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Viernes, 12 de noviembre de 2004

ARTE

La boca del lobo

La nueva muestra de Mondongo, Esa boca tan grande, alude al consumismo y a su poder devorador, inspirándose en un cuento de Perrault y en imágenes de porno stars bajadas de Internet. Los materiales de sus cuadros: carnes y quesos ahumados, galletitas dulces, plastilinas y plumas. Ironía y provocación en un género de la plástica que nació en los ‘50.

Por Noemí Ciollaro

Una Caperucita Roja pasión lamiendo una paleta de azúcar, con la mirada perdida y el gesto de una Lolita posmoderna que antaño hubiera provocado sudores a Vladimir Nabokov, y hoy encendería de codicia los ojos de los caza-niñas sensuales de las pasarelas. Un Lobo Feroz en jeans, de portentoso hocico, con una tentadora canastita plena de dulces, frutas y flores, acechando a su presa, la niña del cuento de Perrault, moralista y aleccionador. Todo en plastilinas multicolores trabajadas hasta la exasperación.
Dos very sexy sweet lesbians practicando sexo con la mirada vacía, la sonrisa de rigor, la lengua de la negra en un pezón de la rubia. Una perfect brunette in hot action, una fellatio para la cámara. Otra angelic blonde babe fumando mientras acaricia su entrepierna. La lascivia de oferta. Todo en galletitas de supermercado, trizadas, de diferentes texturas.
Desafío, ironía, cierto cinismo e ingenio, define a Esa boca tan grande, la nueva muestra del grupo de artistas plásticos Mondongo, conocidos por su trabajo con materiales no convencionales desde 1999.
Juliana Lafitte, Agustina Picasso y Manuel Mendanha, los Mondongo, afirman acerca de sus creaciones: “Borramos lo individual para tocar al colectivo público en lo más secreto de su intimidad, donde cada uno esconde las mejores evocaciones del arte. Y las peores de la vida”; y entre estas últimas aluden permanentemente a “la imagen como herramienta de nuestra sociedad consumista”.
Los cuadros agrupados en series acopian imágenes inspiradas en el mundo de la plástica, evocan la manipulación del poder, la administración del deseo a través de un cuento infantil; presentan la oferta sexual como material de consumo masivo y cotidiano.
“Mostramos lo más bello, mostramos lo peor, ¡porque sí y así somos, pintamos por amor!”, anuncian “nuestra sonora murga”, una canción que abre la exhibición, junto a un poema de Francisco de Quevedo: “Como aquel pez marino que, indolente, / el mar navega, y sin saber devora / los corales y perlas que atesora/ esa boca tan grande entre sus dientes”.
Las texturas son indefinibles a la distancia, la sorpresa asalta a quienes se acercan por primera vez a las obras montadas sobre madera y descubren que lo que desde lejos parecía óleo es, por ejemplo, un surtido de fiambres y quesos revestidos de resina poliéster para su conservación.
Las series Roja (Caperucita y el Lobo), y Negra (sexo explícito bajado de Internet), de catorce cuadros cada una, son sin duda las que más público convocan y esto no pasa inadvertido en el diseño general de la muestra. Daniel Maman y Patricia Pacino de Maman, directores de la galería Maman Fine Art de avenida Del Libertador, conocen las estrategias del negocio de las artes plásticas y los secretos del consumo masivo. Ese consumo que desde la mirada hasta el acto, los jóvenes Mondongo cuestionan en sus creaciones. Distinto interés despierta la Casa Blanca recortada contra un cielo espectral, o la reproducción de un cuadro de Lucien Freud: el desnudo de Leigh Bowery, un actor australiano de más de 100 kilos y demasiadas adicciones, titulado Sobredosis; o los autorretratos infantiles de los tres Mondongo. Allí se detienen quienes poseen conocimientos más refinados de técnicas y estética, y elogian el hallazgo del nuevo destino de quesos y fiambres, tradicionalmente reservados a góndolas de supermercados y a almacenes de heroica sobrevivencia.
Algunas de las obras están hechas “de carnes ahumadas de diferentes animales locales, desde ciervo o trucha hasta jamón. Es un homenaje al pintor carnal, humano. La carne roja funciona como color y el pescado como transparencia, la resolución es similar a la pintura al óleo”, subrayan los artistas y aseguran que continuamente experimentan con nuevos materiales, labor que los llena de gozo, diversión y creatividad.
