las12

Viernes, 17 de diciembre de 2004

Estas letras, este cuerpo

 Por Luciana Peker

Fui la primera vez a la guardia porque era mi segundo embarazo y, esta vez, me sentía muy bien. La primera me había sentido muy mal (aunque todo terminó con Benito en brazos) y me tenía intranquila este embarazo tan inocuo. Se rieron. Las dos médicas me miraron con esa saña despectiva que hace de cualquier ser humano con dudas un Woody Allen exagerado (y que en el caso de las embarazadas toma una forma aún más despectiva). “Todos los embarazos son distintos”, esbozaron como primera y última explicación, emitida de pie y con la irritación marcada por tener que contestar cualquier nueva repregunta.
Es imposible no tener bronca hacia los médicos express que hacen de la consigna “el embarazo no es una enfermedad” (que nació para no esclavizar a las mujeres por su potencialidad de embarazarse) una oda –falsa– a la inocuidad del embarazo, a la creencia de que en el 99 por ciento de los casos, las mujeres no sienten (dolores, miedos, náuseas, contracciones, percepciones, vómitos, síntomas), las mujeres se quejan. No están embarazadas. Son embarazosas.
Me acordé –cómo no– de las notas y notas en las que promotoras del parto humanitario o escritoras hablan de la percepción femenina aplastada por el actual sistema de creencias –la ciencia, el mercado– que quiere hacer desaparecer la percepción sobre el propio cuerpo. Mi cuerpo no sentía nada y para mí eso era un síntoma. Podría haber estado equivocada pero no había lugar, en esa consulta, ni para la duda –ni para la aclaración– en esa risa despectiva.
Yo ya estaba de seis semanas y el turno con el obstetra que elegí –después de consultar cuál de todos en la cartilla era el que tenía una postura menos autoritaria, no digo renovadora, pero al menos humana, frente al parto– era recién a la semana ocho. No llegué. Ni a la semana ocho. Ni a que me viera un obstetra. Ni siquiera en un hospital privado (el Hospital Italiano) –y no lo digo porque crea que ser clienta da más derechos que ser ciudadana sino porque, a veces, la falta de recursos es el escudo perfecto del siempre ilegítimo maltrato– la mujer es tenida en cuenta más allá del bebé. Por sí misma.
Como no llegué a la semana ocho, como no llegué al turno programado, no tenía obstetra de cabecera, me negaron adelantarme un turno, darme un sobreturno y ni siquiera que un profesional de planta –más allá de la intrínsecamente cambiante guardia– atendiera mi caso. La falta de un profesional para consultar y para confiar redobló la angustiante zozobra de días y noches, pulsos y flujos, que gestan el deseo y el miedo entre tener y perder un hijo.
El dolor se volvió doble dolor, el miedo se acrecentó en angustia al no saber ni qué ni cómo era el camino, al faltarme información, al despacharme en una guardia en vez de contenerme con delicadeza y pautas. “El pronóstico es pesimista, volvé en una semana”, me dijo una médica al mirar una ecografía que no detectaba latidos, que veía seis semanas donde yo decía siete y relojeaba mi cuerpo mojado en sangre. Me fui a mi casa. No sabía. Ni qué iba a pasar, ni qué debía hacer según lo que pasara. Dormí aterrorizada con la idea de una hemorragia inundante que –después me enteré– no podía llegar, pero yo ni sabía.
La hemorragia no llegó pero la sangre sí. Más. Me mojé de dudas y de miedos, de “no hay un médico que la pueda atender antes de su turno” hasta que volví a la guardia. Me quejé. “Los problemas administrativosdejémoslos de lado”, me retaron. “El desamparo médico no es un problema administrativo”, interpelé como último recurso en uno de esos momentos en que ya no hay interpelación posible. Había perdido el embarazo y, en esa instancia, los médicos lo único que me daban era miedo. Para los demás, la noticia estaba terminada. Para mi cuerpo, recién comenzaba. Me dieron un medicamento para que el cuerpo expulsara lo mismo que no había podido albergar.
Me abrieron, me tocaron, me palparon, me ecografiaron, me contraje, me dolió, me fui, sangré, volví, me revisaron, me palparon, sangre, pedí que fuera despacio, lloré, me dijeron que me tenía que hacer un legrado (raspaje), que era con anestesia total pero más leve, lloré, dije que tenía miedo (confieso que no soy una persona valiente y, mucho menos, una paciente valiente), me dijeron que estuviera tranquila, me pincharon, me pusieron suero, me hicieron esperar las horas de ayuno para la anestesia, me pasaron una medicación para que me dé contracciones, me llevaron en camilla, me sujetaron con velcro los brazos y las piernas, me durmieron, me lo hicieron (por suerte no me enteré), me dieron el alta, me dieron remedios por tres días. Por suerte, salió todo bien.
Yo soy una mujer periodista que escribe sobre mujeres a las que todos los días les pasa esto, pero sin anestesia, sin letras, sin quejas, sin deseos (a veces), otras sí. Yo escribo o hablo (a veces, tal vez menos de lo necesario) sobre mujeres que no terminan la historia. Yo escribo y pongo el cuerpo en mi propia historia. No es que lo ponga heroicamente ni muchííííííííííííísimo menos (y tampoco que quiera hacer de una situación para nada excepcional una tragedia). Pero lo pongo. Porque ser mujer sigue siendo –y tal vez lo siga siendo siempre– poner el cuerpo. Aunque, por ahora, además de ponerle el cuerpo a la vida hay que ponérselo al desamparo. Poner el cuerpo hace a la diferencia, una diferencia que todavía es desigualdad. Y que como mujer y periodista no puedo olvidar cuando pongo el cuerpo para parir o para perder y cuando lo pongo para escribir o hablar como periodista.
Hace poco, en una nota de Las12 le hice una pregunta –ya clásica– a la médica e investigadora Mariana Romero –a raíz de su libro Ni una muerte más (una investigación sobre la mortalidad materna)–: “¿Cómo te influye ser mujer?”. “Una vez en un hospital una mujer me dijo ‘yo con vos voy a hablar porque vos tenés el mismo cuerpo que yo’. ¿Cómo podés ser indiferente a eso?”, me respondió. El mismo cuerpo. El que hay que poner cuando se ama, se acaba, se empieza, se termina, se gesta, se desespera, se cuida, se corta, se previene, se aborta, se gana, se pierde. Ser mujer es poner el cuerpo. ¿Me puedo olvidar de mis notas cuando vivo? ¿Me puedo olvidar de lo que vivo cuando hago mis notas?
¿Se puede ser mujer-periodista sacándole el cuerpo a la diferencia entre serlo y no serlo?
Ser mujer no es inocuo. Aunque la publicidad quiera que si te viene no te enteres, y la medicina que si te embarazas no te quejes y que si sos mujer ni sepas ni contestes.

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