las12

Viernes, 3 de diciembre de 2004

Larga vida al látex

El 1º de diciembre, Día Internacional de la Lucha contra el Sida, pasó, como siempre, con su carga de datos estadísticos e historias de vida que recuerdan una vez por año que la vida sexual de todos y todas se ha modificado (aunque de esto siempre se hable menos). Cinco historias en torno de ese elemento, el preservativo, que se convirtió en vital para los y las que reivindican su derecho a gozar del placer que reserva el cuerpo a quienes no pierden su ánimo explorador (que si no todo es rutina) son el aporte de este suplemento para dar cuenta de las dificultades y las alegrías que provoca incorporarlo en los juegos íntimos.

La luz o la cajita

Por Mariana Enriquez

Me gustan los forros. No recuerdo cómo se siente recibir el semen en mi interior, y francamente no siento que me esté perdiendo nada. Cuando empecé a tener relaciones sexuales, a los 15 años, eran tiempos de terror, peste rosa, paranoia y sí, mucha muerte. El forro sirvió para que el sexo adolescente, con toda su incertidumbre y descubrimiento, fuera eso y no una angustia y un padecer. Y también, cómo no, con el preservativo desaparecieron por completo los nervios de un embarazo no deseado y el pánico de haber olvidado tomar el anticonceptivo por la mañana. ¡Y era tan divertido ser una pendeja y desconcertar a kiosqueros y farmacéuticos pidiendo dos cajas, sólo por alardear!
Tanto me gusta el forro que, a veces, siento que es un fetiche. Me gusta la expectativa, ese retraso de segundos cuando él rasga el sobre de plástico con los dientes, manipula el látex resbaladizo y se lo calza; esa morosidad me deja unos instantes sola para disfrutar de mi humedad, de la piel algo irritada por las caricias, del latido interno. Hasta asocio el olor vagamente industrial del látex con el sexo, y tengo que decir hasta tocar un sobre cerrado y jugar con el forro atrapado entre los dedos –cómo se desliza, se achica, se escapa– es sumamente erótico.
Y se me debe notar, porque no tengo historias aterradoras para contar; nunca encontré en mi cama a un hombre que no quiera usar preservativo, nunca escuché las excusas que a veces me cuentan mis amigas: les aprieta, los aprisiona, no sienten nada, les arruina la erección –¡vamos muchachos que eso siempre puede recuperarse una vez dentro del látex!–, los desclimatiza, les corta el mambo. Y no sé cómo reaccionaría ante la propuesta: imagino que el señor de marras saldría eyectado por la ventana. Hace dos semanas, estuve con mi chico en la oscuridad total. El todavía no conocía los recovecos de mi habitación, y en el revoltijo de ropa –suya, mía– que yacía sobre el piso, no podía encontrar sus pantalones. Cuando lo logró, después de encender una vela con el encendedor que encontró tanteando el piso, descubrió que tenía los bolsillos vacíos. Me miró desde ahí por un instante, y enseguida su cara desapareció en la oscuridad porque la vela era sólo un mínimo cabo que entonces se extinguió para siempre. Me levanté para buscar mis propios forros en el cajón, mientras él –lo escuchaba– seguía rebuscando entre medias, ropa interior, remeras. Después lo escuché gritar tras chocarse con la cama, y le pedí que encendiera la luz. “¡Tampoco la encuentro!” se rió, ciego. Yo, que no necesito luz para orientarme en mi cuarto, lo ayudé y dejé que nos revelara la impiadosa luz de una lamparita pelada a la que nunca termino de encontrarle la pantalla que la oculte. El estaba sentado, revolviendo su billetera y acariciándose la rodilla dolorida, con la sonrisa más hermosa del mundo. Finalmente encontramos la cajita gris en un rincón, que había caído fuera del bolsillo. Nunca se nos ocurrió abandonar, renunciar, ceder ante la adversidad y correr un riesgo que, al día siguiente, nos hubiera colmado de dudas los ojos –y no de risas y hambre y besos en la ducha–. Ni siquiera volvimos a la cama, porque preferimos empezar todo de vuelta después de los quince minutos de arqueología ahí mismo, perdidos entre las ruinas de nuestro vestuario.

