las12

Viernes, 18 de junio de 2004

HOMENAJE

Las Lizaso

Silvia Lizaso y su madre, Nelly Leveratto, son sobrevivientes de una familia devastada: diez de sus miembros fueron asesinados o desaparecidos por la represión de las dictaduras militares. Ambas vieron transcurrir hechos emblemáticos de lo más violento de la historia argentina, como la masacre de José León Suárez de la que la semana pasada se cumplieron 48 años.

Por Noemí Ciollaro

Las Lizaso”, como las llaman con afecto en Vicente López y en la zona norte bonaerense, vivieron una época en la que la militancia política era un terreno casi eminentemente masculino, y en la que muchas mujeres tenían una participación secundaria a la que no se denominaba militancia. No obstante, algunas de ellas pagaron hasta con la vida sus parentescos sanguíneos y afectivos con esos hombres.
Silvia y Nelly hoy viven juntas en un pequeño departamento de la Capital Federal, con sus perros Upa y Sur. Atrás, pero no en el olvido, quedó la casa grande de Vicente López llena de chicos, vecinos y compañeros; las reuniones secretas en las que escuchaban grabaciones que Perón enviaba desde Madrid; las fiestas familiares con todas las sillas ocupadas; las carcajadas y la esperanza a flor de piel.
Nelly cumplirá en septiembre ochenta años, su pelo blanco enmarca una mirada aguda, serena, a veces húmeda por los recuerdos. Jubilada como docente, hoy recorre escuelas, plazas y talleres narrando cuentos, para incitar en los chicos la fantasía y la creación. Habla con amor de Arnaldo Lizaso con quien se casó en 1923, y de sus familiares muertos y desaparecidos. Cuenta anécdotas de los tiempos clandestinos de la resistencia peronista, cuando le delegaban tareas de riesgo que debían ser realizadas por mujeres para no despertar sospechas. No obstante, afirma que nunca fue militante.
–Lo que yo podía ver en relación a la militancia o la política era lo que contaban Arnaldo, o mi suegro, Pedro, lo que se charlaba en las reuniones que se hacían en la casa de Jauretche o de Scalabrini Ortiz, en Olivos, a las que íbamos las mujeres con nuestros maridos. Aunque las decisiones se tomaban en ámbitos menos familiares donde las mujeres no participábamos. El verdadero salto se produjo a partir del 9 de junio de 1956, con los fusilamientos de José León Suárez, donde lo mataron a Carlitos Lizaso. Eso nos cambió la vida, tuvo un peso inmenso en la familia. Ni siquiera pudimos velarlo. Pero el 10 de junio a la mañana, cuando llegamos a la fosa abierta en el cementerio de Olivos, a los costado había flores; la gente de la zona norte las había dejado allí. Esa imagen la tengo tan grabada que es como si la viera ahora. A Carlitos lo trajo un furgón del Ejército en un cajón cerrado, no dejaron que nadie lo toque, dos soldados lo bajaron a la fosa con sogas. Los fusilados de José León Suárez fueron enterrados como traidores a la patria. Fue muy doloroso. Después Arnaldo se metió de lleno en la Resistencia, llegaba de madrugada, los sobresaltos eran comunes. A los cinco meses de los fusilamientos, murió mi suegro en Uruguay, se había exiliado en Montevideo con Jauretche, abrieron juntos un almacén (bar), pero el viejo Lizaso no pudo sobreponerse a lo de Carlitos, murió de un infarto. Empezaron las inquietudes constantes, el pensar que Arnaldo salía y no se sabía si volvía, andaba mucho con Rodolfo Walsh, loayudó en la investigación de la masacre. Pero también estaba la solidaridad de todo el barrio, la lucha que continuaba, la esperanza de los proyectos comunes.
Silvia tiene cincuenta y tres años y en sus gestos están presentes la frescura y la esperanza, aún le queda mucho por hacer, dice, para compensar los años en los que la vida le mostró su lado más oscuro. Cuando fusilaron a su tío Carlos en José León Suárez, tenía apenas cinco años.
–Sin embargo tengo recuerdos muy vívidos, Carlitos era alegre, divertido, cantaba; recuerdo su voz, su carcajada, jugaba con nosotras; mi hermana Mirta y yo lo adorábamos. Su ausencia primero fue incomprensible, fue mi primer contacto con la muerte. Poco después murió el abuelo Pedro, en esa época empecé a vivir las cosas que pertenecen al campo de lo que no se puede decir, los silencios. Dejaron de existir las fiestas, todo era lágrimas, ausencias. Cuando empecé la primaria recuerdo que todos los 9 de junio faltábamos a la escuela, era nuestro día de luto, el aniversario de los fusilamientos. Papá nos decía que si alguien nos preguntaba por qué faltábamos a clase, teníamos que contestar que había sido por el aniversario de los fusilamientos de José León Suárez. En la época de la Resistencia la familia estaba muy activa, yo era muy chica, no sabía detalles, pero lo que percibía era que ocurrían una serie de cosas en el ámbito cercano sobre las cuales había que mantener mucho silencio. Las medias palabras son algo muy fuerte en mi vida. Mi hermana y yo nunca militamos, ese no es un detalle menor. En la década del `70 toda la familia estaba lanzada a la militancia y papá nos juntó a Mirta y a mí y nos hizo un pedido que le surgía de las entrañas, dijo que necesitaba saber que nosotras no íbamos a estar expuestas a nada que significara que él pudiera perder a alguna de sus hijas, que no lo podía soportar. Esto implicó por ejemplo que no pudiéramos ir a Ezeiza cuando volvió Perón. Yo lo acepté porque comprendía el dolor de papá. Después no decía nada y me iba sola a las marchas y a los actos, me escondía para que nadie me reconociera, pero necesitaba ir. Esa forma de andar sola me quedó hasta después de la muerte de papá, en 1996. A partir de allí empecé mi militancia en derechos humanos en zona norte. Pero antes fui respetuosa de su deseo hasta el caracú, aunque creo que fue ingenuo pensar que estábamos resguardadas, de hecho a la primera persona que secuestraron fue a mi tía Tití, que tenía sesenta años y no militaba. A mí me tocó contarle a papá la desaparición de mis tíos Jorge, Miguel y de mi prima, China.
Por el golpe del ‘76 tuve que abandonar mi carrera, estudiaba Letras, no podía correr el riesgo de ir a la facultad. Estuve años convencida de que moriría en cualquier momento, no me casé, no tuve hijos; no podía concebir la idea de futuro, no podía proyectar. Cuando se llevaron a todos tuve un cuadro anímico serio, llegué a no poder salir de casa, no atendía el teléfono, me caía en la vereda. Tenía terror de que me dijeran que habían matado a alguien más. Me costó años y tratamiento psicológico superar todo, el hecho de que papá estuviera vivo, aunque exiliado, nos ayudó mucho. Ahora trabajo en la reconstrucción de la memoria, en San Fernando, San Isidro, Tigre, la zona de los Astilleros, rescatamos historias de la militancia. Trabajo sobre el eje verdad, memoria y justicia y sobre todo lo que sucede hoy, creo que nuestra tarea es sumar voluntades y reconstruir este país donde se sigue matando a los jóvenes.

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