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Viernes, 10 de mayo de 2002

ESPECTACULOS

De primera necesidad

Tres romances en París y La dama y el duque –películas todavía en cartel, pero hay que apurarse– muestran que el realizador Eric Rohmer, a pesar de que en los últimos tiempos todo el mundo ha insistido en recordarle que tiene más de 80 años, será viejo, pero en cambio es nuevo.

 Por María Moreno

La suerte, un tema clave en las películas de Eric Rohmer, hace que estén en cartel La dama y el duque y Tres romances de París, y es recomendable verlas como antídoto en un Buenos Aires donde las páginas de los diarios anuncian una caída colectiva que parece corresponder al concepto existencialista de destino. La dama y el duque está basada en el testimonio de Grace Elliot, una inglesa amante del duque de Orleans, monárquica en una tierra y un tiempo que no le había solicitado una definición –la París de la Revolución Francesa– y que dejó un diario donde alterna recuerdos privados, dilemas morales y riesgos donde sedimentan, no siempre en correlato, elecciones políticas y amorosas. Tres romances en París es una guía turística por añadidura y la demostración de cómo las relaciones amorosas pueden convertirse en una brújula rota. Con un consenso inusitado, los críticos no se han privado de contar los argumentos de los tres episodios, incluyendo el final, como si estas historias de desencuentros sin tragedia no ameritaran mantener el suspenso que el autor logró imponerles.

La suerte está echada
Desde Bajo el signo de Leo, en donde un músico deviene clochard hasta que recibe una herencia considerable e inesperada, hasta El rayo verde, donde el amor se encuentra cuando se deja de esperarlo, pasando por La dama y el duque, que muestra la cabeza guillotinada del girondino y no la de la monárquica, en las películas de Rohmer siempre parece estar presente la suerte. El esfuerzo invertido para alcanzar el objeto de deseo es inútil, ya sea como en el mediometraje Los bancos de París, donde los amantes nunca de común acuerdo parecen dirigirse al fin de dormir juntos -ella retacea, juega, menta constantemente al marido–, como en El rayo verde, donde una oficinista de vacaciones intenta ceder al inefable mandato social de engancharse a alguno y lo logra sólo cuando olvida su expectativa y ve acompañada el rayo verde –un efecto visual del ocaso en el mar–, la intención es lo de menos, lo que cuenta es un golpe de azar, la aventura que queda a la vuelta de la esquina. No hay destino –buena nueva que no logra instaurar ni el diván psicoanalítico ni la revolución– hay Loto o entrada por el foro de un personaje con el que no se contaba. Es por eso que Rohmer privilegia en sus comedias de equívocos los encuentros en la calle, la irrupción de aquel o aquella que no nos fueron presentados, como si París fuera un billete de lotería. El director, década tras década, sigue insistiendo con gente que se persigue en exteriores, sin razón, sin causa que no sea el paso de una belleza de ocasión que por otra parte no suele ser muy diferente de lo que se tiene en casa. La Aricie de Cita a las 19, uno de los capítulos de Tres romances en París, no es más bella que su rival Esther, a quien Horace engaña con la primera. La turista y la editora que interrumpen el trabajo del pintoren Madre e hijo son dos bellezas, sólo que una se ofrece como destino y la otra como posibilidad a capturar.
Jean Améry, cuyo seudónimo es Hans Mayer, escritor de origen belga, ha escrito dos libros (Revuelta y resignación, acerca de envejecer y Levantar la mano sobre uno mismo) en donde realiza una denuncia de la vejez y una reivindicación de la muerte en palabras que luego avaló con su suicidio en 1977. Existencialista sin nueva cosmética, discutió el imperativo de que la vida fuera sagrada, mostró la miserabilidad del envejecimiento cultural y de la percepción del cuerpo como sede de merma y sufrimiento en detrimento del deseo y la vitalidad, para rescatar la decisión de ponerles fin. Esa pretendida visión objetiva de los últimos años de la vida humana, en su aparente descarnadura destinada a mostrar lo que nadie quiere ver antes de que le llegue su turno, tiene una caída, puesto que no cuestiona los supuestos del mundo respecto del cual se atrasa sino que los confirma del lado de la exclusión. Por otra parte adhiere en sus postulados a la religión de la causa-efecto: el suicida tendría sus razones, la vejez es atroz porque... Es ahí donde el viejo Rohmer podría darle a Améry una lección de no conformismo.

