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Viernes, 30 de julio de 2004

Los pasos de Clara

Hubo un tiempo en el que Clara Sajnoveztky subía y bajaba las escaleras de Tribunales por sus propios medios. Era una mujer independiente y aguerrida que gozaba de la ropa nueva, el perfume francés y las cenas en restaurantes del centro. Que se ocupó de construir un mausoleo acorde a la memoria de su padre, que mantenía a su madre como a una reina, cuidaba de su hermano menor e inventaba negocios para dar trabajo a una familia numerosa a la que siempre se sumaba algún miembro político. Caminaba con dificultad, es cierto. Pero la dificultad la acompañó desde que tiene memoria: un día de Reyes, cuando todavía no había aprendido a caminar, la polio tomó su cuerpo en un raid que, cuando empezaban los años 50, amenazaba a cualquier niño imponiendo mucho más terror que el hombre de la bolsa. Cuando Clara dio los primeros pasos, después de que su madre se cansara de que ella se golpeara mil veces por alcanzar lo que su cuerpo inerte no podía, había cumplido los cinco y tenía un corset ortopédico que la sostenía desde el cuello a los tobillos. Pero aprendió a valerse sola, aprendió a convivir con los chicos de su escuela, aprendió letras y palotes y a cuidar a su hermano que llegó cuando ella tenía siete, con tantos problemas de salud como ella misma.
Clara es una mujer independiente y aguerrida. Aunque ahora mismo se estén cumpliendo ocho años y cuatro meses desde que está detenida. Estafa reiterada agravada por su situación profesional, decía la carátula y por ese delito recibió una pena de quince años. Es sorprendente, dice el criminólogo Elías Neuman, el delito de estafa tiene una pena máxima de seis años. Es sorprendente, dirá cualquier penalista al que se consulte, ni siquiera hay estafas al Estado que hayan recibido una pena tan dura como la que recibió Clara. Pero es algo común encontrar penas sorprendentes en un penal de mujeres, mucho más duras que las que reciben los hombres por delitos equivalentes. Neuman lo ha corroborado en años de experiencia e investigación en el ámbito penal. Clara, en cambio, lo ha vivido en carne propia. Y en su caso, la mención de la carne remite a su cuerpo. Apresado por la cárcel pero también por el avance de una enfermedad degenerativa que multiplica su prisión hasta convertirla en violación expresa de sus derechos humanos. Antes de ser detenida, una cámara oculta la mostró subiendo las escaleras de los Tribunales federales de Comodoro Py sin más ayuda que sus dos muletas. Por esas imágenes robadas que tanto la enojaron entonces se colocaron las barandas a los costados de las mismas escaleras. Casi una década después Clara se moviliza con extrema dificultad. Sin rehabilitación, sin ejercicios adecuados, su movilidad se ha disminuido al punto de que no puede prescindir del remise que la lleva y la trae al penal. Y sin embargo cuando llega, cerca de las once de la noche, pasan más de 45 minutos antes de que pueda alcanzar su celda, en el anexo donde habitan las internas de buena conducta. Si tiene que esperar de pie que le retiren sus documentos, con el metal de su aparato ortopédico lacerándole la piel, no es un problema para las guardiacárceles. Ella no es distinta del resto y todas están presas de esas trampas burocráticas que hacen de la prisión muchas prisiones.
Siempre tuvo un carácter jodido, dice. Pero ahora es peor. Será que siente que el tiempo se le escurre. Que ya no puede gozar como antes de los estudios de sociología que está terminando –y que empezaron al mismo momento en que la carrera se instruyó en la Unidad Penal Nº 3 de Ezeiza, en 1996–. Que ni siquiera su trabajo de artista en el taller La Estampa de serigrafía, que dictan los artistas Coco Bedoya y Mercedes Idoyaga, le dan respiro a ese ahogo por una justicia que no es ciega sino que ve, ve perfectamente a quién sanciona y a quién premia. Es la arbitrariedad del sistema penal, dice Clara. Es esa necesidad de golpear la reja cuando por cualquier motivo, como el jueves pasado, la celadora le dice que no puede salir a la calle aunque ése es para ella un derecho ganado. Era la salida de estudio para esta mujer de 53, abogada, escribana y casi socióloga, que supo dar clases a las más jóvenes y compartir su saber con todas las compañeras que lo necesitaron en estos ocho años y cuatro meses. Nadie se hizo responsable cuando finalmente salió a la calle, de la orden que en principio le negó la salida. Son los vericuetos del sistema carcelario, las arbitrariedades que convierten a cualquier guardia en soberano.
Hay que tener paciencia para aprender a lidiar con el sistema. Hay que estar muy bien plantada, como Clara, a pesar de sus muletas y sus prótesis. Basta decir que pasó un año y casi dos meses completos desde que le ofrecieron un contrato de trabajo al que se impugnó una y otra vez hasta que consiguió su primera salida laboral, el domingo pasado, para atender un puesto en la feria de Mataderos. ¿Qué era lo que estaba mal? ¿Acaso algún problema de conducta? No. Arbitrariedades, ni más ni menos.
Clara, que compartió su primera noche en el penal como cualquier otra, con alguien más en el mismo colchón, con la solidaridad inmediata que se da entre mujeres sin preguntas, vio cómo la población se multiplicaba en estos años en un cien por ciento. Sabe que en Ezeiza hay chicas que festejan sus quince aunque esté prohibido, que cada vez son más las que tienen menos de 20 y discuten con las mayores si es mejor equivocarse cuando la vida comienza o cuando ya se tiene una hecha. Ahora está en el tramo final de una condena que le robó parte de su cuerpo, que lo deformó más de lo necesario; aunque ella prefiera contar lo aprendido y dejar para más adelante la denuncia por una causa sorprendente que siguió su curso en silencio, con un juicio mediante en el que no se le permitió presentar pruebas. Ya habrá tiempo para eso. Ahora consiguió, después de un año, que le permitan trabajar. A ella que se confiesa una artista de las mesas de dinero, que vendía el humo sin prender el fuego, y que ahora se dedica al arte como otra forma de ofrecer ficciones, más inofensivas seguramente. Ahora es el tiempo de empezar a volver a la calle, sin ansiedades, sabiendo que no hay ninguna maravilla del otro lado de la reja. Y que si aprendió a morder el polvo como lo hizo, ese saber no se desprecia. Aunque no vaya a volver al penal cuando consiga la libertad porque en sus planes está Mar del Plata, el mar, un horizonte sin rejas, un viento que le llene los pulmones.

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