las12

Viernes, 14 de enero de 2005

RESISTENCIAS

por vos, por mí, por tod@s

Si hubo un término que se resignificó después de la masacre del 30 de diciembre fue el de “aguante”, porque el lugar se convirtió en el infierno esa palabra dejó de ser una manera de arengar o de enunciar esa forma de conservar un lugar ganado o por ganar para describir una manera concreta de poner el cuerpo en contra del miedo, de salvar vidas a riesgo de exponer la propia.

Por Roxana Sandá

La esquina de Bartolomé Mitre y Ecuador tiene prosapia de aguante, un linaje que consolidó en los noventa, cuando a metros del lugar las pintadas gigantes del grupo Malón coronaban testas de vendedores ambulantes apostados en la zona y se convertían en un espacio mural que por años pugnó por mutar las viejas paredes del ferrocarril en expresión de una resistencia que urgía ser parida.
Diez años después y en apenas estos últimos quince días, el mismo cruce volvió a erigirse como santuario, refugio, posta sanitaria y espacio de contención a cielo abierto de sobrevivientes, familiares y amigos que se sostienen para, una vez más, resistir frente al incendio del boliche que también fue galpón, que también fue bailanta, que también fue centro de actos políticos y episodios policiales, y que finalmente supuso montarse a la soberbia de nuevo templo del rock.
“Muchos pudimos escapar del incendio, tomar la calle y mirarnos a los ojos. ¿Y sabés qué? No nos dijimos nada, sólo nos tapamos la nariz y la boca con la remera, y volvimos a entrar para rescatar a los demás. ¿Cómo nos íbamos a quedar mirando a los que morían si cada uno era como de nuestra familia? Yo no sé si eso es resistir o qué; lo único que sé es que debía salvar a esos pibes, los negritos callejeros como yo.” “El Ramo” espanta con voleos de mano cualquier referencia a la valentía, el arrojo o la intensidad solidaria de cientos de jóvenes que lograron salvar sus vidas y volvieron a ingresar a República Cromañón para rescatar otras hasta desvanecerse en el intento. “O hasta no volver a salir más por esa maldita puerta. Porque no se trató de héroes, no somos héroes ni a palos. ¿Héroes de qué? ¿Por haber sobrevivido a nuestros amigos, a nuestros familiares? El que tuvo la suerte o la bendición de quedar con vida esa noche, tenía que salvar a los demás y punto.”
Desde las 22.50 del 30 de diciembre hasta alguna hora difusa, “esa maldita puerta” de Bartolomé Mitre al 3000 vomitó chicas y chicos empapados en un sudor oscuro, brillándoles de miedo la piel y los ojos, que sin embargo se frotaban el cuerpo rápido, allí donde más había dolido la avalancha, improvisaban barbijos con su ropa y quedaban en cueros, ligeros para rescatar. “Sin saberlo, estábamos preparados para no olvidar”, precisa Andrea, de 19 años, que esa noche perdió a su hermana Melina.
“Ella no se salvó, estaba bastante más adelante. En cambio yo logré escapar pero no me lo banqué, tenía que volver a entrar para buscarla. No tuve miedo por mí, tuve miedo por ella, por la posibilidad de separarnos y no verla nunca más o volver a verla muerta.” Menuda, con un hilo de voz por los gritos de presente que profiere cada hora desde hace quince días pero rotunda en la parada y en esos cristales celestes de sus anteojos, Andrea prefiere sacudir jirones de horror antes que hablar de su vida. “Ni apellido ni barrio; eso no importa. Somos todos callejeros, somos de verdad. Por eso no dudé ni un momento que debía rescatar a Melina.” Quiso el destino o qué, que no llegara a tiempo para salvar la vida de suhermana, cuando adentro de Cromañón se le cruzó Brian, un nene de 5 años que le pidió a gritos que lo ayudara.
“Me dijo ‘por favor, sacame’. ¿Y cómo no lo iba a sacar? Después volví a entrar, pero ya no pude hacer nada por mi hermana.” Andrea olvidó hace rato “ese verso de que los jóvenes somos lo sublime, si nos bajan como a pajaritos” y desde que ocurrió la tragedia se empeña en darle una forma “al delirio” de tantas muertes. “Es la idea de resistencia como una alternativa de espera, de aguante a lo que vendrá, a lo que se pueda construir a pesar de todo. O el sentimiento de rebeldía que los jóvenes expresan para no dejarse tragar por el pesimismo o el realismo de la cultura consumista”, explica la psicóloga Ana Rubiolo, que integra el Servicio Adolescencia del Hospital Pedro de Elizalde. “Los sentimientos intensos y el rechazo a lo ocurrido pueden generar acciones de desconexión, de huida. Otros, en cambio, adquieren una autonomía suficiente como para diferenciarse y toman decisiones, como tratar de recuperar vidas, asistir, cuidar lo que queda. Las víctimas se transforman en sobrevivientes, crean lazos, emplean diferentes recursos, se sobreponen al estado catastrófico. Las estrategias utilizadas por los sobrevivientes consisten en ponerle obstáculos al poder destructivo y la importancia de su implementación consiste en que por esas acciones pueden seguir considerándose personas que están luchando para no dejar de serlo. Construyen un ‘nosotros’ a partir de esas terribles circunstancias.”