Por ser nuevo, aún mañana
La palabra “nouvelle vague” parece haber sido en Agnes Varda, como en su compañero Rohmer, una expresión que la nombra más que su nombre y apellido. Los psicoanalistas lacanianos hablarían de significante. Ellos, los de la nueva ola, saben que lo nuevo es lo contrario a formar parte de la última moda: es, en cambio, usar los medios de mañana para permanecer idénticos a sí mismos, no como repetición de lo ya experimentado sino como posibilidad de realizar movimientos dentro de una constante. Agnes Varda, a los setenta años, tomó una cámara digital y se adentró en un movimiento real: recorrer Francia para filmar Les glaneurs y la glaneuse. Es decir a aquellos que, una vez finalizada la primera recolección –la legítima, la inscripta en el mercado bajo el patronazgo del terrateniente–, recogen aquellos frutos y verduras que –pasados en su madurez aunque no podridos- son capaces de recuperar su función original de alimentar y fortalecer. Varda registra el relato de grandes gourmets de la basura, cartoneros vegetales que, al revés de los buenos burgueses, jamás comen, paradójicamente, comida basura, puesto que saben separar lo aprovechable del desecho, neutralizar la labor del pesticida, aderezar y cocer en su punto preciso. Un hombre vive de los desperdicios de un pueblo sin ser su alcalde. Su autoridad moral le permite recorrerlo a grandes zancadas -¿acaso no los tiene a todos literalmente trabajando para él?– mientras cuenta a cámara unas razones en las que resalta una mezcla de ecoanarquismo y vendetta personal. Otro hombre, más misterioso y a quien Varda declara haber espiado durante largas jornadas hasta poder abordarlo, come in situ, seleccionando entre las hojas marchitas –no todas– y la fruta demasiado jugosa y demasiado blanda que rodea el mercado a la hora de cierre. Por la noche da clase a inmigrantes más pobres, los desechos sociales de París, a quienes enseña, contando con su complicidad irónica, precisamente el significado de la palabra “desecho”. Un grupo de desocupados, que viven en una casa rodante en medio del campo, come de una paellera un manjar que incluye tal cantidad de elementos como para sobrepasar, de ser incluido en el menú de un restaurante de tres tenedores, los 100 dólares de precio per cápita. Por asociación, Varda pasa de filmar a los recolectores de segunda a toda clase de recicladores: artistas, comerciantes del mercado de pulgas, representantes de cualquier oficio capaces de poner la imaginación al servicio de intervenir en el ser de una cosa, cambiando su función y su forma. Contra la tramposa objetividad de Améry para justificar su poner fin a la vejez mediante la muerte, Varda se exhibe con humor como un desecho más de los que seaprovechan y reactualizan en Les glaneurs y la glaneuse. Mediante un primer plano convierte su mano cubierta de pecas, de arrugas y protuberancias en un inexistente tubérculo, exhibe los ensanchados canales que dividen sus cabellos y propone que las manchas de humedad en el techo de su casa son piezas de arte sin autor. Por supuesto, nombra al pasar a la muerte, pero no se detiene a filosofar sobre ella porque “mientras tanto” debe ir hacia el próximo pueblo a realizar tareas bien materiales que le permitan continuar con la filmación. Tanto Varda como Rohmer desplazan cualquier sospecha de envejecimiento cultural, puesto que precisamente rechazan la cultura de su época –el mercado menos como intercambio exitoso que como exceso y exclusión–, aunque ninguno de los dos se niega a utilizar de ésta los elementos técnicos que, a la manera de prótesis, les permitan sustituir los costosos desplazamientos de equipo, el despilfarro de medios, la gran bravata física que atrapa a los directores jóvenes. Ninguno trata de disimular o encubrir la tecnología digital: el desafío es mantener la ilusión del espectador más allá del supuesto desmentido que implica lo explícito del elemento técnico. En Les glaneurs y la glaneuse, la pequeña cámara de Varda está constantemente en escena. En La dama y el duque es ostensible la digitalización del Sena, los fondos de cuadros pintados, más verdaderos precisamente porque no disimulan su factura pictórica y por eso, al igual que las obras de Sade, de apariencia erótica, son más ilustrativos de la Revolución Francesa que cualquier libro de historia. Mil metros cuadrados tapizados de verdes contra los que ha movido a sus actores, para luego insertarlos contra paisajes pintados, le han bastado a Rohmer para realizar La dama y el duque que, de otro modo, habría costado cuatro veces más. Para recoger las imágenes de la ciudad que acompañan las historias de Tres romances en París, Rohmer establece su conocida ética de no intervención: no sólo no estetiza, insistiendo en mostrar lugares en obra, parques descuidados -incluso llega a defender a través del discurso del pintor, en el episodio titulado Madre e hijo, de Tres romances en París, el gris sucio de las paredes de la ciudad–, un cementerio en abandono, sino que no “vandaliza” filmando los espacios sin expulsar a sus habitantes naturales. Contra un cine que intenta salpicar las butacas con la sangre de la víctima o que pretende elevar el recurso técnico a nueva realidad, utiliza la clásica idea de representación.
Con insistencia grosera, la crítica ha insistido sobre la edad de Rohmer como si asistiera a indudables obras póstumas de un cadáver cultural que todavía es capaz de traerse lo suyo: es el género de tontería que es castigada sin oposiciones agraviantes ni denuncias estrepitosas, simplemente con el paso del tiempo. Rohmer no puede envejecer porque sus postulados han sido siempre clásicos. No es reaccionario puesto que su ambigüedad es demasiado evidente. En La dama y el duque, el hecho de elegir narrar un período de la Revolución Francesa desde el punto de vista de una monárquica no implica una toma de partido conservadora sino por aquello que se juega de la subjetividad en la política y de las éticas personales por encima de los imperativos de la historia. No en vano utiliza un género privado como el diario íntimo y la esquela secreta aparece una y otra vez en escena. La sutil y económica secuencia de la ejecución del rey, narrada por una criada que enfoca su catalejo sobre París, desde la ciudad de Medoum, indica con precisión pedagógica el relevo en la narración de la historia que implicó la revolución. Robespierre no aparece con la máscara del jacobino sangriento sino con la del burócrata apurado por resolver asuntos más urgentes que reabrir un juicio sobre una aristócrata inglesa que conspira desde su secrétaire (aunque es cierto que la burocracia, como bien probaron los nazis, es esencial al asesinato). Sería hacer gala de una interpretación demasiado literal decir que Tres romances en París destila una imagen pesimista delamor. Que los tres episodios dividan a los pares para devolverlos a su soledad implica menos dejarlos solos con una nostalgia que volver a ponerlos en disponibilidad hasta un nuevo golpe de dados. Es por eso que las obras de Rohmer –de creer que el cine influye sobre la vida– constituyen una sofisticada forma de autoayuda, aunque una no haya logrado ver ni sola ni acompañada el rayo verde.

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