Una noche (más) sin lavarse los dientes

Por Elsa Drucaroff

El tipo te gusta, mucho. Y hay onda. Y te invitó a salir esta noche. Va a pasar hoy, estás segura.
Elegís con cuidado la ropa interior, el vestido corto. Estás feliz. “Disfrutá, que éste es el mejor momento”, te decís mientras vas para la ducha. El momento de la expectativa, del histeriqueo, de las conversaciones que unen. Conocer, seducir, verbos sublimes que preparan el otro momento único: un cuerpo completamente nuevo y su modo desconocido de desearte, la mutua calentura acumulada, la impaciencia, la hora de la develación. Estás contenta en la ducha cuando aparece el maldito pensamiento: “él debería usar...”
“Debería, ¿no?”, te preguntás con la esperanza de encontrar adentro tuyo una respuesta razonable que demuestre que no, no tendría por qué, vos dale tranquila... Pero sabés que es inútil, no existe respuesta razonable. El debería usar.
Sos una mujer inteligente. Leés los diarios. ¿Cómo encontrar en este anochecer del 2004 un argumento razonable para no usar preservativo? Tendría que usarlo, te repetís. Y aunque pusiste el baño de espuma que reservás para estas ocasiones, te hundís sin placer en el agua y te acordás con rabia de la fiesta de tu primera juventud, cuando todo era tan libre, tan fácil...
Es como un flash molesto, los ojos cerrados guardan la impresión todavía un rato y después ya fue. Cuando salís del baño hay que resolver el color de la sombra de ojos y si esa cartera es la que mejor combina. No vas a arruinarte el ritual. Salís de casa linda como una reina y decidís pensar sólo en él: sus frases, sus tonos, lo imaginás desnudo.
Pero no sos ignorante ni te querés enfermar. Leés los diarios. Entrás a una farmacia que está cerrando. Comprás forros. “Va a usar”, te prometés. “Esta vez lo voy a hacer”.
Porque otras veces no lo hiciste. Cada vez que un tipo no quiso, no se lo puso. Y él va a resistir, suponés, porque no es de los jovencitos, a ésos muchas veces no hay ni que decirles nada. Es un tipo de tu edad, de los veinteañeros que decían que cuidarse era problema de las minas. De los que despreciaban la vida sexual de sus padres (“cogen con forro y con el camisón puesto, qué gris”, y se sentían intensos, en technicolor).
Para alguien de la generación del tipo que vas a ver, para vos misma, no hay nada más patético, represivo, que un forro. Primero no te animabas ni a plantearles que se lo pusieran, a ver si creían que vos estabas enferma. Cuando juntaste argumentos y coraje descubriste la cara de fastidio y te callaste. Una vez insististe y escuchaste: “No”. No. Sin vueltas, duro, firme como un muro. Tenías que decir lo mismo vos también. Irte. Pero te quedaste. Y tuviste miedo durante, pero sobre todo después. Tenés miedo todavía hoy. Por eso acumulás argumentos: que tampoco cogés tanto (con una vez, basta), que nunca estuviste con uno que se picara (¿y si no te lo dijo?), que ninguno tenía historias homosexuales (¿cómo sabés?), que igual los gays se cuidan (¿todos?), ¿y con quiénes estuvieron los que estuvieron con vos?
Hay noches en que no podés dormir, son pocas, pero terribles. Das vueltas en la cama y repetís cada argumento a favor, cada argumento en contra, te acordás otra vez de cuando encontraste a Nora y te contó que Juan había tenido..., se había acostado con... ¿Fue antes? ¿Fue después? Te prometés hacerte el análisis, te puteás porque no te vas a animar.
Basta. Ahora estás con él, preciosa, sentadita en el restorán con velas y delicioso vino tinto. Y todo está saliendo maravilloso. Deliciosa conversación. Deliciosas miradas. Un tipo tan interesante... ¿No lee los diarios? “Se lo tengo que decir”, pensás. “Hay que esperar que me bese”.¿O sacar el tema en abstracto, como para dejarlo sentado desde lo ideológico? Comentario social: los cambios en la sexualidad: “antes era todo tan libre, tan posible, y ahora hay que...” ¿Cómo vas a hacerlo pensar en eso si lo que querés es que te coja?
Y ya está, llegó el gran momento. Te entregás con fruición a largos besos en la vereda y esperás su “¿vamos?” para susurrar, lo más sensual que te sale: “lo hacemos con preservativo, ¿sí?” “No tengo”, dice él rápidamente y podría haberse ahorrado el “tengo”, sería igual. “Yo traje”, insistís. “No uso”, dice. Entonces algo pasa. ¿Sos vos? Te escuchás:
–”Entonces, no.”
El te mira. “No”, repetís. Te estás dando vuelta para irte cuando te toma el brazo. ¿Era así de fácil?
Entran al telo y vos estás eufórica. Sacás el preservativo, lo ponés sobre la mesita de luz. Por si fuera poco, lo que imaginaste es tal cual. Esa sí es una noche. Qué hombre. Cómo toca, cómo acaricia, cómo se hace acariciar. Vos misma le ponés el forro, las chicas jóvenes hacen eso, dicen. Y te dejás poner boca abajo, y sentís que pasa algo raro, te das vuelta...
¿Qué hacés? –preguntás. El no contesta. Se sacó el forro. Te besa para que no hables, te da vuelta otra vez y no descubre que llorás bajito y mucho menos, después, que fingís un orgasmo.
A la madrugada volvés a tu casa. Evitás lavarte los dientes para zafar del espejo. No pegás un ojo. “No se pica...”, empezás.

