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Viernes, 19 de agosto de 2016

RESCATES

Soy mi aventura

Agnes De Mille 1905 - 1993

 Por Marisa Avigliano

El cuerpo nunca miente, decía Agnes, la mujer que mudó los aires de la danza y los transformó en viento. Quiso ser bailarina -no era difícil querer serlo después de descubrir a Anna Pavlova- pero fue Ruth Saint Denis, la maestra que su amiga Martha Graham admiraba cuando le dijo que había llegado a la barra quince años tarde- quien sugirió que Agnes tomara clases de ballet. Sus largas horas de demi-plié derribaron los dos primeros impedimentos: padre y cuerpo. Su papá no quería que fuese bailarina, no dejaba de parecerle un mundo circense de coristas y sus piernas no eran las que el modelo de espejos exigía, “era baja, de brazos y piernas cortas, regordeta, fea y con una nariz judía horrible”, se describía en el tiempo la propia Agnes cuando la fama había llegado y las entrevistas que publicaban sobre ella a diario superaban las horas del día. Aquella fama que celebraba su fusión popular y clásica en Broadway o en el Metropolitan se la debía a sus musicales Rodeo y Oklahoma!

En la eternidad de una Bonanza musical los cowboys de Rodeo bailan como nadie antes. Aquella singularidad inaugural expulsó en el primer ensayo a ocho bailarines de la compañía que no entendían el movimiento que la coreógrafa (Agnes) les pedía. Los varones de sombrero y flecos se resistían al meneo innovador de la creación femenina y exigían la seguridad cómoda de los repetidos pasos de ballet. No querían novedad y menos si esa novedad de rancho con ganado y sortija era el diseño de una mujer. Rodeo (1942) protagonizado por Agnes fue un éxito -dicen que los aplausos bajaron y subieron el telón veintidós veces la noche del estreno-, un año después llegó Oklahoma! una nueva comedia que exploraba algunos de los revolucionarios avances escénicos de Rodeo dándole por ganado al ballet un lugar definitivo e integrador en la obra al lado de la música y de la historia contada. La danza estaba a salvo en los destellos de la bailarina actriz que unía en un mismo movimiento un tic cotidiano, un rubor sexual y un esmerado fouetté. La coreógrafa porfiada que veía la tragedia a través de la lente de la comedia, buscaba eternidad cuando le pedía a lxs jóvenes que buscaran su propio movimiento “toda la danza surge del sentimiento, un sentimiento fuerte hacia una experiencia en particular” y legado de construcción teatral. En el corazón de la danza grupal, esa “conversación” que recorre entre leyes físicas y giros aéreos Ciencia que baila, el libro de Olmos Asar y Franceschini, está la clave de escenario de Agnes –alumna de Theodore Koslov, Marie Rambert y Anthony Tudor– y la razón de sus movimientos, etérea metáfora de la emoción, nacidos desde el centro del cuerpo. A pesar de la revolución triunfante y de haber sido también la coreógrafa popular de la que presumía la gran manzana en los años cuarenta, algunos sostienen que la artista ecléctica escribía mejor que lo que bailaba, certeza que delegan en su silueta alejada del canon, en sus autobiografías y en una decena de libros nacidos de los apuntes que tomaba “cada vez que tenía quince minutos de sobra, en los autobuses, metros, en los vestuarios, en las farmacias, y en la sala de espera de un hospital” y que se convirtieron en un minucioso informe sobre la danza como un arte teatral en los Estados Unidos a principios del siglo XX. Un historial sin el glam de la primera bailarina contado a través de la mirada de una artista que, con acelerado cambio de vestuario, triunfa en un unipersonal que la ilumina comediante, cronista despiadada y adolescente inspirada en las emparchadas hojas de un diario íntimo.

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