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Viernes, 7 de octubre de 2016

VIOLENCIAS

La que nadie escuchó

Ayelén Arroyo denunció a su padre por abuso sexual. La Justicia lo excluyó del hogar pero también lo dejó muy cerca. Y no la resguardó a ella. Roque Arroyo asesinó a su hija. El caso muestra el infierno que viven las que denuncian a sus padres en la Justicia.

El 14 de septiembre Ayelén denunció que su papá la violaba. El 29 de septiembre Roque Arroyo la asesinó a golpes en la cabeza y la boca, y de un cuchillazo en el cuello. Su cuerpo fue encontrado en el baño de su casa en el barrio Las Rosas, de Ugarteche, Luján de Cuyo, en Mendoza. Su muerte era evitable pero no se evitó. El fiscal Fabricio Sidoti escuchó a Ayelén y apenas dictó la orden de restricción, sin protegerla de quien era dueño y señor de esa casa y pasaba por la vereda moviendo el dedo sobre su cuello en una amenaza tajante. Pidió una pericia para la víctima sospechada, como todas, de mentirosa, pero no para el victimario. Ahora Sidoti puede ser sometido a jury de enjuiciamiento por pedido del gobernador Alfredo Cornejo. No alcanza. Esa semana en Mendoza también fueron víctimas de femicidio Janet Zapata y Julieta González. No son números. Son ausencias.

Ayelén dormía, junto a sus hermanos Rafael, Fabricio y Luciano (su hermana Marcela vivía en Salta y también había sido violada) y su beba Pili, de 18 meses, a la que Arroyo también habría intentado abusar, en un colchón que apenas levantaba la dureza del piso de machimbre. Sin sábanas ni protección. Ayelén denunció a su papá y la Justicia no le cubrió las espaldas. Su hermano Rafael la puteaba y le decía que había hecho eso para quedarse con la casa y que él la iba a echar de patitas a la calle, la amenazaba con sacar la heladera donde guardaba las leches de su hija y dejaba sin llave la puerta para que ella temblara frente a la intemperie, según cuentan las amigas.

Ayelén falta como las 2094 mujeres que fueron víctimas de femicidios desde que las cuentas extraoficiales las cuentan. Pero Ayelén fue asesinada, como otras 99 chicas, por sus padres o padrastros –y 17 con signos visibles de haber sido abusadas–, según la nota “Padres femicidas”, de Silvina Molina, publicada en Télam, con datos del Observatorio de Femicidios de La Casa del Encuentro que detectó, desde 2008 hasta la actualidad, que 65 asesinos eran padres, 17 padrastros, 6 eran pareja y 11 parejas de las madres de las víctimas. Nada justifica la violación ni la violencia. La sangre y la paternidad menos que menos. Aunque las biblias judiciales se empecinen en santificar de impunidad a los padres denunciados por violencia.

El cuerpo de Ayelén sigue pidiendo que escuchen a las hijas. Un progenitor abusador es un delincuente, no un lazo con el que hay que seguir ahorcando a las víctimas. Hay algo peor que ser una mujer violada. Ser una nena violada. Hay algo peor que ser una nena violada. Ser una nena violada por su padre. Que hablen pero que quienes las escuchen digan que sus palabras son tan pequeñas que no son claras y sus dibujos pueden ser imaginarios y que su violación no deje marcas de ADN de esas que los detectives encuentran claras, como un asesino torpe y mayordomo. Porque aun en el espanto de la violencia sexual se espera que la Justicia crea a las mujeres y jóvenes que denuncian. Y aún en el doble espanto y la doble revictimización –nunca menor– el asco es la impunidad. Con las nenas el asco sube a desesperación y la violación se perpetúa sin metáforas. En la peor de las impunidades ninguna mujer –derogada la ley de avenimiento después del femicidio de Carla Figueroa– sería obligada a ir a tomar un café con su violador para hacer las paces. En cambio, a las nenas violadas por sus padres sí la Justicia las obliga a revincularse y a jugar a las muñecas o merendar en peloteros con quien destrozó su infancia.

Puede ser que alguna trabajadora social o abuela paterna vigile la escena y suele ser que les parece bonito el padre con escenografía y acting de cariñoso, que las aburra la vigilancia y cierren los ojos; que acepten coimas; que no puedan asimilar que digan que es un monstruo el bueno del damnificado por la bruja de la ex esposa o crean que si la nena o el nene no se ponen una bomba para autodestruirse el daño no puede ser para tanto por una manito de más cuando la estaban bañando.

El mayor problema de violencia de género en la Argentina lo sufren hoy las nenas de entre tres y seis años que son abusadas por sus progenitores, que son obligadas –generalmente– a practicar sexo oral como si fuera un juego y un secreto que no le pueden contar a nadie, que son tocadas en sus partes íntimas mientras las bañan y cambian y obligadas a tocar y besar por quien las debe cuidar (sin dejar rastros de fisuras o violencia ni semen que demuestre su culpabilidad) y que no son creídas cuando le cuentan a su mamá, a su abuela, a su maestra o a su psicóloga o médica/o que su papá les hizo daño.

Ayelén es una de esas nenas. Es una de esas nenas que creció sin salida y en silencio. Sin maestras que la ayudaran ni familia que le abriera otras puertas. Y que cuando sintió que la violación no podía seguir ni en sus hermanitos ni en su propia hija se animó a denunciar. Y que cuando denunció el Estado la abandonó y le dijo, apenas, al padre, que no se acercara, sin protección policial ni botón antipático, ni tobillera para el agresor. Y fue su padre quien la mató. Su amiga Cecilia la acompañó en las denuncias y aseguró a la periodista Ana Montes de Oca, de Mendoza Post: “Yo vi como le cerraban todas las puertas” y describió cómo juntaba monedas para ir a denunciar pero en los tribunales le decían que había paro, que vuelva más tarde o que si nadie mantenía a los hermanos se los iban a tener que llevar.

El femicidio de Ayelén duele como el de cada una de las mujeres que faltan, que se vuelven tierra maldita para cuerpos que no respiran y laten en el miedo de cada una de las chicas a las que la violencia les ahoga hasta la autonomía de respirar. Pero el femicidio de Ayelén duele, más, todavía, por las niñas/os (y sus madres protectoras) que se animaron a denunciar el abuso de sus padres y son condenados al infierno de un laberinto al cual hoy el Poder Judicial no da salidas.

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