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Viernes, 18 de marzo de 2005

DEBATES

Historias de gente común

El estreno de El secreto de Vera Drake, historia de una mujer condenada a prisión por hacer abortos caseros en los ’50, contribuye a actualizar un debate pendiente en nuestra sociedad: el derecho a interrumpir voluntariamente una gestación. Aunque en general la crítica prefirió decir que el director Mike Leigh no estaba ni a favor ni en contra, el sentido humanista del film es transparente.

 Por Moira Soto

A pesar de que en las últimas tres décadas muchas de las mujeres directoras de cine se explayaron en sus obras sobre problemáticas específicas de género, muy pocas tomaron el aborto como tema central –o secundario– de sus ficciones. En realidad, es más fácil encontrar películas hechas por hombres que, con distintos enfoques, remiten a la interrupción voluntaria del embarazo. Salvo en la producción televisiva donde sí es posible rescatar muestras como Si estas paredes hablaran (If These Walls Could Talk, 1996), de Nancy Savoca y Cher, o Un asunto privado (A Private Matter, 1992), de Joan Micklin Silver, ambas con el sello HBO y vistas por el cable en reiteradas oportunidades.

En nuestro país, donde la todavía poderosa iglesia oficial ni siquiera se banca el debate y hasta tuvimos un presidente en los ’90 que inventó –para chuparle las medias al papa Wojtyla– el Día del Niño Nonato (después se supo que había golpeado y hecho abortar a su mujer de entonces), acaba de estrenarse el admirable film de Mike Leigh El secreto de Vera Drake, una obra que indirectamente se pronuncia a favor del derecho al aborto. Digamos: tanto como Million Dollar Baby toma partido en pro de la eutanasia (ni hablemos del caso, más transparente y contundente de Mar adentro). Sin embargo, en general la crítica se esmeró en señalar que la película de Leigh no estaba ni a favor ni en contra del derecho a abortar, que no expresaba su posición personal al respecto. En cambio, en el caso de Eastwood y Amenábar, casi todo el mundo votó con mayor o menor franqueza por el derecho a una muerte digna.

Desde luego, El secreto de Vera Drake elude el tono panfletario y conductista en su planteamiento de personajes y situaciones, de los que surge, sin embargo, la necesidad –urgente en los ’50 en Inglaterra– de la despenalización del aborto, cuya condena legal, como es obvio y lo sabemos bien en la Argentina, afecta particularmente a las mujeres pobres que no se pueden pagar una intervención hecha en buenas condiciones. Empero, Mike Leigh mismo ha reconocido (El País, 25/2/05) que cuando decidió hacer una película sobre el aborto ilegal quería contribuir a la derrota de George W. Bush. En su escala, “deseaba torpedear con El secreto... la reelección del presidente norteamericano que más esperanza brinda a los movimientos pro-vida”. En esa entrevista, el director (62) declara que “el aborto es una cuestión universal, no sólo británica, que he querido investigar desde hace unos cuarenta años y que he tratado en otros films, como Secretos y mentiras. Recuerdo cómo estaban las cosas antes de que se legalizara en 1967. E incluso hoy, el debate pro-vida está muy presente en Gran Bretaña. Poco importa lo que se diga, se sienta, se legisle. El aborto es una realidad que siempre estará con nosotros”.

Cuando se le pregunta qué lo impulsó a abordar el tema en este preciso momento, responde netamente: “Bush y sus discursos sobre el cambio legislativo. Pensé que el film podía estrenarse en los Estados Unidos en plena campaña electoral presidencial. No derrotamos a Bush exactamente, lograrlo habría requerido mucho más que Vera Drake. Pero sentí que era el momento de tratar el tema”. ¿Una agenda claramente política, entonces? “Por supuesto. Es muy peligroso retroceder e ilegalizar el aborto. En los Estados Unidos se dispara contra médicos y en algunos países europeos todavía es ilegal.”

