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Viernes, 28 de enero de 2005

URBANIDADES

La madeja del miedo

 Por Marta Dillon

Lo que tanto temía sucedió cuando no se lo esperaba y la escena fue radicalmente distinta a la que había imaginado. Es así la mayoría de las veces, prepararse para el golpe no lo define ni lo contiene, apenas sirve para agachar la cabeza y esquivar las sombras que el miedo alimenta. El miedo, ese veneno.
Fue en la escuela la primera vez que se le ocurrió que había un saber indispensable que le estaba faltando: no sabía pelear. Ella había visto cómo se enredaban en un recreo corto dos chicas de distintos cursos después de un corto diálogo en el que una acusaba a la otra de mirar más de la cuenta al chico que la buscaba a la salida. Algún día me va a pasar a mí, y yo no sé pelear, se quejaba, quince años y un par de ojos oscuros como dátiles. ¿Y para qué debería saber? No hay que pelear, le decía su madre, no es de valientes hacer lo posible por romperle la nariz a alguien por motivos tan nimios como una mirada de costado. Ser valiente es otra cosa, es saber quién sos sin tener que demostrarlo a las piñas, insistía su mamá. Pero ella había visto cómo le rompían la nariz a la chica que quedó en el piso y esa posibilidad era como un lento goteo del veneno del miedo deformando la ligereza con que antes subía a la bicicleta y se iba a estudiar.
Con el tiempo, o la costumbre, la urgencia por conocer el arte de la guerra de los puños se fue diluyendo. Cada vez que veía una pelea entre mujeres en el patio de la escuela o a la salida, la sorpresa –y el miedo– del principio iba mermando. Es parte de entender cierta lógica que a su madre se le escapaba como la gata negra que las dos cuidan cuando está en celo. Y qué querés, mamá, las pibas vienen golpeadas, decía ella que solía ir a estudiar a la Villa 21, Barracas al fondo, en una casilla que también era almacén donde vivía su amiga del alma, también con su mamá, las dos solas. Magalí tenía otra hermana, presa, sus sobrinos jugaban desde siempre entre la mercadería del almacén, tal vez era por eso que Magalí estudiaba con ganas, creía que a ella le iba a tocar mejor suerte. Y entre las dos intentaban explicarle a la mamá de Malena que las pibas ahora vienen golpeadas y que por eso aprenden a pegarse y a trepar en la pirámide de la fuerza como un siglo atrás se escalaba árboles.
No es que Malena haya aprendido a sentirse a salvo, sólo había descubierto como una estrategia los motivos que desataban los hilos de la violencia entre chicas que veían como una bendición tener algún día un trabajo de cajera y mientras tanto repetían una y otra vez el mismo curso ¿para qué podían querer terminar la escuela si el deseo no asoma la nariz más allá del día? A Malena, y a Magalí, les gusta pispiar en el futuro como si fuera una hoja en blanco en la que pueden dibujar un departamento compartido, la libertad de estar a su aire, un trabajo sencillo y un estudio de abogadas. Aunque a veces el estudio sea un escenario y ellas cantantes de éxitos y miles de fans.
Los motivos de las peleas eran vacuos, aunque distinguibles. En general tenían que ver con los novios o las transas o cualquier cuerpo masculino sobre el que ahora se desembarca como en una conquista. No importa cuánto de ellas quede en el camino. O sí, porque si no no se pegarían del modo en que lo hacen. Si antes el precio del abandono era la vergüenza, ahora parece que es necesario cobrárselo en sangre. Aunque también podía mediar, entre los golpes y las patadas, una mención a la villa, a la calidad moral de la madre o de la familia en general, y a la propia incluso, siempre que la acusación tuviera que ver con la falta de coraje o la sumisión. Es curioso, pensó la madre de Malena un día que escuchaba a su hija, puta ya no es un insulto espantoso, aunque puto sigue siendo de lo peor que se le puede decir a un hombre.
Malena aprendió a ver la violencia a su costado. Y aprendió primero a contestar. El miedo, ese veneno, es como un olor que atrae la violencia. Hay que demostrar que una se banca la que venga, sea lo que sea, hay que demostrar, sobre todo. Aun cuando la gota fría contamine la sangre, ella subía la barbilla y escupía su bronca como aprendió a hacerlo contra esos tipos que bisbean sus chanchadas como una amenaza. A ésos, hasta Malena era capaz de tirarles patadas como una yegua; es su derecho, dice. Y además en ese caso siempre se puede encontrar alguien que te ayude. Con las pares, con ellas es distinto. ¿Qué iba a hacer si le proponían un mano a mano? Qué raro ¿no?, pensaba su madre, antes el miedo difuso de no estar a la altura de las riñas callejeras era un estigma para niños tímidos. Varones que saben demostrar su cariño con golpes en la espalda y abrazos que parecen castigos.
Al final, lo que tanto temía sucedió. No como ella pensaba. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar a través del veneno del miedo. En realidad, ni siquiera alcanzó a tener miedo. Cuatro chicas más o menos de su edad, entre 17 y 20, le pidieron un cigarrillo. Algo de lo que dijo Malena no les gustó. Ella se quejó, ¿por qué se alteraban si ahí tenían el faso? Después una lluvia de golpes le deformó la cara durante unos cuantos días. Porque sí. Una tenía un tajo que le cruzaba la cara, mamá, dijo Malena, andá a saber las cosas que le habrían pasado. Ella quería entender, darse alguna explicación que le permita volver a circular en bicicleta por las calles de siempre. No hay estrategias cuando la arbitrariedad se abre como un moretón violeta. Eran sus pares, ella no tenía por qué tenerles miedo, dice Malena con el hielo quemándole la cara. Pero la violencia es una madeja enredada con demasiadas hebras sueltas, quién sabe qué hay al final de cada punta.
¿Y al principio? ¿Cómo es que esta trama se fue enredando?

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