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Viernes, 23 de julio de 2004

ARTE

Sofisticadamente Tamara

Tamara de Lempicka, icono del art-déco, suerte de amazona que supo capturar la esencia del modernismo, siempre está volviendo. Ahora mismo es la elegida de la Royal Academy of Arts de Londres para mostrar una cuidada selección de sus obras y convocar a sus elegantes seguidores. La respuesta no pudo ser mejor: la muestra estará colgada hasta el 30 de agosto, pero los fans hacen cola para verla lo antes posible.

Por Felisa Pinto

Tamara siempre vuelve. Desde que nació en Moscú, en 1898, hasta que murió en Cuernavaca, México, en 1980. Siempre está allí, para los fanáticos de su estilo, que no se detuvo en la pintura sino también se extendió a la moda y la decoración del siglo XX. Especialmente en los años 20 y 30, y con casi mayor éxito entre sus seguidores del revival del art-déco, en los años 60, cuando París la resucitó entre los jóvenes que no la conocían y quizás entre los artistas que siempre consideraron su arte como estrictamente decorativo y algo frívolo. Esta mujer independiente, tanto bella como caprichosa y dueña de un estilo de vivir y de pintar, desprejuiciado, fue hasta ahora el icono del art-déco primero elitista y luego de los 60, masivo entre los que aman la sofisticación y la nonchalance elegante, ya sea genuina o inventada. Esa elegancia del período de entreguerras (1920-30); esta suerte de amazona, que supo capturar la esencia del modernismo, es ahora la elegida por la Royal Academy of Arts de Londres, en una bien elegida muestra de sus obras, para convocar nuevamente a la “beautiful people”, como se denominó en los 60 a sus seguidores descontraídos y elegantes. La exposición cierra el 30 de agosto y hay que sortear colas larguísimas para visitarla. Icono del artdéco, como la denominan ahora, que se vuelve a hablar del revival de esa corriente que nació en 1925, en el Salón de Artes Decorativas en París. Allí hicieron furor el cubismo, la geometría que muchos trasladaron a la moda y la decoración. En los años 70, la locura por el déco se convirtió en deco (en inglés), cuando Miami con su arquitectura de ese estilo pero en versión masiva desplazó entre el público fashion victim al sello original de los 30, de Mallet Stevens con sus casas cuadradas y blancas del barrio chic de París, el 16 arrondissement.
Desde entonces, los iniciados en el déco, instalados en Norte y Sudamérica, asocian el estilo a las flappers, la ley seca, el charleston y el jazz, o la pareja decadente de Zelda y Scott Fitzgerald, en sus andanzas por París. Todos sus códigos estaban reflejados en la pintura de Tamara y en su vida. Ella reflejaba, dicen los críticos, un mundo amable y fácil. Despreocupado y sensual que buscaba aturdirse luego de la guerra del 14-18. Un arte que les interesaba a los ricos y testimoniaba sobre la vida moderna como, por ejemplo, Lempicka. Ella encarnó como pocas esa atmósfera aristocrática, distendida y sensual a la vez. Sin conflictos, casi.
En realidad, Tamara reflejó, en cada trazo, su propia vida y personalidad, amén de una belleza impar.

La vida loca
Tamara había nacido como María Gorska, en 1898 en Moscú dentro de una familia rica y al filo del siglo XIX. Sus padres se divorciaron cuando era chica por lo que se fue a vivir con su abuela, más rica, quien nunca se cansó de ofrecerle regalos tan gratificantes como buena ropa y muchosviajes, amén de buenas maneras y gustos caros. Empezando por la borda de grandes paquebotes de lujo y amistades cosmopolitas que luego continuaron en sus colegios suizos.
Sin embargo, Tamara tenía la elegancia de recuperar sus raíces en los veranos igualmente millonarios de San Petersburgo, junto a su tía Estefanía, casada con un banquero millonario, que tuvo además el buen gusto de amoblar sus casas con la casa Jansen de París y símbolo del mejor status mundial. No era raro entonces, que el olfato y el estilo de Tamara se desarrollaran sin titubeos en ninguna clase.
Apenas cumplió 16 años en 1914, cuando empezaba la guerra, como si nada pudiera distraerla, se enamoró locamente del más guapo de los bachilleres de su colegio en ese momento, en Varsovia. El apuesto Taduesz Lempicki con quien se casó, cuando éste se recibió de abogado, sin un centavo, desde ya. Por eso, el tío banquero proveyó la dote de Tamara como para que Tamara no extrañara nunca su alto nivel. Un año después de casados, el bello Taduesz, fue arrestado por los bolcheviques, y Tamara, cual la mejor heroína del mejor film de Greta Garbo, y sin saberlo entonces, sedujo a varios bolcheviques y lograron escapar a París, adonde comenzó su agitada vida artística, mundana, aristocrática.
No bien se instaló en París, María Gorska, ahora Tamara de Lempicka, devino fervorosa estudiante de arte y asistente devota de los talleres de André Lhote y Maurice Denis, inscriptos en el cubismo incipiente y el fauvismo. Ambos maestros descubrieron el lenguaje rico e imaginativo de la pintora, quien a pesar de tener aires neoclásicos echaba mano de la geometría en las formas fuertes y arquitectónicas, armonizándolas con colores restallantes, antes ajeno a la paleta de las pintoras. La estética de las máquinas, inspiradas por Leger, también figuraba en sus retratos como fondos realmente nuevos.

