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Viernes, 16 de septiembre de 2016

CINE

La pluma sensata

Amor y amistad es una comedia ligera llena de diálogos cargados de ironía basada en un relato temprano de Jane Austen que nunca publicó en vida y al que llamó Lady Susan. Y es, además, una oportunidad nueva para reflexionar sobre sus personajes femeninos, tan actuales como universales, y su mágica dosis de rebeldía y pasión por el goce.

 Por Marina Yuszczuk

“La mujer que al amor no se asoma/ no merece llamarse mujer”, ¿les suena? El bolero se llama, previsiblemente, “Una mujer”, pero podría llamarse “Sentencia para un mundo injusto”: en el reparto de los imaginarios nos tocaron los sentimientos, la inteligencia y el cálculo quedaron para otros. Quizá por eso las grandes villanas de cuentos y películas son mujeres que no se doblegan al afecto maternal, como las madrastras envidiosas, o que no muestran la naturaleza dócil y manejable de una paloma. Son, por el contrario, serpientes, desamoradas y calculadoras, y Lady Susan, la protagonista de la novela epistolar homónima de Jane Austen que por fin tiene su versión cinematográfica en Amor y amistad, de Whit Stillman, es la más víbora de todas.

Pero, ¿una serpiente, en ese jardín de flores más que virtuosas, que es el conjunto de las protagonistas de Austen? ¿Cómo se puede conciliar a Lady Susan Vernon con una Elizabeth Bennet, una Fanny Price, una Anne Elliot? La verdad es que no se puede. Lady Susan es una obra de juventud en la que Austen, de unos 18 años apenas, ensayaba un género muy de moda en la época como es el de los relatos estructurados a través de cartas y construía por única vez una heroína que en realidad parece una villana. Lady Susan Vernon es una viuda de treinta y pocos años que tiene una hija de 16. Empobrecida después de la muerte del esposo, su mayor propósito en la vida es asegurar la situación económica de su hija Frederica y la suya propia. Para eso se dedica a hacer visitas a familias nobles, en las que teje y desteje con toda impunidad las intrigas que la llevarán al tan deseado matrimonio con un caballero acomodado, no importa quién sea. Si el candidato en cuestión es un poco estúpido, incluso es algo que Susan puede soportar –aunque no tanto su hija, más joven y romántica–, y de ahí el conflicto de la obra cuando rechaza al pretendiente que la madre le consigue.

Austen nunca trató de publicar esa novelita (que recién vio la luz en 1871, mucho después de la muerte de la autora) y poco tiempo después, en 1975, empezó a trabajar en la primera versión de Sensatez y sentimientos, donde como se sabe al espíritu romántico y enamoradizo de Marianne Dashwood se le contrapone el más cauto y razonable de su hermana Elinor, solo para indicar que la felicidad se encontraría en un punto de equilibrio entre esos dos extremos. De ahí en más, todas las novelas de Austen tuvieron como centro el problema del matrimonio, y digo expresamente “problema” porque el dilema para las mujeres de la época era qué hacer con sus vidas si un candidato más o menos potable no llegaba con una propuesta.

El trabajo doméstico estaba bien para las mujeres de las clases bajas, pero para las hijas de la pequeña nobleza terrateniente que Austen retrata en sus novelas, educadas en internados o preferentemente por institutrices que convivían con la familia y con el objetivo principal de conseguirles un buen matrimonio, era una catástrofe. Salvo que fuera muy pobre, no estaba bien visto que una mujer tuviera una profesión, y de hecho era casi inconcebible. Pero tampoco podía heredar la tierra, de ahí el drama de las chicas Bennet en Orgullo y prejuicio o de las hermanas Dashwood en Sensatez y sentimientos, cuyas posesiones caerían en manos de primos o parientes lejanos después de la muerte de los padres, dejándolas prácticamente sin nada –a menos, claro, que se apuraran a casarse–.

