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Viernes, 6 de mayo de 2005

LIBROS

Recuerdos de la muerte

En Los niños escondidos: del Holocausto a Buenos Aires, Diana Wang recoge los testimonios de treinta mujeres y hombres judíos que sobrevivieron al exterminio nazi en sus países de origen y emigraron a la Argentina siendo equeños. Entregados por sus padres a familias católicas, esos “niños”, sesenta años más tarde, relatan cuál fue el precio de conservar sus vidas.

Por Noemí Ciollaro

Esta será tu casa ahora, oye bien lo que te digo, aquí te quedarás porque tu vida está en peligro. Juega con los niños, sé bueno, no te portes mal, no hables ni cantes ya en idish porque dejaste de ser judío”, escribió Jane Heytin-Weinstein en el gueto de Shauliai, Lituania, poco antes de una “Kinderaktion” –redada y asesinato de niños– llevada a cabo por los nazis en marzo de 1943, tras la cual fue deportada al campo de concentración de Stutthof.

Poco antes, Jane había entregado a su hijo a una familia católica para que lo mantuviera oculto, consciente de que ya no podía protegerlo más. Fue entonces cuando escribió la canción en la que, entre otras cosas, le anunció que para salvar su vida debería renunciar a su idioma y dejar de “ser judío”, borrar su identidad, su pertenencia y su pasado.

Esta historia forma parte del libro Los niños escondidos: del Holocausto a Buenos Aires, de Diana Wang, recientemente publicado por Editorial Marea. La autora nació en Polonia en 1945 y es hija de sobrevivientes de la Shoá (palabra hebrea utilizada para referirse al asesinato de seis millones de judíos en Europa durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial); en 1947 llegó a la Argentina y actualmente es psicóloga especializada en terapia familiar y coordinadora de los grupos Niños de la Shoá en la Argentina, e Hijos de Sobrevivientes de la Shoá.

Diana es, además, hermana de Zenus, un niño que sus padres entregaron a una familia católica para salvarlo de la muerte y al que nunca pudieron recobrar. Es una búsqueda que ella continúa, aunque no sabe si Zenus, que hoy tendría 65 años, circunciso y criado como católico, está vivo o muerto.

Hasta el presente los protagonistas centrales de los relatos sobre el Holocausto han sido los adultos, pero los niños y en gran medida sus madres han quedado ocultos, silenciados por la historia oficial. Transcurridos más de sesenta años, treinta de aquellos “niños escondidos” que por diversas razones llegaron a la Argentina testimonian acerca de lo ocurrido y de cómo el ocultamiento de sus identidades posibilitó la sobrevivencia, pero también un destino difícil. Ocho hombres y veintidós mujeres que entre 1939 y 1945 tenían de uno a dieciséis años proporcionan diversas visiones de sus historias, algunos piden que sus nombres sean mantenidos en secreto, pues sus familias aún no conocen por completo su verdadera identidad. Gran parte no se autodefine como “sobreviviente”, ya que esa categoría durante muchísimos años sólo abarcó a quienes pasaron por los campos de exterminio. Por otra parte, “el milagro de haber conservado la vida en medio de las más atroces condiciones –afirma Wang– se convierte en algo casi vergonzoso, difícil de contar, como si sobrevivir confiriera al sobreviviente alguna responsabilidad en la muerte de los otros”.La autora, también sobreviviente, rescata sus voces y da a conocer a esos “niños” judíos que hoy tienen entre sesenta y ochenta años, cuyos relatos describen cómo eran sus vidas antes de la guerra, qué sucedió cuando sus padres los escondieron en el seno de familias generalmente católicas, y la forma en que mucho más tarde iniciaron la reconstrucción de sus identidades y lazos familiares en una Argentina antisemita, atravesada por golpes militares y atentados contra la comunidad judía.

Madres en las sombras

El tema central del libro son los niños, pero hay numerosas situaciones en las que sus madres emergen como quienes quedaron solas con la responsabilidad de alimentarlos, cuidarlos y ponerlos a salvo ante el peligro del exterminio, relata Wang.

“El niño (y la niña) es un ser que por su incapacidad biológica natural de maduración es definido como dependiente del adulto. Hablar de un niño inmediatamente remite a los adultos que tiene cerca; en mi libro son permanentes las historias del adulto tendiéndole una mano y permitiendo su salvación. Si bien no están mencionados en forma específica como protagonistas, inevitablemente se presentan los padres que estaban al lado del niño. En la mayoría de los casos esos adultos son las madres por dos razones fundamentales, una biológica, las mujeres estamos más ligadas biológicamente al niño cuanto más pequeño es; la otra razón es que con la ocupación nazi en los distintos lugares de Europa central, existió la idea de que la guerra era contra los hombres, no contra las mujeres, niños y ancianos, entonces todas las familias trataron de proteger a sus hombres mandándolos a otros sitios, Rusia, Italia, o Francia para salvarlos. Algunos lo consiguieron, por lo cual muchas familias no tenían hombres en sus casas y eran las madres, solas, las que vivían en los guetos, una enorme cantidad de mujeres, mucho mayor que de hombres, a cargo de estos niños. Por eso el tema de la madre a cargo de sus hijos resulta casi protagónico, pero en las sombras. Es otra de las situaciones escondidas en mi libro sobre los niños escondidos”.

