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Viernes, 11 de noviembre de 2016

RESCATES

Ventanas a mí

Sophia Hayden Bennett
1868 - 1953

Cuando demolieron el edificio que había diseñado y con el que había ganado un premio Sophia abandonó la arquitectura. “Demasiado débil”, “demasiado mujer”, dijeron las voces que confirmaban -celebraban- con su renuncia que ese trabajo era un trabajo de hombres. Injusticia repetida. La alumna de Boston que había nacido un 17 de octubre en Santiago de Chile (su madre era chilena y su padre bostoniano) ya había batallado humillaciones cuando con diploma de honor en mano (fue la primera mujer arquitecta egresada del Massachusetts Institute of Technology, MIT), solo conseguía trabajo como profesora de dibujo técnico en escuelas secundarias. Tenía 21 años cuando diseñó un edificio blanco de tres pisos con nostalgia y homenaje por el renacimiento italiano y unos pocos más cuando lo presentó en aquel concurso -World’s Columbian Exposition- y la premiaron.

En la última década del siglo XIX el mundo de la arquitectura norteamericana decidió festejar en Chicago los cuatrocientos años de la pisada de Colón con una exposición y un concurso. El mejor diseño para el Edificio de la Mujer fue el de Sophia Hayden (el Bennett vino después, con marido y vida recluida). El jurado destacó “un estilo delicado, gusto artístico, genialidad y elegancia en el interior”. El menosprecio por venir aparecía en el escenario con disfraz de elogio: “su proyecto tiene atributos femeninos como la delicadeza y la gracia”. Una vez más honores vacíos sin reconocimiento para la mujer arquitecta que recibió por aquel diseño diez veces menos de lo que se le pagaba a un arquitecto. La injusticia repetida continuaba cuando entre andamios, bolsas de cemento y arena ni los aplausos ni el trofeo pudieron librarla del muro que un gremio de varones con reglas T y tableros reforzaba en altura al cielo. Antes había sido el diploma ahora era el plano con laureles. Premio sí, respeto por su diseño, no. El comité de construcción se encargó de exigir a diario cambios en el proyecto original de Sophia, cada una de las modificaciones -como corrección, como enmienda por el inevitable error femenino - desdibujaban la creatividad de la ganadora, su estilo, su marca. Cimentar la creación propia se oscurecía en lo imposible. “Una mujer no puede llevar adelante una construcción”, “no sabe supervisar una obra”, “es incapaz”, dijeron las voces que predisponían sus cuerdas desafinadas para la celebración futura. La obra terminada -estertor de obra propia- fue demolida cuando la exposición terminó. ¿Cuáles eran los escombros que guardaban el espíritu de su lápiz? ¿Dónde morían los materiales que su saber había elegido? ¿Por cuál ventana se asomaba el ejercicio luminoso de su boceto naciente? Un desmayo inventado o escondido, una ausencia momentánea no iba a terminar con la creatividad de las arquitectas que espumaba en el panteón del urbanismo a pesar de la ignorancia prepotente que se obstinaba en destruirla o mejorarla, ¿mejorarla? Detrás del hormigón hecho polvo el rastro de Sophia se perdió en Winthrop, Massachusetts, donde volvió después del derrumbe y donde formaba parte de grupos de mujeres activistas.

Cuando llegó el siglo XX se casó con el artista William Blackstone Bennett y abandonó el mundo del diseño urbano, las ciudades del mañana iban a perderla o a buscarla en el dibujo de otras manos de mujer que en escalones de espera despiertan a las huellas digitales y continúan librando -completando- su batalla mutilada.

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