Sin embargo, la mayoría de las adaptaciones que hasta el momento llevaron al cine las novelas de Jane Austen, sobre todo en esa especie de fiebre que se desató desde la década del noventa con la miniserie de la BBC Orgullo y prejuicio protagonizada por Colin Firth, a la que siguieron en la pantalla grande Sensatez y sentimientos (1995), Ni idea (1995) y Emma (1996), cargaron las tintas sobre las notas románticas de las relaciones entre los protagonistas, incluso con ciertas concesiones al romanticismo impensables en Austen como la escena del casi beso bajo la tormenta entre Elizabeth Bennet y Mr. Darcy en Orgullo y prejuicio de Joe Wright (2005), que por otra parte es una película brillante. Así, mientras los personajes discuten sobre rentas, tamaños de las propiedades o perspectivas económicas para que las hijas casaderas no se apuren a aceptar a algún candidato, lxs espectadorxs sueñan frente a la pantalla como si lo que estuvieran viendo tuviera algún punto de conexión con la idea de amor romántico –el de elegir con total libertad a aquel o aquella que nos produzca ese flechazo inexplicable, pero al que se le debe el mayor de los respetos– por la cual se supone que hoy en día se forman las parejas. ¿O será en realidad que, envueltas en ese capullo de romanticismo y muselinas, esas historias tocan algún tipo de verdad que dialoga con nuestras época, incluso más de lo que estamos dispuestxs a admitir?

En todo caso, el romance en Austen, o al menos esa versión que depende más de cualidades morales y la capacidad intelectual que del flechazo hormonal y arrebatador que entendemos por enamoramiento –después de todo las protagonistas de Austen se enamoran hablando, muchas veces probándose en un duelo verbal– representa quizás esa pequeña resistencia a la propia época, ese margen estrechísimo de libertad que se imponen estas mujeres decididas a no ceder simplemente al peso de las cifras y las conveniencias, sino a elegir, después de todo, un compañero tolerable con el cual pasar los días (y así lo hizo la propia Austen cuando rechazó en su juventud a un candidato de buena fortuna pero al que no amaba).

Por eso Lady Susan Vernon es tan distinta, tan disonante en el coro de muchachas inteligentes y bien educadas que también aspiran al amor en las novelas de Austen. Es el mismo fantasma de la pobreza el que sobrevuela a Lady Susan, una viuda que ni siquiera tiene un hogar propio y que en la película de Stillman le dice a la hija: “Nosotras no vivimos, visitamos”. Pero para ella, el amor es un asunto secundario, casi un capricho de inmadurez adolescente al que su hija puede ceder pero ella como mujer ya formada no, y lo primero que hay que resolver es de dónde sacar el dinero que le permita seguir llevando una vida cómoda. Por eso no hay ninguna gran pareja en Amor y amistad; al contrario, al elegir el título de otro relato de juventud de Austen para una película que en realidad bien podría haberse llamado Lady Susan, es probable que el director haya querido resaltar al que es en realidad el verdadero amor de la película, el de Lady Susan (Kate Beckinsale) y Alice Johnson (Chloë Sevigny), otra mujer casada con un hombre que es, según las dos amigas, demasiado viejo como para ser manejado pero demasiado joven para morir, y al que le desean grácilmente la muerte en el próximo ataque de gota.

Esa heroína –solo por el lugar que ocupa en la novela que lleva su nombre, pero con un tipo de personaje que sería más bien villana en las novelas siguientes de Austen, como la Mary Crawford de Mansfield Park– no tiene ningún empacho en intercambiar pretendientes con la hija y no le importa mucho con quién se termine casando porque después de todo, para el placer ya cuenta con un amante, Lord Manwaring, al que consigue meter en su nuevo hogar gracias a la distracción de un esposo atolondrado. Amor y amistad es una comedia que avanza ligera sobre diálogos veloces que casi siempre tienen un propósito distinto del que enuncian. Blindada en la convicción de que solo está siguiendo las reglas del juego, Lady Susan juega al ajedrez en el tablero de las convenciones de su época y al amor no se asoma porque la ocupa un asunto más urgente que ninguna novela posterior de Austen representaría de modo tan descarnado, el de la propia supervivencia.

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