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Viernes, 6 de agosto de 2004

CINE

Angeles del hogar (muy a su pesar)

El sueño de todo marido machista y antidemocrático es tener en su casa a una mujer-robot que haga las tareas domésticas sin chistar durante el día, y que por la noche sea una amante complaciente. El estreno cinematográfico de esta semana, Las mujeres perfectas, protagonizado por Nicole Kidman, realiza esta fantasía y la tiñe de (humor) negro.

Nuestra casa no ha sido más que un cuarto de juegos. Y yo, tu esposamuñeca”, le decía Nora a su marido Torvaldo, antes de dar el sonado portazo al final de la pieza Casa de muñecas, de Ibsen. “¿Sirvo yo para educar a mis hijos? Hay otra tarea que debo realizar primero: tengo que intentar educarme a mí misma. Y por eso voy a dejarte.” El azorado Torvaldo le recordaba entonces a Nora que “los más sagrados deberes de la mujer son los relacionados con la familia: antes que nada eres esposa y madre”. Y ella le retrucaba: “Creo que sobre todo soy un ser humano, o por lo menos debo intentar convertirme en uno”.
Si Torvaldo hubiese vivido cien años más tarde en el pueblito ultraconservador inventado por Ira Levin para su novela The Stepford Wives (editada localmente como Las poseídas de Stepford), seguramente habría hecho robotizar a su rebelde esposa para que se consagrara obedientemente a las labores tradicionales femeninas, sin descuidar por eso la coquetería. El autor de El bebé de Rosemary –relato sobre la demonización del embarazo de una joven casada, al que Roman Polanski otorgó inquietante ambigüedad al filmarlo– encabezó Las poseídas con una cita de Simone de Beauvoir acerca de la renuencia masculina a reconocer la autonomía femenina, que trasparentaba –por si a alguien le quedaba alguna duda– el trasfondo crítico de su novela, vagamente encuadrada en la ciencia-ficción (nunca se dan detalles técnicos respecto de cómo se convierte a mujeres inteligentes, profesionales, independientes en muñecas dependientes y complacientes).
De todos modos, más allá de la relativa calidad literaria de este libro, hay que reconocerle a Levin su actitud corrosivamente antimachista allá en los tempranos ‘70, y algún ingenio al aplicar la idea de la autómata a mujeres casadas para volverlas exclusivamente limpiadoras, lustradoras, planchadoras, cocineras, jardineras, es decir, al pleno servicio de maridos e hijos. Este deprimente panorama es el que va descubriendo Joanna Eberhart a poco de instalarse con su marido Walter y sus dos hijos en esa localidad suburbana de Connecticut, demasiado prolija y ordenada, con las mujeres siempre atareadas en sus casas, eficientes, incansables y en apariencia felices. Mujeres esbeltas y de continuo acicaladas que parecen escapadas de un aviso de polvo jabonoso o de lavarropas.
Nada que ver, desde luego, con el malestar que Betty Friedan empezó a detectar e investigar en 1957 y que daría como resultado la publicación del básico ensayo La mística de la femineidad (The Feminine Mystique, 1963). En los ‘50, después de la guerra, las mujeres que habían salido a trabajar fueron devueltas abruptamente a sus hogares y empezó toda una campaña celebrando ese regreso: “Ser ama de casa en un barrio residencial era el sueño dorado de todas las jóvenes norteamericanas y la envidia de las mujeres de todo el mundo, se afirmaba en los medios. Liberadas gracias a la ciencia y los electrodomésticos de sus duras faenas, de los peligros del parto y las enfermedades de las abuelas, eran sanas, hermosas y estaban bien preparadas para ocuparse sólo de sus maridos, sus niños y sus casas. Habían encontrado la verdadera ocupación femenina. Podían elegir libremente sus automóviles, sus vestidos, sus electrodomésticos, sussupermercados: tenían todo lo que la mujer había soñado siempre”, anotó irónicamente Betty Friedan.
Pero detrás de ese cuadro idílico estaba “el problema que no tenía nombre”, una insatisfacción difusa que alguien denominó “el síndrome del ama de casa”, una extraña sensación entre la angustia y la asfixia. Las encuestas realizadas por Friedan parecían demostrar que una mayoría de amas de casa, con diversos niveles de educación, padecían el mismo sentimiento de desesperación. Sin embargo, en cualquier ejemplar de la revista McCall’s de 1960, se indicaba que el tipo de mujer ideal era “juvenil y coqueta, alegremente satisfecha en un mundo de alcoba y cocina, buenas relaciones sexuales, niños y hogar”. Esa publicación, destinada a más de 5 millones de lectoras, casi todas con título de bachiller y la mitad con título universitario, apenas si mencionaba algún tema no relacionado con el hogar. Y lo de McCall’s no era un caso aislado, señala Friedan, sino el estilo corriente en revistas femeninas, según las cuales “el mundo de la mujer, en la segunda mitad del siglo 20, en los Estados Unidos, se limitaba al cuidado de la propia belleza y a desarrollar artilugios para hechizar a los hombres, con el fin de casarse, dar a luz sus hijos, cuidarlos y hacerles la comida”.
Es decir, el ideal de los maridos de Stepford, que ya tuvieron una aceptable adaptación cinematográfica en 1975, Esposas complacientes (de Brian Forbes, con Katharine Ross, Paula Prentis, Nanette Newman, Patrick O’Neal, con guión de William Goldman) y algunas secuelas televisivas. Y que ahora regresan aggiornados sólo en materia tecnológica, porque sus cabezas siguen siendo retrógadas como hace tres décadas. O seis, cuando el nazismo impuso las tres K (kinder, kirche, küchen: niños, iglesia, cocina) a las mujeres alemanas. O siglo y pico atrás, época en que el victoriano John Ruskin, inspirado en Jean-Jacques Rousseau, abogaba abiertamente por la sujeción de la mujer casada, cuya educación, sostenía, debía centrar en “la renuncia de sí misma para así ocupar su verdadero puesto en la vida”.

