un día en la vida de dos amigas transexuales que recorren los suburbios de Los Ángeles buscando venganza y una respuesta que las saque de la melancolía.

 Por Silvina Herrera

Violencia contada a toda velocidad, marginalidad expuesta como en un documental, la prostitución y la exclusión presentadas en un retrato de puro realismo, la reacción ante la infidelidad, la relación entre dos amigas, la hipocresía dialogando en una mesa de debate con muchas más preguntas que respuestas y un modo de contarlo tan directo y despojado que hace notar la influencia del dogma 95 de Lars Von Trier. Todo eso es Tangerine, la película de Sean Baker filmada con un iPhone en los suburbios de Los Ángeles.

Sin-Dee es una mujer trans, la protagonista de la película, que sale de la cárcel y su amiga Alexandra le cuenta que su novio la estuvo engañando con una chica heterosexual a la que llaman “fish” (pescado). A partir de ahí, la trama contada en un día se centra en la búsqueda atormentada por encontrarla para vengarse, llevarla ante su chico y dejarlos en evidencia. Las imágenes muestran las calles agobiantes de descontrol y miseria, rincones donde las reglas de la vida en sociedad parecen detenidas en una ciudad que suele mostrar otra cara. En el medio de esta historia, aparece el relato de un taxista armenio que tiene relaciones con travestis y trans. Su esposa finge no darse cuenta, para intentar mantener su vida tranquila, pero su suegra lo va a buscar para que revele lo que hace en horas de trabajo. Todo enmarcado en una puesta en escena llena de estereotipos y lugares comunes de familia aparentando perfección en la cena de navidad.

Además de mostrar la marginalidad, la película parece volverse una reflexión sobre las formas en las que una mujer reacciona cuando se entera de la infidelidad de un hombre. Algunas, como la esposa del taxista armenio, prefiere el silencio, y se arma una convicción ficticia de felicidad para no enfrentarse a la mirada de lxs otrxs. La suegra en cambio hace todo para encontrar la “verdad”, porque cree que ahí está la verdadera dignidad, aunque tenga que enfrentarse a la angustia de haber sido engañada. El caso de Sin-Dee deja en evidencia un problema, una forma de accionar ante la traición que hace que la mirada feminista que podía tener la película se desvanezca. Cuando encuentra a Dinah, el pescado que se acostó con su novio, no deja de zamarrearla y arrastrarla por las calles de la ciudad. Las escenas bruscas eligen mostrar la brutalidad de una transexual contra la mujer que osó meterse con su novio, en lugar de encarar primero al hombre, que fue quién en última instancia le mintió. Cuando por fin lo tiene enfrente, la violencia parece desvanecerse, porque pasa eso, ante el hombre algunas mujeres todavía se desvanecen a pesar de la traición masculina.

El encuentro entre Sin-Dee, su novio y su amante sucede en una cafetería de donas, esos locales tan típicos de Estados Unidos, donde además de ellos confluyen su amiga Alexandra que exhibe un dejo de ternura y compasión, el taxista armenio, su mujer y su suegra que exaltadas van a pedir todo tipo de explicaciones que no encuentran porque nadie tiene ganas de darlas. En ese local el drama se manifiesta como una tormenta tan cargada que no llega a aliviar la melancolía sórdida de los personajes. La más lograda de la película es la relación de amistad entre las transexuales, que pasan por el enojo, el alejamiento, se cuentan sus penas porque no tienen a nadie más, se pelean pero terminan unidas en una conexión que supera cada una de las traiciones.

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