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Viernes, 9 de septiembre de 2016

VISTO Y LEIDO

Las manos en la masa

Autora con las manos en la masa del texto, Luciana Pallero sigue la tradición de Hebe Uhart en su primera novela La máquina de pelar manzanas.

 Por Marina Yuszczuk

En los últimos meses hubo un reflote de viejas preguntas en relación a la tradición con la que supuestamente deben lidiar las nuevas generaciones de escritores: el 30 aniversario de la muerte de Borges, en particular, agitó ese mismo debate de “cómo escribir después de Borges” con el que de vez en cuando tenemos que enfrentarnos, como si todos lxs que hoy queremos dedicarnos a la literatura en Argentina estuviéramos plantados frente a la misma tradición. A veces, como una concesión, se reconoce la existencia de matices y entonces la disyuntiva se vierte como “Borges o Arlt”, “Fogwill o Aira”, y demás blancosynegros eminentemente masculinos.

No es difícil ver, sin embargo, que una figura como Hebe Uhart abrió un camino alternativo para otro tipo de escrituras que hoy por suerte eclosionan (¿alguna vez asistiremos a una nueva contienda “Borges o Hebe”?): esa atención al mundo material, al modo en que se hacen las cosas, lo mismo que una escucha atenta de las hablas regionales y generacionales, conforman un modo de la escritura que algunxs contemporánexs como Inés Acevedo supieron hacer suyo. Luciana Pallero se podría inscribir tranquilamente en esa línea con su primera novela, La máquina de pelar manzanas, escrita desde esa experiencia de primera mano como cocinera (un trabajo que es su medio de vida) y con esa impronta de verdad, de sentidos atentos a lo inmediato, que solo lxs autorxs con las manos en la masa pueden otorgarle a un texto.

Esa máquina de pelar manzanas está descrita al principio de la novela por Ana, una narradora adolescente que vive en una pensión en Balvanera, cocina y sale a vender tortas por Palermo. La máquina es simple y sale 555 pesos, no es inalcanzable pero sin embargo está lejos de sus posibilidades y es fundamental para que Ana pueda economizar el tiempo y aumentar la productividad en el negocio. Ese trayecto diario entre Once y Palermo, tanto como la pensión adonde la protagonista alquila una pieza y comparte momentos con Arminda y Mery, una inmigrante boliviana, son aprovechados por Luciana Pallero para construir un mundo verosímil, barrial y solidario sin candor, de buscavidas y laburantes, en el que las diferencias de clase existen y funcionan, aunque no sean tan caricaturescas como en una telenovela de Thalía.

Pero si nombro a Thalía es a propósito: además de una prosa perfecta que se puede vincular fácilmente con la de Hebe Uhart, hay cierto tipo de relatos funcionando en la novela que tienen que ver con tradiciones más ninguneadas, quizás por femeninas. Cuentos de hadas, telenovelas de chicas pobres que quieren salir adelante y se encuentran con el amor en el camino, o libros de cabecera de muchas como Mujercitas de Louisa Alcott, didácticos y feministas, que querían enseñar a las chicas una moral del trabajo y un espíritu independiente, aunque esas mismas chicas sintieran de grandes, por mil trampas sutiles, que debían renegar de toda esa parte de su formación: ese parece ser el espectro de materiales que la autora reúne en el cuerpo re joven de Ana, que además de trabajadora y linda sin saberlo es guarra, le gusta un poco de merca y boliche de vez en cuando, le encanta coger y en una oportunidad, a una agresión de un tipo por la calle responde a golpes de cadena.

Prima lejana de la pobre encantadora y vivaz, un poco varonera, que supieron encarnar Thalía y Natalia Oreiro (pero también de esas chicas hacendosas y optimistas que abundan en las películas de Hayao Miyazaki, que están solas sin sentir ningún tipo de desamparo porque se sienten a gusto en la calle, tendiendo lazos con gente que no es de su familia), Ana logra compenetrar a lxs lectxrs con su mundo de tortas, tiempos de horneado y harinas, porque lo que despliega su voz narrativa es un orden material, duramente conquistado y disfrutable –desde el olor de manzanas, canela y almendras hasta el brillo de una bicicleta pintada a fuego que mirada de cerca parece tener “galaxias verdes”– del que tanto depende.

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