Lo que promete una caja de doce

Por Marta Dillon

Que una se acostumbra a todo es una afirmación (bastante vulgar) a la que se llega por simple acumulación de experiencia. Qué se yo, hace poco menos de dos años creía que nunca podría asumir con naturalidad la vida sexual (activa) de mi hija adolescente. Ahora no sólo estoy adaptada a esa revelación espeluznante sino que me he acostumbrado a desayunar con su novio legañoso en mi cocina y hasta soy capaz de preguntar, cuando van a dormir a la casa del susodicho, si tienen forros suficientes como en otra época le sugería llevarse una camperita por si refresca. Y ni antes ni ahora el revoleo cansino de los ojos de mi niña tratando de quitarse de encima la marca insoportable de su madre ha hecho mella en mi necesidad de tener una seguridad que siempre está un poco más allá de mis posibilidades. Porque, claro, puedo llenarle los bolsillos de forros de mil colores que igual nada me asegura que llegarán al lugar correcto de la anatomía del susodicho. Y mejor no seguir por ese rumbo porque una también tiene sus límites.
Lo cierto es que una se acostumbra a casi todo y hasta es posible olvidar cómo era la vida (sexual) antes de que el forro se convirtiera en el mejor aliado para gozar sin temor de los placeres del cuerpo y, por qué no, del alma. ¿O acaso el alma no pega sus brincos después de una noche, una tarde o una mañana en la que el abandono de la urbanidad nos lleva de narices por sus rastros más húmedos, olorosos, pringosos y otra clase de adjetivos que sólo se reservan para esos casos?
Cuando desperté a mi propio amanecer sexual, el forro era un objeto casi anacrónico, un método anticonceptivo que las chicas modernas despreciábamos porque nuestra afirmación de independencia nos llevaba a tomar religiosamente cápsulas diarias de las que una podía quejarse más o menos, pero a las que nos rendíamos porque de alguna manera empezar a tomarlas hablaba de una toma de conciencia, de un reconocimiento a ese otro objeto que, decían –no tengo edad para recordarlo– había iniciado la era de la liberación (sexual) femenina. No me acuerdo cuándo vi uno por primera vez, creo que fue en el aula del colegio secundario, inflado y perdida su razón de ser, un chiste que los varones nos hicieron a las chicas haciéndolo volar de mano en mano en un guiño que nos obligaba (a nosotras) a poner la mano donde ellos la imaginaban y una todavía no se atrevía.
¿Y cuándo fue que se transformó en el amable presagio de placeres posibles? No después de haber recibido mi diagnóstico de VIH positivo, porque en ese momento, la verdad, de coger ni hablar. Fue después, mucho después, podría decir incluso que fue después de que dos amigas me relataran una escena que quedó grabada en mi memoria, a pesar de lo nimio del asunto. Resulta que las chicas se preparaban para un campamento de Semana Santa, un