Tratamiento tangencial

Como cualquier televidente sabe, en la tele local los personajes femeninos no abortan jamás, sobre todo si pertenecen a la clase media. Si se presenta un embarazo no deseado, nunca veremos al personaje en cuestión yendo en busca de una Vera Drake –si tiene pocos recursos– o de una confortable clínica para interrumpir esa gestación: lo habitual es que se produzca una pérdida accidental o –lo más común– que se acepte tener ese hijo. A veces se dan excepciones, como hace un par de años en Hospital público, producción que se vio por América. A la institución llegaba una mujer pobre desangrándose luego de un aborto mal hecho, y alguien pretendía hacer la denuncia correspondiente. “¿Mandarla al frente porque no tuvo plata para hacerse un buen aborto?”, preguntaba enojada la médica a cargo de Virginia Innocenti. Poco después, la mujer, a la que hubo que retirarle el útero, moría de shock séptico. Y, en un parlamento sin precedentes en la TV argentina, la médica explotaba: “Lo que no soporto es la hipocresía, porque la Iglesia es cómplice, el Estado es cómplice”. Pero como para compensar tanta audacia, al cierre del capítulo un cartel avisaba que el marido había denunciado a la partera que había intervenido y que estaba siendo procesada. Una Vera Drake local, quizá menos desinteresada que el ama de casa, esposa y madre ejemplar del film de Leigh.

En los años ’40, ’50, del aborto no se hablaba ni en el cine ni en la tele. O si se tocaba tangencialmente el tema era para dejar sentada la moraleja. Por ejemplo, en 1944 la María Félix de Amok, película basada sobre la obra de Stefan Sweig, pagaba con su propia vida el haber interrumpido un embarazo. Gene Tierney se tiraba por la escalera para perder un embarazo indeseado en Que el cielo la juzgue (1945). En 1951, la Eleanor Parker de Antesala del infierno debía expiar la culpa de haberse hecho un aborto en el pasado. Diez años después, en 1960, a la profesora Mirtha Legrand la violaban unos muchachotes en La patota, de Daniel Tinayre. La profe quedaba embarazada pero antes de que nadie pensara siquiera en la idea de abortar perdía espontáneamente el fruto de tan tremendo maltrato.

En el cine más reciente, y casi siempre en películas dirigidas por hombres, se han visto situaciones episódicas donde la posibilidad del aborto se tocaba con naturalidad (Esperando al bebé, de Stephen Frears), como una atribución de una esposa desencantada (Diane Keaton en El padrino III) o simplemente como un recurso lícito (que usaba Adrienne Shelley en Confía en mí, 1991). Sigourney Weaver, en Alien 3, recurría al único método abortivo posible para evitar el nacimiento del monstruo: suicidarse tirándose a las llamas.

De frente y sin tapujos

Honor al mérito, el primer cineasta que mostró en la pantalla a un personaje femenino que tomaba la decisión de abortar y la cumplía con la conciencia tranquila, fue el francés Claude Santel en Una historia simple (1978), rodada a poco de promulgarse la Ley Veil, que despenalizaba la interrupción voluntaria del embarazo. En la primera escena, Romy Schneider –excelsa, como siempre– iba a una clínica y a la luz del día le contaba a la gineco: “Vivo con alguien que voy a dejar”. La médica le explicaba que la operación duraba diez minutos y que volvería a su casa en el día. Corte y primer plano de Schneider, inyección en la vena, ella se duerme, manos enguantadas acomodan su cabeza. El aborto aparecía en este caso desdramatizado, desculpabilizado, como una decisión correcta. A todo lo cual contribuía el que se tratara de un aborto no clandestino, legal, realizado en buenas condiciones sanitarias y de confort. “Recién a los 55 he conseguido liberarme de algunos tabúes e ideas recibidas. El personaje de Marie se inspira en gran parte en la verdadera personalidad de Romy Schneider, en su fragilidad, en su fuerza, en su nobleza”, manifestó el director en su momento.

Joan Micklin Silver se basó en una historia real para la realización de Un asunto privado: en 1962, en un pueblo de Arizona, Sherri Chessen y Bob Finkbine, padres de cuatro niños, resuelven interrumpir un embarazo cuando ella se entera de que ciertos medicamentos que ha consumido pueden producir malformaciones en el feto. Por la indiscreción de un periodista, Sherry y Bob se convierten en el centro de una tormenta mediática que incluye manifestaciones antiaborto. Sherri, animadora de un programa infantil de TV, pierde su trabajo, y a su marido, profesor de secundaria, lo suspenden. Agentes del FBI deben proteger a la familia Finkbine y la pareja se ve forzada a viajar a Suecia para practicar la intervención. Este telefilm, protagonizado por Sissy Spacek (una activista en derechos de la mujer) y Aidan Quinn, está dirigido con eficacia por Micklin Silver y se expresa claramente por el derecho de Sherry a decidir sobre su embarazo y por el derecho de la familia a la privacidad.