Almibarados hogares
En la reciclada y humorística versión de The Stepford Wives que se estrenó esta semana bajo el título Las mujeres perfectas, la flaquísima Nicole Kidman interpreta una versión de Joanna Eberhart bastante distinta del personaje original (una fotógrafa profesional simpatizante del movimiento feminista, que simplemente elige Stepford con su marido porque le parece un buen sitio para que crezcan sus chicos). Tanto es así que cuando empieza la película y se ve a Nicole en un estudio de televisión conduciendo con mucha adrenalina un reality show, resulta inevitable asociarla con la Suzanne Stone de Todo por un sueño. Pero algo se le va de las manos a Joanna, que es echada rudamente por su jefa. La acelerada animadora tarda unos instantes en procesar la noticia –transición brillantemente resuelta por Kidman–, antes de colapsar. De ahí a Stepford apenas hay un pasaje por alguna clínica psiquiátrica y el planteo de que el matrimonio con Walter Kresby (Matthew Broderick) necesita reparaciones.
Joanna llega a ese pueblo suburbano que habría encantado a Doris Day y, todavía debilitada, advierte que ha caído en un mundo raro, de páginas de revista de decoración, poblado de mujeres retro look, impecables, sonrientes y trabajadoras que a la hora de hacer gimnasia imitan los movimientos del lavarropas. La única que tiene la casa hecha un (exagerado) desastre es Bobbie Markowitz (Bette Midler), más interesada en escribir libros que en limpiar y planchar. Joanna se relaciona prontamente con ella y con Roger Bannister (Roger Bart), un arquitecto gay que no figuraba en la novela de Levin ni en la película de Brian Forbes, pero que el guionista Paul Rudnick consideró apropiado para actualizar la trama. El trío intenta investigar los misterios de la Asociación de Esposos de Stepford, acaso responsable del lavado de cerebro que parecen haber sufrido la mayoría de las amas de casa en ese lugar que Betty Friedan llamaría “un confortable campo de concentración”. Es decir, a esas chicas perfectas –para sus regresivos maridos– se la podría considerar “prisioneras dentro de las estrechas paredes de sus hogares”, que responden a la descripción de Friedan: “Se han vuelto pasivas, infantiles, dependientes (...) El trabajo que realizan no requiere facultades propias de un adulto, es interminable, monótono y sin compensación económica”. Las mujeres de Stepford, sojuzgadas, automatizadas, han perdido toda capacidad de resistencia, de oposición.
La versión primera de Las mujeres perfectas, presentada en previews en los Estados Unidos, demostró que el público –particularmente el femenino– no se bancaba el final nada feliz de la novela original, con Joanna traicionada por su marido –a su vez convencido por los maridos de Stepford de las ventajas de tener un lindo robot para todo servicio en la casa–, intentando huir, pero siendo atrapada y transformada. De manera que hubo que buscar una vuelta de tuerca que, con algunos efectos especiales y más de un cable suelto, le pusiera otro cierre a la historia de Joanna y sus vecinas del pueblo, entre las que figura la organizadora de eventos, presidenta del club de lecturas e instructora de gimnasia Claire Wellington, a cargo de una delirante Glenn Close. Pero quien de verdad se puede llevar un Oscar a la chimenea de su casa es el diseñador de producción Jackson De Govia, creador de hogares muy dulces, empalagosamente bonitos, relamidamente country en el muy norteamericano estilo Ralph Lauren.

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