campamento militante con todo lo que trae el fervor de unos cientos de jóvenes que se sienten hermanados por una causa y que saben que después de las discusiones vendrá el abandono en los brazos de un compañero o compañera que sabrá qué hacer para consolarnos de las injusticias del mundo capitalista. La cita era en Constitución, en la estación de tren, a esa hora en que la gente camina como hormigas a las que se les pateó su laboriosa estructura de vivienda. Y ellas, con la excitación lógica por lo que vendría hormiguéandoles también en la panza, dejaron para último momento los últimos detalles. Había que comprar forros, era necesario tener forros si una pretendía asegurarse una correcta preparación para cualquier (im)previsto. Corrieron al kiosco, esperaron su turno igual que esperaban el suyo una docena de personas a sus espaldas. Y, como para que la cosa no fuera tan cruda, empezaron pidiendo chicles, pastillitas, un paquete de cigarrillos y una cajita de preservativos; esto último dicho en un murmullo que intentaba esquivar las miradas torvas en la nuca, que de ésas también hay. ¡Qué gusto que ledieron al señor del kiosco! “¿Quieren forros? Está bien, pero ¿qué forros?”, preguntó el hombre. Cualquiera, dijeron ellas, dos cajas. “No, cualquiera no, cualquiera no es una decisión”, se hacía el canchero. “Porque hay de muchas clases. Los hay con textura para hacer cosquillas en la chuchi, los hay extra large, super premium, lubricados, con espermicida, con gusto a frutilla, de colores...” A esa altura, los colores estaban instalados en la cara de mis amigas y tal vez llevadas por ese calor en las mejillas dijeron simplemente, “los de cajita roja”, pagaron y se fueron sin mirar atrás y con una decisión que congeló la estúpida sonrisa del señor del kiosco.
No es que el relato haya sido demasiado sorprendente, pero para mí, vieja trasnochadora y audaz cruzada en contra de los límites, tenía un tono que desconocía y que me abrió, tranquilamente, una puerta que ahora es un portón automático: ellas se preparaban sin un resto de vergüenza, sin temor a volver con su tesoro intacto en el bolsillo, para una noche de sexo fugaz, sin culpa y sin paranoia, ¡una noche perfecta! Y yo, que todavía no sabía si me volvería a atrever a mostrarme desnuda delante de nadie, pues fui tranquilamente al supermercado y me compré una caja de doce, la mejor caja de forros que hay –aunque por suerte todas se acaban alguna vez– por la cantidad de promesas que ofrecen, y la puse en mi cartera como un reaseguro de que la vida volvería a besarme en la boca. Y si no era la vida, pues sería un hombre, a quien amorosamente coronaría en algún momento con un gracioso sombrero de látex para invitarlo a entrar -con la morosidad del caso– a visitar la flor de mi secreto, que sabe abrirse cada vez mejor –la experiencia no es en vano–, sin culpa y sin paranoia.