Sofisticación urbana
Lempicka no tardó en convertirse en la retratista art-déco que elegía una clientela elegante para perpetrar un documento de familia, totalmente diferente de los que se veían sobre la chimenea de salones señoriales.
Entre las dos guerras Tamara pintó, en poses y fondos de interiores modernos a artistas, empresarios, mujeres exóticas y desprejuiciadas, dignas del mejor cine de Lubitsch, por ejemplo. La duquesa de La Salle, el barón farmacéutico Boucard, con su delantal impecable blanco y un microscopio en la mano, o apuestos militares de la nobleza exilada en París, entorchados y pulcros con sus uniformes coloridos. Sin olvidar el retrato de su marido y su autorretrato, al volante de una Bugatti verde, o los varios de su hija Kizette. El desnudo de una pareja de cuerpos esculturales con fondo blanco y trazos cubistas como fondo, llamado Adán y Eva, fue deslumbrante entre sus clientes, que se atrevían a cualquier indicación de la pintora..
En pleno éxito y con buen dinero y más segundo marido el barón Raoul Kuffner, millonario de verdad, se instalaron, sin embargo, en Hollywood, en la ex casa de King Vidor en Beverly Hills, adonde reinó entre las divas del cine sin estado nunca en la pantalla. Partió no mucho después desechando el oropel hollywwodense hacia Nueva York, a un suntuoso departamento que amoblaron, esta vez nada menos que con mobiliario que ella y el barón rescataron del Estado húngaro. Y con el mismo ritmo de opereta vienesa. Allí hicieron la vida frenética en Manhattan, desde el 43 hasta el 62. Ese año empieza el desencanto de Tamara cuando el barón se murió y la llegada de vientos nuevos de la pintura abstracta y concreta abatieron a Tamara, quien sufrió la indiferencia de la crítica neoyorquina, jurando no exponer nunca más. Su decisión duró hasta que en 1966 un grupo de marchands jóvenes montaron la exposición “Los años 25”, en París. Y allí, desde Yves Saint Laurent hasta los fabricantes de textiles y accesorios volvieron a enamorarse de Lempicka, inundando el mercado mundial con su inspiración geométrica y elegante.
A pesar del brillo recobrado otro desencanto para ella no menor, esta vez se produjo hacia 1978, cuando Tamara confesó estar derrotada por la vejez y ausencia de glamour. Para remediar su ánimo se refugió en Cuernavaca, en la casa Tres Bambúes. Instalada en medio de la selva y la naturaleza, logró olvidar el art-déco, sustituyéndolo por un sello japonés despojado y casi zen. Allí pintó muchos y maravillosos retratos de su hija Kizette, pero también, en lugar de amazonas y apuestos engominados estupendamente bien trajeados, retratos de religiosas y flores tropicales, siguiendo a sus famosas calas blancas de su período art-déco.
La compañía fervorosa de jóvenes seguidores de su estilo no lograron conformarla. En 1980, luego de una vida glamorosa y agitada, murió plácidamente en su sueño, con su hija Kizette a su lado, quien luego desparramó sus cenizas desde lo alto del volcán Popocatepetl.
Un final cuya estética y mise-en-scene hubiera seguramente aprobado Tamara.

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