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Viernes, 7 de mayo de 2004

TEATRO

Esirpe real

Lo que se hereda no se roba: actriz de amplísimo registro, Tina Serrano, hija del legendario Enrique, porta genes de capacómica, pero también puede hacer llorar a las piedras. Enorme actriz que nunca alcanzó rango estelar, hoy estrena, junto a Julieta Ortega, una rara pieza de Horacio Quiroga, bajo la dirección del maestro Roberto Villanueva.

 Por Moira Soto

He hecho de todo, no le hice asco a nada, lo popular me encanta. Todo lo encaro lo mejor que puedo, fui educada así y después, por propio convencimiento he practicado esas pautas a conciencia pura”, declara Tina Serrano, una de las grandes actrices locales, capaz de ir de Peter Handke (Las personas razonables están en vía de extinción) y Thomas Bernhard (Almuerzo en casa de Ludwig W.) a dirigir monólogos de Griselda Gambaro y después pasarse a las huestes de la tira Resistiré y hacer a una inolvidable tía incestuosa. “Creo que fue interesante el trabajo que hicimos con Claudio Quinteros en esa novela. Todo empezó como una cosa muy incierta, pero había algo que nos llevaba a presentir que iba a valer la pena. Y sobre todo, había un equipo dispuesto, desde la maquilladora Elsa, a la que conozco hace mucho, la apuntadora, para mí tan importante porque soy de las que respetan las letras al máximo. Fue fantástica la relación con Claudio, un pibe muy talentoso, maravillosa persona: entramos a armar ese raro intercambio entre tía y sobrino, una pareja muy inusual, muy lanzada. Yo que siempre fui soporte en la tele, aquí sentí que tenía un lugar fuerte, casi un coprotagónico, como muchos en el elenco por lo bien balanceadas que estaban las historias. Tendría que nombrar a todos los actores, a los directores, a los técnicos. Recuerdo con muchísimo cariño ese trabajo: me permitió mostrar distintas vetas de esa villana tan especial, siempre al borde de todo. Valía la pena levantarse a las seis y media de la mañana. Y lo bueno es que la gente, por la calle me habla con mucho afecto, saben diferenciar la persona de la actriz, no me confunden con el personaje.”
Aunque le encanta el cine (“lamentablemente no pude estar en La niña santa por causa de Resistiré, pero admiro a Lucrecia Martel, ojalá me vuelva a convocar. Llamame, por favor, Martel, para hacer lo que vos quieras”) y no desdeña la TV, está claro que el verdadero hogar artístico de Tina es el teatro, al que ama apasionadamente. Tanto que no se cansa de proponer que se incorpore su enseñanza a la escuela primaria, a la secundaria: “Que los chicos tengan acceso a los mecanismos de la dirección, de la actuación creo que sería muy estimulante y enriquecedor para ellos, elijan o no más tarde el escenario para trabajar. Ayudaría a formar espectadores, lectores, ya que la tele abierta no les da espacio a estas manifestaciones. Todos necesitamos ilusionar, proyectar sublimar por el lado del arte para vivir mejor”.
La hija del legendario capocómico Enrique Serrano recuerda que su padre empezó en el circo criollo muy joven, “una extraordinaria escuela en la que le pedían cinco cosas: saber tocar un instrumento musical, hacer algo –tipo malabares– con las manos, andar a caballo, usar el facón y dar un salto mortal. Tiempo después, hubo una ley que prohibió al circo criolloentrar a la Capital alegando que se trataba de marginales, gente de avería. Sin embargo, como decía mi padre: te exigían más que el Actor’s Studio. Lo del salto mortal es perfecto como metáfora porque cualquier forma de actuación es ponerse del otro lado. El actor, la actriz, aunque ya no existan los cómicos de la legua, sigue siendo un ser itinerante, sin un trabajo estable, siempre con nuevos proyectos entre manos”.

Por derecho propio
“No estoy en el star system pero vengo de ahí, porque mi viejo era toda una estrella popular”, recuerda Tina Serrano. “Gracias a la plata que ganaba pude tener una buena educación, que fue lo que me salvó la vida, porque herencia material no me dejó ninguna. Mi padre no fue previsor, no compró propiedades, pero vivíamos como los dioses. Tampoco me ayudó en el teatro, porque yo empiezo casi cuando él se muere, en el ‘64. Mi viejo decía que había que empezar de abajo, cumplir el escalafón, que para ser domador había que barrer muchas veces la jaula del león.”
–¿Ser la hija de Enrique Serrano fue a la vez una bendición y una maldición?
–Y sí, tal cual. Para tanta gente yo era “la hija de...”, lo que venía acompañado de un “ay, tu papá, qué maravilla”. Poder despegar de padres famosos es bravo, encontrar tu propio lugar, no sentirte una usurpadora. No por nada, muchos hijos de famosos se quiebran.
–¿Cómo zafaste de la ventaja y el handicap de tener un padre tan aplaudido, tan carismático?
–Y tan bon vivant, además... Arduo de superar. Pero justamente, el escenario es el sitio donde puedo encontrarme de una manera muy saludable. He sido muy tímida, muy corta, me tiré más para el under porque me sentía más contenida por el equipo. La verdad, no tenía la autoestima muy alta.
–¿Nunca tuviste la ambición de centrar la carrera en vos misma?
–Más bien he tenido muchas veces la idea de dejar la carrera, aunque parece que está en mi destino ser actriz. Me importa mucho la dirección, he aprendido un montón de Roberto Villanueva, siempre atenta a cómo maneja el texto, las ideas sobre la puesta. Por otra parte, como soy del gremio, quiero mucho a los actores, sé cuándo acariciarlos y que no hay que pedir cosas antes de tiempo para que no se congelen. Tengo ese proyecto de dedicarme a dirigir.