Un poco más a la derecha

Por Alicia Plante *

Le molestaba un poco, pero seguramente era normal, ya se acomodaría solo. Trató de concentrarse en el instante, en lo que al fin se le daba, y pensó en ella, pensó en ella, pensó en ella..., en la maravilla de besarla, de cogerla despacito para que durara..., como un destello que rechazó con desprecio, le pasaron por la mente las infinitas veces en que la imagen de su amor lo había dejado solo, las manos pegajosas, los ojos en el techo mientras él, desconsolado, dejaba que lo consolara el sueño.
Por momentos la molestia era mayor, del lado derecho, muy cerca de la cabeza, como si una arruga..., se lo habría puesto mal, porque las otras veces, desde que transó con usarlos, no había tenido ningún problema. Torció un poco el cuerpo y la molestia pareció aflojar. Con la mano izquierda le buscó el pelo, largo, muy muy suave, y rubio, sí, aunque no lo viera, porque la imagen del pelo de ella se desplegó dentro de su cabeza como si la sensación de acariciarlo tuviera ojos, y era una seda rubia, como si lo viera..., abrió un poco los párpados, pesados de deseo, pero estaba demasiado cerca y además en aquel zaguán no había luz, nada. Claro, pensó, si por eso lo había elegido, pero qué pena, qué pena tan grande no poder mirarla, y entonces otra vez tomar conciencia de la gloria de estarle dentro, de ese roce en aquel punto exacto, una y otra vez, una y otra vez..., casi lo mareaba la inminencia del placer, si no fuera por aquella arruga..., volvió a acomodar el cuerpo un poco a la derecha, pero esta vez la molestia no cedió. Apretó los ojos y nuevamente le recorrió la boca por dentro con la lengua, le mordió los labios y se los chupó como si su única razón de ser fuese que él se los chupara..., y de pronto la entrega de ella, que lo hubiese aceptado, lo emocionó tanto que se le formó como una risa en la garganta. O quizás fuera un sollozo... Lo dejó brotar como brota el agua y enseguida sumergió la cara en su cuello. Como un caracol que va dejando su huella plateada recorrió aquella piel deliciosa con la lengua y metió los dedos entre el pelo largo y rubio, bajo la cabeza, en la nuca, el pelo de ella lo excitaba, a veces caminando por el patio del colegio, o en el aula, desde su lugar, la miraba de atrás y ella, como si supiera que su pelo lo calentaba, como si presintiera su mirada, movía la cabeza a un lado y a otro y lo acomodaba detrás de los hombros o se lo peinaba con los dedos, lentamente, la espalda arqueada contra el respaldo, todo su cuerpo un llamado sensual, y otra vez los dedos sosteniendo en el aire aquella seda dorada de su pelo, cómo él quería hacer, cómo haría desde ahora...
Y entonces su mano buscó nuevamente dentro de la blusa de florcitas aquellas tetas desafiantes como un mal pensamiento. A cada lado del escote tibio palpitaban para él, por él, y se agachó para meter la cara dentro de aquel abrazo, para ser deglutido, tragado por ella, para desaparecer de la Tierra...
Pero de golpe, con el cambio de posición, la molestia se volvió insoportable. Y se enderezó, paralizado por la sorpresa, por el miedo al dolor. Aun así no se le bajó, pero tuvo que sacarla.
–Disculpame... –le dijo al oído, sin saber si había logrado sonar como un hombre de mundo–, es sólo un momento.
En un primer momento ella no le contestó, pero el brazo con el cual la venía manteniendo apretada contra su cuerpo reconoció la rigidez de la cintura, la levísima distancia que buscó que se instalara entre ellos. Tuvo que soltarla, no había más remedio, y era terrible, pero estaba totalmente seguro de no tener otro, ni valía la pena revisar la billetera. Estaba tan avergonzado que no movió las piernas con que le bloqueaba lasalida de aquel portal: que ella no fuese a escapar de su torpeza, era lo que le faltaba...
Se lo sacó con extremo cuidado, y moviendo lo mínimo posible el pie derecho se hizo lugar para manipularlo. El sudor le corría por el cuerpo y las manos le temblaban tanto de ansiedad y deseo que tuvo miedo de pellizcarse. Dos veces fracasó en el intento, pero al intentarlo una tercera logró dejarlo perfectamente estirado y sin ninguna arruga. Lo verificó con una larga caricia todo a lo largo que le produjo una descarga brutal de excitación. Y en otro plano, también una cierta inquietud: sus dedos habían patinado casi... Por supuesto, pensó, con tantas maniobras se lo había puesto del revés, pero bueno, qué podía pasar.
–¿Se había roto? –quiso saber en la oscuridad la voz de ella. –¿Lo cambiaste, no? –insistió.
–Por supuesto... –murmuró a su vez, ligeramente agraviado.
Aquello estaba solucionado y ella no lo había empujado para salir corriendo... La tomó otra vez en sus brazos como si recién empezara todo, pero no la penetró enseguida, intuyó que no estaba lista. La apretó contra su cuerpo para que sintiera el bulto, para volver a excitarla, para que no dudara de que él seguía en condiciones..., y se la fregó despacio, a izquierda y a derecha. Ella se fue aflojando y él percibió que nuevamente se le abría la boca y se le separaban las piernas para hacerle lugar... La penetró de a poco y no hubo más molestias, sólo la felicidad infinita de un amor perfecto.”