La contundencia de las series de pronto se corta con tres cuadros diferentes, un cielo, una flor de loto, un payaso. Plumas de marabú para el primero, 300 mil palitos chinos para el segundo, trocitos de espejo adheridos a un espejo entero para el último. Suavidad, belleza, transparencia. Un respiro a lo que Kevin Power, subdirector del Museo Reina Sofía, calificó como “un cachetazo a la burguesía”, cuando en enero pasado Mondongo exhibió en la Casa de América, en Madrid, la serie de cuadros que lo lanzó a la fama y que incluía retratos de los reyes Juan Carlos y Sofía, y del príncipe Felipe de Borbón, realizados en miles de trozos de espejo.
Pero Caperucita –doncella, deseo en flor– y el Lobo –cuerpo de James Dean, rostro que ninguna niña debería atreverse a mirar ni por un instante– alcanzan su máxima tensión en el cuadro en el que se la ve a ella rendida, recostada contra él, la paleta de azúcar yaciendo en su regazo, arrobada ante el hocico del seductor, poderoso, de colmillos afilados, sentado con las piernas abiertas y las costuras del jean en tensión.
Es la versión de Perrault, como señala Fogwill en el prólogo del catálogo al referirse a esta serie, en esas imágenes se juegan “los roles de los mundos antagónicos de niños y adultos, humanos y animales, varones y mujeres, quizá buenos y malos, y todos enfrentados en la puja entre el deseo de saber y el deseo de poder”.
El Lobo se la llevará de la mano por un puente sinuoso rodeado de agua, ésa es la última visión de la niña y el seductor. “Caperucita Roja se desvistió y se metió en la cama. Allí se sorprendió mucho de ver cómo lucía su abuela en camisón. (...) El malvado Lobo se arrojó sobre Caperucita y se la comió”, detona sin piedad el cuento aleccionador de Perrault. Luego, el cuadro final. Arboles desnudos, despojados, contra un cielo sombrío y crepuscular.
No es la versión más benévola de Grimm la que inspiró a Mondongo, aquella en la que aparece el leñador que salva a la abuela y a la niña abriendo de un tajo la panza del Lobo y recobrándolas con vida. Es la de Perrault, cuya moraleja sentencia, entre otras advertencias: “Bien se ve aquí que los niñitos, y sobre todo las niñitas (¡sic!), hermosas, bien dispuestas y graciosas, hacen muy mal prestando oídos a cualquiera. (...) ¿Y quién ignora que estos lobos zalameros son el peligro más certero?”.
Ninguno de los Mondongo supera los treinta años, son argentinos, nacieron en un país donde las historias siniestras y reales superan cualquier ficción y son emitidas en imágenes hasta la saturación, con fines no muy distintos a los de Perrault, salvando las distancias en tiempo y forma.
Los ojos de las figuras humanas de Mondongo miran hacia ninguna parte, tanto las caperucitas como las/os porno stars de la serie Negra y las del resto de la obra. “Las imágenes –dicen sus autores– fueron concebidas como si estuvieran relacionadas con la estética de la publicidad o fotosde videoclips, imágenes altamente seductoras para líneas de ropa, calzado o comida oriental.”
En la serie Negra optaron por bajar modelos de Internet y reproducirlos con galletitas vulgares, que en sus tonalidades van del beige al chocolate, que no sólo apelan al consumo sino también a la monocromía, a lo vacuo, al porno del todo por dos pesos, a la deserotización, a lo mecánico y rutinario. A la aldea global masificada en el sexo virtual.
Hay quienes los califican de plásticos geniales, de jóvenes provocadores o de emergentes de una sociedad en crisis. Mondongo maneja sus técnicas con pericia y posee una estética llamativa que remite al pop art; su producción no requiere, para ser apreciada, conocimientos profundos de la plástica. El precio de sus cuadros parte de 2 mil dólares y llega, por el momento, hasta 15 mil. Algunos de ellos fueron adquiridos por la Casa Real española, el MOMA y la Tate Gallery.
Artistas como Andy Warhol, Robert Rauschenberg y Roy Lichtenstein mezclaron diferentes elementos y objetos, volcándolos en texturas y colores nunca antes usados, convirtiéndolos en obras de arte y erigiéndose en los creadores de la técnica que hoy reedita Mondongo en un mundo muy diferente al de los años ‘50.

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