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Viernes, 6 de mayo de 2005

SORPRESAS

Como en botica

Surtido es un pequeño libro objeto en el que Gabriela Kogan reunió, un poco por azar y otro poco por capricho, más de 200 publicidades gráficas del siglo XX. Cualquier parecido de esos avisos con los actuales no es mera coincidencia, aunque al parecer en otra época se conseguían ciertos aparatos anticonceptivos eclesiásticamente aprobados.

 Por Soledad Vallejos

Más que una declaración de principios, vendría a ser una definición por negaciones: “este libro no fue hecho con rigor científico”; no hubo un método de selección sino una cruzada intermitente y azarosa por cajones, librerías de viejo y parques con stocks de revistas que ya nadie quiere; no hay reflexiones sobre “lo social, lo puramente histórico, lo económico, lo político, lo tecnológico, lo comunicacional” y tampoco notas sobre los cambios en la vida cotidiana (“el rol de las mujeres, el estereotipo de los hombres, el cuidado de la salud, el prestigio que da un automóvil, el confort de los electrodomésticos, la importancia de la radio y la omnipresencia de la televisión”). Gabriela Kogan prefiere que las 233 publicidades gráficas argentinas del siglo XX que compiló en Surtido (Ed. del Nuevo Extremo) sean un punto de partida y no de llegada, mientras declara el único criterio que la guió: el del capricho de su historia personal, o lo que es lo mismo, el entrever que “cada una de estas publicidades es la puerta de entrada a la historia de la vida cotidiana individual”. Valga decir, entonces, que el surtido viene a ser una especie de collage formado a partir de series de desechos (culturales, pero buscados básicamente por sus cualidades materiales, o, lo que es lo mismo, desechos en el sentido más cotidiano del término): los históricos, los personales, los públicos. Claro que las operaciones arqueológicas no siempre pueden preservar la pureza de la inocencia que pretende guiarlas (aun cuando se trate de un adorable y pequeño libro objeto), porque los hallazgos, al circular, van arrastrando otras historias, en especial cuando acosa la tentación de la lectura política.

Sólo se trata de resistir. No diremos, no, no, que es tremendamente asombroso encontrar que hace cuarenta años el recurso para vender jabón en polvo era echar mano del estereotipo, pero que así y todo resulta hasta moderno en comparación con la saga Gianola-toca-timbre-y-te-pide-las-medias-del-nene (aunque ya por entonces buscaban casos de la vida misma, como la demostraba “la señora Estela C. de Troisi”, una de “las miles de amas de casa que ya adoptaron” el jabón en cuestión). Tampoco que hace un poco más, en los años ‘40, las chicas argentinas vivían perseguidas por el terror de despedir olores corporales de lo más naturales y ofensivos: y es que la vulgar transpiración podía hacer peligrar un noviazgo, inclusive en invierno, pero “creeme, no reprocho a tu marido, sino a tu negligencia –dice una madre que más que madre es una amiga consejera–, ¡prueba un baño diario con jabón Sunlight de tocador!” (“¡Qué baño tan refrescante, y qué grata sensación de aseo! Gracias al consejo de mamá y al jabón Sunlight de tocador no correré más el riesgo de ofender!”). Tampoco nos vamos a deslumbrar porque, además de aromas poco gentiles emanando de la axila, parece que a nuestras predecesoras (hoy día convertidas en una generación de madres y abuelas que vaya a saber una de dónde sacan el tupé...) les llovían reproches inclusive por su desganada higiene dental, un horroroso hábito que casi le cuesta el casorio (con departamento incluido) a laprotagonista del aviso de Colgate: “¡Estoy indignada. Roberto sale con el pretexto de no encontrar departamento para postergar nuestra boda y no se lo permitiré!”, “Hermanita... quizás estás perdiendo a Roberto por culpa de tu aliento” (a no preocuparse: el dentífrico le salvó los confites y hasta logró que Roberto se afeitara para la ceremonia).

No vamos a decir nada tampoco, nada de nada, acerca de la invalorable colaboración que la Cafiaspirina supo prestar a las estresadas mujercitas que quedaban agotadas en los años ‘40 (“salí de compras y estuve caminando toda la tarde sin cesar, de tienda en tienda... llegué a casa completamente rendida y con un dolor de cabeza insoportable”). Y no diremos ni mu sobre el sospechoso “masaje fricción” sugerido por Palmolive (al filo de los ‘50) que en apenas 15 días cambió por completo el rostro de Elenita y le consiguió marido por “habilidosa y bonita”. No nos sacarán ni media declaración sobre lo díscolas que, ya entonces, eran las publicidades cuando de sacarse las anteojeras y reconocer otros mundos se trata. Lo único que importa aquí, ahora, es obtener una respuesta: ¿qué era el “nuevo aparato suizo” que, además de evitar “maternidades accidentales”, ser “seguro”, “científico”, haber sido “aprobado por la Iglesia” y diseñado para adaptarse “a las irregularidades”, venía con un “folleto confidencial sobre el Problema de la Natalidad”? Todo lo que sabemos es que en 1965 lo proveía, por correo, una “Sra. F.R.”, del “Instituto Norca”. Se agradecen los datos que puedan aportarse.

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