Villanueva forever
“Trabajar con Roberto Villanueva para mí es lo más”, sostiene la actriz a punto de estrenar esta noche en el Cervantes Las sacrificadas, de Horacio Quiroga, encabezando un elenco en el que figuran Julieta Ortega, Rafael Ferro, Jean-Pierre Reguerraz, Diego Pedreo, Mariana Richaudeau y Pablo Rinaldi, con funciones de jueves a domingos. “Hay entre nosotros unentendimiento más allá de la obra que podamos estar haciendo. Es un director que le da mucho tiempo al actor, deja que se vaya adueñando de su personaje, de la pieza misma en su conjunto.”
–Esta obra tiene el antecedente del cuento Una estación de amor, que aporta vívidas descripciones del ambiente y los personajes, el punto de vista del chico locamente enamorado pero con los prejuicios de la época respecto de la pureza, a la que adjudica un valor supremo.
–Sí, y está todo ese espíritu trágico que animaba a Quiroga. Hay muchos enigmas detrás de esta historia, es muy rara la pieza que se mantiene cerca de la estructura del cuento, que empieza en Concordia, Entre Ríos, sigue en Buenos Aires y culmina en la selva chaqueña. Hay todo un lenguaje, un estilo del habla que corresponde a la época y que para los actores no fue fácil incorporar. Es como otro sistema de pensamiento. En el caso de mi personaje, además, como se trata de una morfinómana, se divaga, se pierde por ahí... Es una energía que sufre interrupciones, un rol muy exigente. Pero yo estoy contenta y tranquila, hoy por lo menos me siento así. Seguramente, a la hora del estreno se me va a secar la boca, me va a pasar de todo, de modo que cuento con eso.
–Es francamente una madre terrible tu Julia, la verdadera sacrificada es la hija.
–Es tremenda, dominante, celestinesca, no tiene empacho en entregar a la hija. En su estado desastroso, cuando ya madre e hija están en Buenos Aires, se diría que no tiene otra opción para mejorar su situación. También, es fácil ser digno cuando la subsistencia está asegurada.
–Hay algo, sin embargo, que le da otra dimensión a tu personaje: esa voluntad que tiene de que el padre del novio incline la cabeza, hociquee ante ella, la drogadicta amante de su cuñado, objeto de los chismes del pueblo.
–Ah, claro: “Quiero que el doctor venga acá, que se presente y doble el cogote. El y toda su Concordia ¿acaso no se han hartado de ponerme por el suelo?”, dice ella. Julia sabe perfectamente lo que se dice de ella, es una lucha de clases lo que se produce. Ella sabe mucho sobre el doctor Nébel, cosas que a él no le conviene que salgan a la luz: negocios sucios, toda una tramoya detrás de sus aires de respetabilidad. De esos temas Julia habla muy fuertemente en el primer acto, que es cuando se provoca la separación de los dos chicos, un gesto de gran crueldad. Dos criaturitas atravesadas por el primer amor.
–Un primer amor teñido de la morbidez característica de Quiroga...
–No casualmente, él admiraba mucho a Edgar Allan Poe. Acá hay parentescos con Berenice, Eleonora, está esa forma de amar desesperada, idealizadora. Y sí, hay un retorcimiento muy especial para relatar ese amor loco que, obviamente, está destinado al fracaso. Los dos chicos son víctimas de sus mayores. Te voy a decir que al principio tuve mis dudas, me costó entrar, tenía ganas de hacer humor.
–¿No te habías divertido lo suficiente con la tía Leonarda de Resistiré?
–Sí, pero no tanto en los últimos tramos. Pero no tardé en empezar a manejar el personaje, la pieza. Tuve que encontrar a esta Julia que al principio rechazaba. Por otra parte, Julieta Ortega está divina como Lidia, la joven hija, da una cosa bien criolla. Y yo también creo que soy una actriz muy argentina, no tengo tics europeizantes. Me encantó que mi hija, después de ver una pasada, me dijese: “No parecés una actriz sino una persona”. Veremos qué dice el público, la crítica.
–Digamos que vos has sido habitualmente valorada por tus trabajos teatrales.
–Es cierto, he sido muy afortunada, nunca me dieron un palo. A lo mejor, me llegó la hora de recibirlo (risas). A Roberto siempre le hago el mismo chiste: “Esta vez se van a dar cuenta de que no soy una actriz”.
–¿Encontraste en Julia algún filón humorístico?
–Sería fácil, pero prefiero evitarlo porque caería en una macchietta. Pero no puede negar que tiene cosas muy graciosas esta mujer. Sin duda, la gente se va a reír, pero con un fondo de amargura. Hay frases de ella, entre el despiste y la torpeza, que me quiero cuidar de no mandarlas acentuadas para no producir ese efecto reidero que desviaría el espíritu del melodrama que está impreso en toda pieza.
–Lidia, el personaje de Julieta Ortega, en cambio, no tiene una línea que pueda ser tomada en broma.
–No, y ella lo hace de manera muy responsable, muy dedicada. No agarró televisión para consagrarse a Las sacrificadas. Quería estar muy concentrada, contentísima de trabajar con Roberto Villanueva, conmigo. Se adaptó rápidamente al enfoque del director y de verdad, es muy lindo lo que hace. La última escena, tan penosa entre dos personas destrozadas para siempre, está muy lograda.
–¿Es muy duro morir en escena?
–Es muy bravo, lo que más me asustó de la obra. Llega esa muerte después de un camino de autodestrucción feroz, Julia muere con terribles dolores. ¿Sabés lo que es hacer todas las noches esa escena? Ella está muy reventada, al final es como una especie de bicho. Me informé bastante sobre su estado: parece que el sufrimiento muscular cuando pasa el efecto de la morfina es intolerable.

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