Qué podría activarse en las cabezas de los sobrevivientes si no el acto de resistir que se les impuso habitual, cuando todos los días se desayunan con un muerto más o cuando ven a sus padres destruidos por la ausencia de ese hijo que hasta hace días sólo olía a futuro. Si de todos modos ya venían aguantando de antes, condición y condicionante del ser joven o niño en este país, donde unos 9 millones de menores de 22 años viven en hogares pobres y un poco más de un millón no estudia ni trabaja, según informes recientes de la Cepal.
“Ellos heredan un país que fue golpeado y saqueado con ferocidad. La Argentina es una pieza llena de gas, sólo falta un boludo que encienda un fósforo. Y esto fue una chispa. Pero ahora se unen para bancársela, porque tienen una generosidad innata y menos miedo a la muerte que los adultos. Esa noche se defendieron entre sí y siguen haciéndolo ahora, porque los jóvenes están siendo atacados desde todas partes. El desempleo, la violencia, el gatillo fácil rompiéndoles ese paso de cachorro a perro, y la necesidad de enfrentarse a los adultos porque si no, no se cambia el mundo. Son como una raza aparte, y esa raza se llama futuro”, explica el psicólogo social Alfredo Moffatt, que asiste junto con un equipo de voluntarios a familiares de los muertos en República Cromañón.
Hernán decidió excluirse del acampe y guardia en el santuario que se fue armando sobre la valla policial de Bartolomé Mitre y Ecuador, “porque no sé si me corresponde, pero estoy presente”. La noche del 30/D llegó al boliche con unos amigos desde Villa Celina, en el momento en que todos salían corriendo, “y al principio no entendíamos muy bien qué pasaba, pensamos que hubo algún bardo, pero nos alertó que todos salían descompuestos y caían en el suelo como moscas. Quisimos mandarnos de una pero no se podía, la gente no terminaba de salir, y esperamos para poder entrar porque gritaban que adentro quedaba cualquier cantidad. Cuando logramos meternos, empezamos a manotear al que teníamos cerca; arrastrábamos de a dos, de a tres hasta la calle hasta lo que el cuerpo dio porque se hacía imposible respirar y sentíamos el tóxico en la garganta. Venir a estos lugares era lo cotidiano, como tomar el colectivo para ir a trabajar; adentro quedaron mis iguales, personas con las quealguna vez compartí un trago de cerveza o una charla. Por eso no quise quedarme mirando en la vereda de enfrente”.
A Hernán le ocurrió lo que a Juan, otro pibe de Ituzaingó que ese día le dio una cara al miedo, “porque el humo, el calor y la oscuridad eran el miedo”. Y acaso fue también la impresión primaria de Hernán. “Miedo por lo que estaba pasando, pero no me paralizó. Me la jugué, ya estaba ahí.” Juan cruza los brazos sobre el pecho y se inclina, como si pudiera sacarle centímetros a ese metro ochentaipico que lo expone irremediable y que esa noche jugó a favor de manos que se le colgaban desesperadas. “No sé cómo se hace para bancar todo esto. Desde ya que siempre nos estamos aguantando los bajones de la falta de laburo, la cana que te bardea, los problemas con los viejos, pero son circunstancias que te tocan vivir. Por eso duele tanto lo que pasó, porque cada recital de Callejeros era una reunión familiar, unas horas de felicidad que te hacían olvidar toda la mierda.”