Jossette, una de las “niñas”, recuerda que al iniciarse la ocupación nazi tenía dos años y vivía con su mamá y sus hermanos en un barrio judío, en París, “supongo que en algún momento nos escondíamos con mamá en los subtes. Mamá trató de hacer lo imposible para salvarnos. De grande descubrí que me agrada el olor que hay en el subte tal vez porque lo relaciono con una sensación de estar protegida. Estuvimos así hasta 1942”.

“Cómo era ser madre durante la ocupación –define Wang–: muy complejo, como los niños ocasionaban gastos y no eran productivos, los nazis los cazaban y los mataban en las ‘kinderaktion’. Eran madres en situaciones desesperadas, cuando iban a trabajar los chicos se quedaban solos, ellas los dejaban escondidos bajo las camas, tras los muebles, pero a veces los chicos salían y ellas nunca sabían qué iban a encontrar al regresar. Trabajaban con hambre, con frío, en condiciones de esclavas, para poder llevar tal vez un pedazo de pan negro hecho con aserrín que se convertía en el único alimento para sus niños, o una porción, una cucharadita de té de mermelada que repartían entre tres o más; y a veces cuando regresaban los niños habían desaparecido y ellas no sabían qué les había ocurrido”.

La autora del libro recuerda: “Mi mamá siempre me decía que cuando una dice no voy a poder, no sabe lo que está diciendo, una puede mucho más de lo que cree; y también me deseaba que la vida no me desafiara para saber hasta adónde puedo, pero si ocurre, me decía, sabé que podés mucho más. Es cierto, una dice no voy a seguir viviendo y sigue viviendo, y lo peor es que querés vivir, pero después tenés que vivir con la culpa y el remordimiento de haber quedado viva”.

El cuerpo, un arma de doble filo

“El tema de la mujer en la Shoá pasaba básicamente por el cuerpo, en el caso de los hombres judíos la circuncisión los hacía rápidamente identificables, pero las mujeres tenían otros problemas, sus embarazos y el sexo desde diversos aspectos. Si era una mujer muy bonita, podía conseguir a través del sexo ventajas para ella y su familia, o la misma mujer podía ser tomada, violada, lastimada y matada por ser bonita, el sexo era un arma de doble filo. Hubo madres que tuvieron que entregar su cuerpo para salvarse y salvar a sus hijos. Hay relatada una situación sumamente dramática de uno de los “niños” que fue testigo de reiteradas violaciones a su madre y hasta hoy sigue resentido con ella. Hay algo muy duro que se mueve en esto, es como si él siguiera manteniendo encapsulado a ese niño que debió ser testigo de ese hecho y no pudo hacer nada. A través de esas violaciones ella salvó la vida de su hijo y la propia”, subraya la autora.

En su testimonio Alberto recuerda: “Yo estaba todo el tiempo con mi mamá, incluso cuando la violaron. La primera vez la violó el jefe de la Gestapo y todos los que lo acompañaban, yo no entendía bien qué pasaba, tenía cinco años. He visto muchas veces las violaciones de mi pobre madre. No entendía que ella hacía eso para salvarnos y le decía que era una puta. Mi papá fue voluntariamente a un campo de concentración aunque mi mamá le dijo que se escapara, pero él y sus hermanos decidieron que no se iban a humillar huyendo”.

Las “niñas” y “niños” escondidos pronuncian en el libro de Wang una pregunta que es constante: “¿Cómo es que me salvé?”, y junto a ese interrogante relatan situaciones de vida en las que se repiten sueños, manías y temores que pueden detectarse como marcas que persisten ante pequeñas situaciones cotidianas. Hay quienes dicen que haberse salvado fue una cuestión de suerte, hay otros, como Anushka, que repiten “¿Salvarme fue una suerte o un castigo? ¿Habré quedado viva para contarlo, por qué no habré tenido la suerte de una muerte veloz? No lo sé, muchas veces me pesa la vida, muchos días y noches vuelvo a ver secuencias de esa terrible película que no me da tregua ni paz.”

Los “niños” escondidos viven hoy en la Argentina, aquí han construido sus familias y han reparado, en la medida de lo posible, el horror pasado durante el exterminio nazi. Es difícil, afirma la autora, conocer la cantidad de judíos ingresados a la Argentina entre 1945 y 1950, ya que muchos lo hicieron de forma ilegal. Adoptaron distintas estrategias para integrarse a esta sociedad en relación con la decisión de vivir como judíos una nueva vida. Algunos optaron por el ocultamiento de su identidad mezclándose con el resto de la sociedad; muchos de sus hijos son quienes hoy buscan conocer la historia, rearmar el rompecabezas de su origen y condición. Otros eligieron un camino más suave; sin renegar, evitaron la exhibición de su condición judía y la participación en alguna institución comunitaria. Y otros se asumieron plenamente como judíos e intervinieron como tales en diferentes niveles.

Según Wang, esto ha ocurrido en todos los países que alojaron a sobrevivientes, pero hay un factor que distingue a los judíos argentinos del resto y para ella reside en “el enorme poder de la Iglesia católica local, el terror y la represión sufridos durante las dictaduras militares, especialmente la última, y los dos grandes ataques a la Embajada de Israel en 1992 y a la AMIA en 1994. Los focos antisemitas en la actualidad pueden ser hallados en las fuerzas de seguridad y en grupúsculos marginales acotados. A este país llegaron los “niños” con su historia a cuestas y un futuro incierto y muchos de ellos aún permanecen escondidos”, concluye.

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