Razones de fondo

Por Paloma Fabrikant *

No hay que tener las bolas muy peludas para darse cuenta. Uno se fija; mira las caras de los compañeros y se aviva en seguida, quién está comprometido de verdad, quién está jugando al Che Guevara y quién se queda solamente por las tetas de Mariana. Y esos son la gran mayoría. Bermúdez, por ejemplo, gordo facho si los hay, tiene menos militancia que mi vieja y se sienta adelante de todo de la asamblea, como si le interesara, con las manos en los bolsillos del pantalón y la cara de gordo pajero. La única que piensa en nuestro futuro en serio es Mariana, porque ella no se ve como le bailan esas dos maravillas cuando se para, como se chocan entre sí cuando salta, enfervorizada por la causa, al ritmo del cantito... “Vamos compañeros, hay que poner un poco más de huevos, estamos todos juntos nuevamente, la educación del pueblo no se vende”. Estamos todos juntos porque está ella y ponemos huevos porque los tenemos hinchados de las ganas de darle. Si no, la idea de la toma no habría convencido a nadie. A mí, el colegio me da una urticaria que en cuanto suena el timbre todo lo que quiero es rajar. Ni hablar de quedarme después de hora y menos a dormir. Si lo hubiera propuesto cualquier chabón, yo le habría contestado: “¿No tenés nada que hacer esta noche, que la querés pasar encerrado acá?” Porque yo sí sé cómo divertirme, no como esta manga de virgos, que esperan para debutar al viaje de egresados. Yo me fui de putas por primera vez a los trece, así que experiencia no me falta. Y no es sólo por la barba que parezco más grande, es que se nota quién es un nene y quién es un hombre. Y Mariana se dio cuenta al toque, cuando hacía falta un voluntario que fuera aula por aula interrumpiendo las clases, para avisar que el colegio estaba tomado, y yo me ofrecí de una, aunque sabía que era ir al muere, que me iban a tomar de chivo expiatorio y me iban a romper el culo a sancionazos, pero no me importó. Ahí está la diferencia con esos pendejos. Y a partir de ahí, ella me miró distinto, vio que tenía un compañero, que no luchaba sola. Y después, cuando decidimos hacer la sentada y hubo que cortar la calle, ¿quién se plantó antes que nadie delante de los coches? El mismo que viste y calza. Si me voy a achicar por un par de bocinazos yo. Que puteen los conductores, acá estamos luchando por la educación pública, laica y gratuita. Y en medio de las puteadas y los gritos y las canciones, Mariana y yo charlamos una hora entera mirándonos a los ojos, lo cual fue un esfuerzo supremo de voluntad, porque para levantar la mirada de ese escote hacen falta sogas y poleas. La hago corta: la mina flashó conmigo. Hablamos de Marx y de la revolución cubana y del país y ella vio que yo soy más que una cara barbuda. Y cuando levantamos la sentada nos fuimos derecho al baño del primer piso y ahí le terminé de mostrar quien soy. Bah, terminar no terminé, porque no tenía forros, así que el asunto no paso de unos besos y unas manos, sobre todo mías, y unas tetas: las de ella. Y nos quedamos a dormir en el colegio nomás. Una asamblea extraordinaria a las siete de la tarde. Mariana habló