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Viernes, 17 de diciembre de 2004

A MANO ALZADA

Arte e intolerancia

 Por María Moreno

Fernando Vallejo es un escritor colombiano a quien se conoce más fácilmente por su novela La virgen de los sicarios que por sus cruzadas de gramático ferviente, gay declarante más que declarado e intelectual unido a Colombia más por el espanto que por el amor (la llama “la asesina y la borracha”). Considerado por el escritor Juan Villordo como el máximo artista del arte de la injuria, acaba de publicar en la revista Soho un obituario adelantado de Karol Wojtyla. Difundido en fotocopias por el crítico Daniel Baldeston, se convirtió en el secreto de muchos, durante un homenaje que se hiciera, hace unos días, al escritor José Bianco. Sabemos que los obituarios de personas notables se escriben por adelantado por si la muerte necesita una tapa honorable a deshoras del cierre de una edición. En el obituario imaginario de Juan Pablo II, Vallejo se explaya: “A Colombia no podía faltar, el país más católico de la tierra. Aquí estuvo, aquí lo vimos, aquí lo oímos, aquí nos vino el manirroto a repartir sus bendiciones ¿cuántos nacieron, a la sombra de su prédica, después de su visita? Millones, millones destinados al horror que su palabra mentirosa llamó ‘el banquete de la vida’. ¿A cuántos niños colombianos nacidos con su bendición acogió en el Vaticano? ¿A cuántos salvó de acabar como sicarios al servicio de los paramilitares, el narcotráfico, la guerrilla? ¿A cuántos? ¿A cuántos? ¿Y a cuántos niños africanos con sida?”. El lenguaje es barroco, demagógico en su apelación al público y al retrato póstumo de un personaje más ligado a la impunidad que al tabú. Y como suele hacerlo el panfleto político, el texto suele aglutinar el sentido de una institución –en este caso la Iglesia Católica– en el paradigma de una personalidad, la del Papa actual. Porque no es el papado lo que Vallejo cuestiona sino a Karol Wojtyla: “Sucedía a un Papa bondadoso que reinó pocos días y que murió en circunstancias extrañas, acaso asesinado en una conjura palaciega por la curia tenebrosa y con la complicidad de Dios. Pronto se reveló como el que era, vástago de la estirpe de los impíos, la de Pio Nono, Pio Décimo, Pio Doce y la alimaña tonsurada de Pablo Sexto de almita ponzoñosa. De ellos heredó los palacios, las obras de arte, la púrpura, el oro, los baldaquines, la Guardia Suiza, el puño firme para gobernar, la verdad infalible”. El estilo barroco no es realista y pronto olvida el cilicio del sentido para tocar el compás de las invenciones fónicas de la lengua. El arte de la injuria utiliza al objeto de su odio menos como objeto que como condición para sus despilfarros retóricos. Pero si el barroco y el arte de la injuria se liberan fácilmente de lo referencial, la censura siempre es literal y realista. ¿A cuántos papistas habrá sobresaltado en Colombia este párrafo: “En los primeros años de su pontificado y sus primeros viajes no bien bajaba del avión se arrodillaba a lo Pablo VI en la pista del aeropuerto a besar el suelo como conquistador que toma, con el culo al aire y a los cuatro vientos mientras suena la fanfarria, posesión de la tierra”. ¿Es que un papa tiene culo? Vallejos lo llamó además “travesti vestido de blanco”. El arte de la injuria es más certero cuando el injuriante no ha devenido injuriante profesional –y ése es el peligro que ahora corre Vallejo– para alimentar la falta de imaginación de los medios y hacer que sus puños llenos de verdades se conviertan en manos flojas deverdades prêt à porter. Por eso Vallejos es más interesante cuando une al estilo la revelación política, algo bien difícil ya que la retórica política suele favorecer la caída en la cacofonía y las siglas, llenar el texto de puntos como pulgas: “Canonizador manirroto con tal de que lo vieran, devaluó hasta la santidad. En sus solos años de pontificado canonizó a más de sus 264 predecesores juntos en dos milenios de historia de la Iglesia. País que le diera limosnas, país que premiaba con un santo”.
Por mucho menos León Ferrari tiene hoy una causa penal y decenas de juicios. En realidad podría decirse que en su muestra de Recoleta, Ferrari pone en relaciones variadas, y no de unívocos sentidos, las representaciones de la imaginería católica: la de los grandes maestros y la de las santerías populares. Que explora posibilidades expresivas con el cuestionamiento de las funciones originales, tanto de los maniquíes como de los artefactos domésticos para volverlos ilustrativos de frases hechas de las resonancias infantiles de la escrituras, al mismo tiempo que expone alfabetos y códigos vacíos. Que su obra Juicio Final pone más en escena la posibilidad de un arte “natural” realizado por un artista involuntario y no parlante a través de sus avatares digestivos (un canario caga sobre el Juicio Final de Miguel Angel) que una crítica simple a la iconografía cristiana. Que el juicio es el de un ser que no tiene juicio sobre un juicio pintado. Y es probable que León Ferrari –no ha dejado de decirlo—esperara, si bien no una causa penal, que los efectos de su obra completaran la muestra. Así ésta se convertiría en performance y extendería sus demandas de compromiso más allá de los ámbitos artísticos y sus enterados. Lo interesante es cómo la Iglesia en la Argentina –lo sepa o no Wojtyla– sigue apropiándose de las estrategias de sus cuestionados cuando hoy diversos sectores de ésta insisten en considerarse ofendidos. Porque una institución de 2000 años como la Iglesia no puede enunciarse como “discriminada” u ofendida por aquellos a los que discrimina y a quienes no reconoce su derecho a las diferencias: en este caso los sectores laicos y sus vanguardias artísticas. Lo que enuncia como derecho y se abre paso a través de lo jurídico es un pedido de inimputabilidad para avasallar e intervenir.

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