El Negro corre de un lado a otro, reparte agua, raciona los cubitos, consigue sillas para madres y ancianas, se grita con los amigos para organizar, para que nada tense aún más el clima de ese santuario que según él “la policía quiere volar a la mierda”. El Negro es hermano de Jacqueline Santillán, una periodista de 29 años que falleció en el incendio. “Ella y tres amigos más, entre ellos Martín Escobiani, que se salvó y volvió a entrar para rescatar gente, pero a la tercera vez no salió más. Y ahora nosotros estamos sosteniendo a madres que se nos quiebran, por eso de aquí no me muevo hasta que metan preso hasta el último perejil, aunque en esto me vaya la vida.”
Aprender a pensar en situación de catástrofe permanente o “morir por salvar a otro”, agrega Rubiolo. “Puede ser un acto de resistencia, de valentía; correr el riesgo humaniza, es una decisión puesta en acto. ¿Qué diferencia podríamos establecer entonces entre una conducta de riesgo propia de la adolescencia y los hechos aberrantes que suceden a diario y que nos ponen en riesgo a todos? Las formas de vivir y pensar cambiaron, los objetivos de vida pasan a centrarse en el lograr y el consumir. Lo social afecta nuestra humanidad y terminamos, sin quererlo, siendo agentes multiplicadores de un modelo negativo y, lo que es más grave, transmitiendo a niños y jóvenes los disvalores que lo acompañan.”
La esquina de Bartolomé Mitre y Ecuador semeja una trinchera de agua, flores, papeles, aerosoles rojos y metáforas. “La serpiente va a terminar mordiéndose la cola”, promete el Callejero de Almagro, quien como única presentación extiende hojas con poesías propias o ajenas. “Hoy me sacrifican como un cerdo por no estar de acuerdo/ con conservas y militares/ por no querer altares de oro y sangre/ me acusan de rebelde, agitador y revolucionario/ por no pensar lo mismo y decirlo/ que los que abusan de mi gente a diario/ Cae el agua desde el cielo sobre un mar de desconsuelo/ se hace eterno este silencio/ lleno de real desolación.”

Patricia y la calle

Por R. S.

Patricia González llegó al 30 de diciembre con algunos entusiasmos y varias cuentas pendientes que la llenaban de angustia. No era su historia como chica de la calle ni los recuerdos de viejas palizas los que la tenían a maltraer sino la sensación amarga de abandono que todos los años para estas Fiestas le ganaba una partida. Hacía tiempo venía diciéndole a su íntima amiga, Ana Sandoval, “que ya no se bancaba” recordar que sus padres la habían dejado anclada a los 12 años en San Telmo para irse a vivir a Marcos Paz con otros ocho hijos. Unas pocas cosas la ayudaban a distraerse de la situación: la convivencia con Ana, cursar el secundario y haber conseguido un trabajo estable –aunque en negro– en República de Cromañón.
“Nos conocimos hace dos años en un curso de restauración que daba el Gobierno de la Ciudad y surgió una amistad fuerte. Al tiempo le propuse vivir juntas en mi departamento porque la vi muy chica con sus 18 años, sola de todo, como perdida, y con el tiempo empezamos a generar nuestros propios proyectos de vida, de laburo, participábamos en la asamblea de San Telmo. Eramos dos minas inquietas, con ganas, pero sin dinero”, bromea Ana, una morocha fuerte de rostro y manos, que tañe la guitarra desde chica, tuvo su propia banda de rock y organizó algunos recitales solidarios con amigos que a principios de 2004, consiguieron trabajo para ella y Pato en un boliche que Omar Chabán estaba por abrir en el Once.
Las chicas sufrieron las condiciones laborales de los hermanos Yamil y Omar desde un principio: sin horario estipulado, cargando equipos, limpiando baños, recibiendo la mercadería por una paga escasa, que en los casos de otros compañeros ni siquiera constituía un sueldo fijo.
“Y la verdad es que los ocho que trabajábamos ahí veníamos un poco asustados por la inseguridad del lugar; ya habían ocurrido otros incendios, cuando nos lastimábamos teníamos que ir a comprar al kiosco hasta una mísera curita, y encima, conocíamos los antecedentes de muertes en épocas que funcionaba la bailanta El Reventón”, recuerda Ana. “El 25 de diciembre, por ejemplo, hubo un principio de incendio en el techo. Uno de mis compañeros se colgó de una estructura en el primer piso con un vaso de agua: el pobre pibe intentaba apuntarle al fuego para arrojar el agua. Todo era muy esquizo. No se podían utilizar las mangueras contra incendio porque estaban pinchadas, Chabán gritándoles criminales a los que disparaban las bengalas, la gente que se comía lo del ritual de luces... Una locura.”
Pero al menos un lugar de trabajo, pensaban todos y en especial Patricia, siempre buscando espacios donde anclar, donde pertenecer, que en cierto modo la alejaran de la calle que la vio crecer limpiando vidrios de autos, pidiendo en los bares, corriendo de la policía, escapándoles a los institutos de menores, siempre rescatada por Lidia y su esposo, El Ruso, del Movimiento de Inquilinos (MOI), que nunca dejaron de abrirle la puerta de su vivienda, en Azopardo al 900.
“Eramos vecinos de los González, que mandaban a los hijos a rebuscárselas por el barrio para conseguir plata. Veíamos a Pato en las esquinas, pero cuando cumplió 13 o 14 años los hombres empezaron a mirarla con otros ojos, entonces le rogaba al padre que no la mandara más a la calle a pedir, que la dejara tranquila, y el tipo se ponía loco y le pegaba. Ladespertaba a cualquier hora, a las tres de la mañana, a las cinco, y la obligaba a salir.” Lidia llora, se enoja, extiende o acorta su propio relato, según la asalten los recuerdos o la indignación. “A Pato la sacaron de Cromañón ya muerta o desmayada, se la llevaron en una ambulancia y no se supo más. Anita la buscó desde las doce de la noche hasta las dos de la tarde del otro día por todos los hospitales de Buenos Aires. Al final la encontró muerta en el Udaondo y a partir de ahí se hizo cargo de todo; de los papeles para sacar el cuerpo, del velatorio, del traslado a Chacarita. ¿Será de Dios que ahora el padre de Pato aparece haciéndose el indignado y exigiendo el cuerpo de su hija para sepultarla en Marcos Paz? ¿Quién aguanta eso?”