de nuestra lucha más convencida que nunca y todos aplaudimos de corazón. Por un rato sentí que era cierto: que estábamos hermanados por la causa, que éramos nobles y fuertes y no nos iban a vencer nunca. Y esa noche dormí abrazado a ella, de cucharita, cagados de frío, pero con una calentura que me explotaban los pantalones. Y ahí supe que tenía que comprar forros urgente porque si dejaba pasar esa oportunidad los pibes no me lo iban a perdonar nunca. Todos nos vieron juntos y era una cuestión de hombría, de mostrar quien dirige la batuta, como dice la canción... “los estudiantes, o el gobierno hijo de puta, yuta puta”. Así que el segundo día de toma, mientras Mariana leía en voz alta la resolución estudiantil contra la Ley Federal de Educación, yo me crucé disimuladamente al kiosco y compré una cajita de Tulipán blancos, de los que vienen con gel íntimo,y sólo de sentirla en el bolsillo del pantalón, se me ponía tiesa como una estaca. La asamblea de la tarde fue un quilombo. Todos estábamos sucios y despeinados y mal dormidos y no sabíamos cómo seguir. Era como si Mariana y yo fuéramos los padres de un montón de bebés asustados que nunca habían dormido fuera de casa. Parecía que se iban a largar a llorar. Pero ella se puso fuerte y dijo que no se iba a rendir. Que no le importaba quedarse sola, ni que la expulsen, ni que llamen a la policía. Hasta que derogaran la Ley el colegio seguiría tomado y si había que quedarse a vivir, o morirse de hambre, ella estaba dispuesta. Y todos aplaudimos y estábamos emocionados de verdad. Yo, además estaba al palo, pero no por eso menos comprometido. Si había que aguantar toda la semana lo íbamos a hacer. Eso sí, lo que no aguantaba más era mi bragueta, porque de esa noche no pasaba. Y los pibes me palmeaban en los pasillos, discretos los pelotudos, me gritaban: “Es tuya, Juan”, y yo me hacía el gil, pero estaba más ansioso que la mierda, con los Tulipanes latiéndome en el bolsillo. La hago corta: esa noche la partí al medio. No voy a entrar en detalle, pero juro que la mina no se olvida más. Capaz fue un poco rápido, porque yo traía diez horas de fricción contra la tela del jean y casi me voy en seco. Pero hice un buen papel, demostré lo que había que demostrar. Y después... Bueno, no podía durar para siempre. En el fondo todos sabíamos que era un juego y que tarde o temprano nos íbamos a rendir. Estábamos agotados, hambrientos, queríamos ducharnos y dormir en nuestras camas. Solo Mariana era capaz de levantar el ánimo de las masas, y cuando esa mañana, comenzando el tercer día de toma, ella dijo que se iba a su casa, supimos que era el final. ¿Y la Ley Federal de Educación? La implementaron, nomás, nos hicieron mierda. Que va a hacer, hicimos lo que pudimos. No se que habría cambiado si aguantábamos la semana entera, pero por lo que pasó con la educación en la Argentina, yo no culpo al rector ni al Ministerio de Educación ni al Fondo Monetario. Si hubo un verdadero culpable del fracaso de la resistencia estudiantil, fue esa maldita cajita blanca, tentadora y traicionera, de preservativos Tulipán.

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