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Viernes, 7 de octubre de 2016

ESCENAS

Un cuerpo roto

La vida de la artista mejicana Frida Kahlo es llevada a escena en una brillante interpretación de Jimena Anganuzzi en clave feminista.

No necesita andar, ponerse de pie y entrar en el movimiento como quien atropella el aire para que la acción ocurra. Atorada en esa cama a la que obliga a respirar como si naciera rota de ella, incrustada en ese “cuerpo molido a palos” como la definía Trotski, donde todo México parece librar su batalla.

Era eso Frida Kahlo, una mujer que guardaba en el drama de su columna, de su pierna partidas, una política con destellos de sombra que la mantenía siempre firme. Era el alma renga de América latina.

La disposición del espacio funciona como síntesis. La palabra será la única que logre sacarla de allí porque entre las sábanas está su escenario. El texto de Patricio Abadi indaga en las imágenes y las envuelve en una biografía que responde a la velocidad de la mente que recuerda. Los cuadros de Frida están presentes en un monólogo que se mancha con el trazo de esa voz que arrasa. Porque Jimena Anganuzzi utiliza la identificación como base de operaciones para llevar a Frida al terreno de su técnica actoral y batirse con ella en un gesto donde las dos están en escena.

El llanto en Anganuzzi es tan despiadado y sensible como visual. La puesta narra desde la actuación que utiliza la vida de la artista mejicana como materia para pensar un cuerpo apasionado y también desecho. La cabeza de Frida y su manera de trazar estrategias como cuadros que vienen a decir, a establecer planos sucesivos de una forma de entender el propio cuerpo como una obra que es posible rehacer, es algo que estimula a Anganuzzi cuando debe hablar y ser Frida. Nunca, en ese armado del personaje, se pierde como narradora y como un ser diferente que está representando mientras se hunde en la empatía para resurgir como autora de su propia Frida.

La cama inundada de sangre después de cada aborto espontáneo, el gris y el azul que se cruzan como personajes en esa dramaturgia, casi más poderosos que la invocación a Diego Rivera, a la que Anganuzzi acude hasta que consigue que todas esas líneas de fuerza que la hacen crujir en esa cara destemplada por el llanto, la encuentren a ella. El motivo de su pintura, la mujer que se retrató mil veces para descarriar el destino macerado de accidentes.

Una cama triunfal para Frida y una forma de actuación que la ensucie de lágrimas y de mocos para cantar su idea de revuelta. Todo en Frida fue político. Su sensualidad a contramano de una belleza que inventó y que nadie pudo discutirle y su confianza irrefrenable de tener un nombre, más allá de los murales y de la enormidad de Rivera.

Pintarse era una forma de legitimar su diferencia. Todo lo que el cuerpo le deparaba casi como una canción interna, ella lo volcaba en un sinfín de planos visuales, en el confesionario de una política de la intimidad hecha vanguardia, proclama de la revolución mexicana.

Si Bretón le dijo que ella era el surrealismo como obra humana, Frida también era el pueblo. Era la mujer aplastada por un tren que sobrevive y entonces no necesita pintar a los trabajadores porque su política está en unir lo que sólo tendría lugar en el mapa arrebatado de su imaginario, y es eso lo que queda. Una actriz que se calza su zapato rojo. Una mujer que cuenta a otra sabiendo que lleva a escena una interpretación que funciona como mito y que Anganuzzi rompe para volverla propia, tejida por su virtud, resucitada para que esa vida aparezca desarmada en la estructura arbitraria de una evocación.

Hay una Frida escritora que parece mirar lo que ocurre como si pudiera opinar a través de Anganuzzi y borrar el testimonio, pero su ideario es tan real que contagia.

Frida Kahlo. Luces y sombras, escrita y dirigida por Patricio Abadi, con la actuación de Jimena Anganuzzi. Sábados a las 21 en el Centro Cultural de la Cooperación.

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