El aguante
En los últimos años, Ana y Patricia se relacionaron con un grupo religioso que “nos cargó de una espiritualidad que nos faltaba”. Así, asegura, el cielo se les aclaró un poco, “y de golpe, lo bastante como para sostenerme y tratar de entender todo lo que nos pasó. Quiero que ella siga estando, quiero crear una fundación con su nombre para ayudar a chicos con carencias, me alegro de que el comedor de la Asamblea de San Telmo va a llevar su nombre y necesito creer que su alma está descansando en paz. Necesito respirar las cosas que te digo.”
Como si desde el incendio fuera necesario hacer mención del aire, Ana lo nombra, lo propone, intenta aspirar profundo para expresarse, se tapa la boca al recordar. “Esa noche llegué al boliche diez minutos más tarde que Pato y que el comienzo de ese horror, porque me demoré con unas rifas que estábamos vendiendo para la Asamblea. Y pese a los años que llevo en este tipo de laburos no lograba entender esa avalancha de gente que salía ensangrentada, sucia, con el cuerpo empapado por una especie de sudor negro.”
Dice que entró deslizándose contra la pared, aferrada a las correas de la mochila que llevaba a la espalda como si fueran la soga de un rescate, aplastada por los que salían y los que intentaban entrar para socorrer a otros. Cree recordar que llegó al hall principal, con una bola de humo espeso por todo horizonte y súbitas ganas de vomitar. “Me tapé la boca con la remera, como todos, y me mandé a sacar gente. Entré unas cinco veces; sentía que en cada rescate lograba abrir un poco más el camino hacia Pato, pero estaba muy atrás, en el pasillo del primer piso que va a los baños, el peor lugar.”
Los compañeros que estuvieron junto a ella y hoy pueden contarla, sostienen que intentó escapar agarrando brazos, a los empujones, con fuerzas que sabía sacar de alguna parte “porque siempre iba al frente, tenía garra, mucho hambre de vida”. Fue imposible torcerle el rumbo a esa avalancha que volvió a escupirla hacia el fondo, que la oprimió hasta la asfixia. Ana pregunta, busca respuestas que sabe inútiles. “Qué podía hacer, si el humo te quemaba por dentro y por fuera. Qué capacidad de recuperación podía tener, sin ventanas, sin una salida de emergencia, sin un puto resquicio por donde salir.”
Los que conocieron a Patricia sostienen que la chica era la naturalización del aguante bien entendido, “el aguante de la vida, no el del diccionario rockero”, porque logró salir de muchos agujeros negros y pudo ensayar un corte de manga al alcohol y la droga, porque se lamía las heridas con una ilusión de libertad que siempre regó a contramano, porque supo pispear lo que quería para sí y para algunos pocos seres queridos, desde que la punta de su nariz apenas delataba cinco años y se apoyaba curiosa en las mesas de los bares de San Telmo, esa casa grande que la vio crecer, como cuenta Lidia, aunque muchas veces lo haya hecho cargado reveses. Porque los barrios, como los incendios, también suelen tragarse a algunos hijos.

 

Compartir: 

Twitter

 
LAS12
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.