Unos años después se presentó otra producción televisiva abiertamente pro derecho al aborto, en la que también está Sissy Spacek: Si estas paredes hablaran, tres historias que transcurren, respectivamente, en 1952, 1974 y 1996. Las dos primeras están dirigidas por Nancy Savoca y la tercera por Cher (que asimismo actúa en el rol de la médica que hace abortos). En el ’52, Demi Moore es una enfermera, viuda de guerra, que queda embarazada luego de un casual encuentro sexual con su joven cuñado. Sola, desesperada, trata de provocarse un aborto, consigue una dirección en un arrabal pero al llegar al lugar se aterroriza y finalmente viene a su casa un abortero que le cobra antes de proceder y la deja desangrándose en el piso de la cocina. En el ’74, Sissy Spacek es una ama de casa con hijos adolescentes que ha retomado sus estudios universitarios y que se deprime al quedar embarazada otra vez: su marido se niega a que aborte pero su hija la respalda, de modo que la discusión final es tomada bajo presión. En el ’96, año en que supuestamente el aborto ya debería ser un derecho afianzado, Anne Heche debe sortear violentas patrullas antiaborto para entrar en la clínica donde se hará el aborto (ha quedado embarazada de un hombre casado que se borra). Al final, un fanático pro-vida logra filtrarse y provoca una tragedia.

Ciertamente, en este sintético repaso de películas cinematográficas y televisivas que miraron de frente y con cierta hondura el tema del aborto, debe figurar Las reglas de la vida (1999), de Lasse Hallstrom, con el gran Michael Caine en el rol del compasivo doctor Larch. Inspirada en la novela Príncipes del Maine, reyes de Nueva Inglaterra, de John Irving, Las reglas... presenta a un personaje masculino caritativo, que se siente en la obligación moral de ayudar a mujeres, a menudo pobres, a salirse de gestaciones no queridas. Si se trata de embarazos a término y el feto es viable, Larch atiende el parto y se queda con el bebé rechazado hasta encontrarle padres adoptivos.

Intervenciones caseras

La protagonista de Un asunto de mujeres (1988) es, según su director Claude Chabrol, “una sobreviviente y una rebelde”, que sueña con convertirse en cantante, pero la realidad la lleva a ser abortera durante la ocupación nazi. Al comienzo, lo hace al igual que Vera Drake, por solidaridad ayuda a una vecina angustiada, después como una forma de ganarse la vida en tiempos duros. Marie, en la piel pecosa de la talentosa Isabelle Huppert, tiene un amante joven y quiere largar a su marido, pero éste la denuncia, es decir, la condena a muerte. Porque Un asunto... se basa en la historia de la última mujer guillotinada en Francia, bajo el lema Trabajo, Patria, Familia, durante el gobierno de Pétain.

En la muy elogiada y premiada El secreto de Vera Drake, Mike Leigh presenta, según sus propias palabras, “a una mujer impecable, incuestionable y buena. Ella actúa sin ningún sentido de culpabilidad, pero la sociedad la criminaliza. El público debe sopesar lo que esto significa. Es importante recordar que Vera no es una excepción. En todas las sociedades siempre hay personas, en su mayoría mujeres, que saben cómo resolver un embarazo no deseado”.

Por su parte, la extraordinaria intérprete de Vera, Imelda Staunton, comenta que entre toda la data que leyó antes del rodaje, hubo algo que le llamó especialmente la atención: “El 85 por ciento de las aborteras que estaban en prisión en los años ’40, ’50, eran madres y abuelas. Nada que ver con lo que cualquiera podría haber imaginado: solteras, sin hijos, moviéndose en sótanos... Descubrir que muchas de ellas no lo hacían por dinero sino para ayudar a otras mujeres de la clase trabajadora que no podían pagarse una buena clínica, fue importante para mí”.

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