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Viernes, 28 de octubre de 2016

ESCENAS

Amor eterno

El embrollo existencial de una mujer en la soledad doméstica y con el amor materno como hilo de un relato que nunca decae, en la piel de Marilú Marini.

 Por Alejandra Varela

El texto de Todas las canciones de amor podría haber sido escrito por Clarice Lispector. Tal vez por una versión un poco más eufórica pero tan atenta a los detalles, a ese bestiario hogareño que se esconde entre la pelusa de los muebles, en los actos inesperados que culminan en el quiebre de un cepillo de dientes, o en el tiempo insaciable de una mujer que permanece en su living, dispuesta a la llegada de los personajes masculinos.

Otra vez Santiago Loza deambula por la interioridad infinita de una mujer encendida ante los objetos de una casa silenciosa, enfrentada a la inevitable tarea de monologar pero también de hacer de esa soledad, una ocasión justa para la representación.

Marilú Marini sabe manejar las palabras como materias elásticas, como sonoridades que modela en su pequeña esgrima frente al público. La actriz no está sola como su personaje, tiene una platea que la sigue y allí ella establece su capacidad de contar. La dramaturgia es un relato propio de la presencia borrada de su esposo, al que Marini caricaturiza porque ya no es el destinatario de su amor. En esa esfera de sinceridad en la que ella intenta describirse para buscar destellos de identificación, el amor y las canciones que lo nombran amparan esa relación grandiosa que une a la madre y al hijo.

Como si fuera una Molly Bloom más acotada en la libertad de su inconciente, Marini no puede parar de decir todo aquello que la pronta aparición de su hijo con su pareja precipita a partir de señales, datos narrativos que Loza disemina como una mínima intriga que delata a su criatura.

El hijo regresa enamorado de otro hombre. La madre entiende esa pasión como algo salvaje porque se trata de un afro americano al que ella retrata como hermoso por la fotos en las que su figura, el color de su piel son algo que ella asocia con un mundo que se lleva pésimo con su civilidad aburrida.

Los prejuicios de la madre se calman con un cariño que la lleva a comprender a su hijo, opción imposible para un marido un tanto esquemático del que ella quisiera prescindir en fantasías volátiles que espanta ni bien su esposo se sienta y ella hunde los dedos en la rugosidad de sus pies mientras piensa que “no es fácil ser hombre”.

El personaje de Laura Brown en la novela Las horas no podía eludir la angustia que le provocaba no lograr una torta de cumpleaños perfecta. En esa acción escuálida explotaba un dolor que anuda a las mujeres que deben transitar sus días entre las tareas domésticas. Loza acude a una caracterización que hace de los platos y las copas recursos de una convención, apariencia que funciona como una capa más amable frente a un embrollo existencial que el personaje de Marini no está en condiciones de desarmar. Ella se ocupa, por el momento, de hacerlo aparecer, de demostrar que no hay simpleza en esas mujeres que soportan el gesto despectivo de sus maridos, esa lápida que pide silencio. Ante esa mueca que ella deconstruye y analiza, que detesta y está dispuesta a enfrentar, ofrece la resistencia de la palabra, la persistencia de encontrar entre la imagen del murciélago que dormía junto a su hijo pequeño y el terror de un accidente en pleno vuelo, algo que la reconcilie, que la calme, que le brinde una felicidad propia, sin el beneplácito ni la ofrenda hacia sus hombres.

Las canciones que interrumpen el discurso de Marini son un poco ese imaginario que viene a refrescarla, a permitir que se piense de nuevo entre sus deseos, esos que ni siquiera es capaz de decirse a si misma pero que tienen origen en el único amor que se renueva, que la asombra y anima y que nunca deja de ser correspondido.

Todas las canciones de amor de Santiago Loza, dirigida por Alejandro Tantanián, con la actuación de Marilú Marini, se presenta los viernes y sábados a las 20 y los domingos a las 19 en el Paseo La Plaza.

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