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Viernes, 31 de mayo de 2002

PERSONAJES

Todo el bien y todo el mal

Hace veinte años moría, agobiada por una pérdida insoportable, Romy Schneider. La gran actriz austríaca había debido remontar con la fuerza de su talento la temprana fama mundial a la que accedió interpretando a la emperatriz Sissi. El suyo fue uno de los rostros más hermosos de la cinematografía mundial.

 Por Moira Soto

El baqueteado, malherido corazón de Romy Schneider se detuvo hace casi veinte años, el 29 de junio de 1982, once meses después de la absurda muerte de su hijo David, de 14, desangrado luego de que una de las puntas de la reja del jardín de sus abuelos adoptivos –que había intentado escalar– le perforase la arteria femoral. Once meses de agonía que apenas aliviaron los tranquilizantes y el alcohol; once meses de esquivar a fotógrafos y periodistas a la caza de una imagen de mater que ofrecer a lectores fisgones de la desgracia ajena. Demasiado para la hipersensible Romy Schneider que, sin embargo, hizo esfuerzos desesperados para preservar a su otra hija, Sara, de 7, y hasta juntó coraje para hacer una última película en ese lapso de tanta desdicha: La paseante de Sans Souci. Dicen testigos que la conocían bien que durante ese rodaje la actriz estaba ausente entre toma y toma, y sólo parecía recuperar cierta vida cuando el director indicaba: “Acción”.
El cine francés perdió, hace un par de décadas, a una actriz excepcional, que había hecho realmente suya a partir de La piscina (1968), aunque ya en Le combat dans l’île (1962, opera prima de Alain Cavalier que se está viendo estos días por TV5 International) Romy Schneider –respaldada por la sabia Simone Signoret– había demostrado que la acaramelada Sissi de su adolescencia estaba bien muerta para ella.
De una belleza básica austríaca, saludable cual manzanita con bucles y chispeantes ojos azules, tal como se la vio en esas películas que daban la impresión de llevar al celuloide las recetas de los más empalagosos postres vieneses, Romy Schneider se convirtió, por obra y gracia de su propia determinación, en una mujer de un atractivo sublime, desgarrado, inteligente. Un atractivo que incluso se acrecentó con el desgaste de los años, los amores apasionados pero provisorios, el trabajo excesivo (llegó a rodar cuatro películas en un año, en su afán de recuperar el tiempo malversado con emperatrices falsificadas y otros productos de la repostería fílmica que eligió su madre para ella). Reclamada por grandes directores como Luchino Visconti (Boccaccio 70, 1961), Orson Welles (El proceso, 1962), Clouzot (que empezó con ella L’enfer, proyecto que no pudo terminar), Romy Schneider alcanzó la plenitud de sus recursos interpretativos y de su decantada belleza en las películas que le consagró Claude Sautet, de Las cosas de la vida (1961) a Una historia simple (1975), pasando por César y Rosalie. “Sautet creó para mí retratos complejos de mujeres de hoy, que pelean por su emancipación y que siguen sufriendo la presión de monstruosos prejuicios”, señaló la actriz, agradecida.

La emperatriz confitada
Ciertamente, la talentosa austríaca tuvo que esperar hasta que llegara Visconti –a quien conocía desde los tempranos ’70– para poder encarnar a una Sissi (en la monumental Ludwig, 1972) cercana de personaje histórico. Una Sissi, la real, con la que Romy Schneider tuvo a lo largo de su vida varios puntos de contacto: la emperatriz de Austria luchó para despegarse del control obsesivo de su suegra, mientras que Romy, en su adolescencia, sufrió las imposiciones de su madre respecto de su carrera (y también las indicaciones sobre los noviecitos con los que supuestamente le convenía mostrarse públicamente); la aristócrata y la actriz, en distintas épocas y cada una a su manera, defendieron su independencia, su originalidad, se arriesgaron, amaron el mundo del espectáculo (Sissi adoraba el circo; Schneider, el cine y el teatro), y ambas tuvieron la desdicha indecible de perder a un hijo de corta edad.
Rosemarie Albach-Retty había nacido en Viena, de padres actores, el 23 de septiembre de 1938, y muy pronto fue llevada a vivir entre montañas dignas de La novicia rebelde, en los Alpes bávaros. Infancia sobreprotegida, nacimiento de un hermanito, Wolfi, cuadro ideal de familia tipo que se hace trizas cuando papá Wolf se manda a mudar, sin previo aviso, con otra mujer. La niñita no sólo pierde a su adorado progenitor: también la alejan de la encantadora abuela paterna, Rosa Betty, prestigiosa intérprete teatral. Es que mamá Magda Schneider está despechada y ha decidido apropiarse de sus hijos en exclusiva: a Romy la pone pupila en un colegio de monjas durante varios años, lo que le permite a la actriz –simpatizante de Hitler– proseguir su carrera en Alemania durante el nazismo.
Cuando la chica cumple 14, la inscribe por su cuenta en una escuela de diseño de ropa, en Colonia. Pero Romy tiene sus propias ideas: quiere actuar como la gente de su familia. Magda usa sus influencias y su bonita hija debuta en cine a los 15 con el apellido materno. A los 17 hace la primera Sissi (1955), resonante suceso, seguida de Sissi emperatriz (1956) y Sissi y su destino (1957). La emperatriz confitada por el chef Ernst Marischka deleita a las multitudes y se habla de una cuarta edición. Pero antes, mamá Magda, con su estilo manejador de siempre, propicia que Romy protagonice, siguiendo sus pasos, la remake de Libelei (1933). Lo que menos podía imaginar la señora Schneider era que su vástaga, por causa de esa película, iba a mandar al demonio para siempre el fondant rosa bombón, la crema chantilly y el almíbar a punto de caramelo de Sissi y compañía. No es que el film, retitulado Cristina, fuese nada del otro mundo, pero estaba coprotagonizado por el más que bello Alain Delon en el apogeo de su magnetismo felino. Romy Schneider se volvió loca de amor y todo lo demás dejó de tener importancia (su mamá, su carrera estelar, los ruegos de los productores que ofrecían un millón de marcos por otra de la emperatriz). Otra Romy Schneider, la verdadera, emergió de las cenizas de los encajes, los voladitos, los rizos y las diademas...

Muerte y transfiguración
Si no hubiese irrumpido Alain Delon como un rayo fulminante, probablemente Romy Schneider habría sabido encontrarse consigo misma, hacer su propio camino. El chispazo con el radiante Delon no hizo más que acelerar la transformación de la crisálida, que se escurrió como agua de las manos de doña Magda para ir a París con su amadísimo. En pleno romance, la pareja protagonizó en teatro la pieza isabelina Lástima que sea una puta, de John Ford, bajo la dirección del gran Visconti. El descubrimiento de la pasión amorosa, el ingreso a una dimensión interpretativa de tan alta exigencia y el roce con el excitante mundo cultural parisino produjeron una suerte de transfiguración en Romy. Desde luego, todavía le faltaban horas de vuelo para llegar a ser la magnífica reventada de Lo importante es amar (1975), pero ya estaba lista para que Visconti le calzara un Chanel impecable en uno de los episodios de Boccaccio 70 (1961). La trayectoria de la nueva, es decir, la genuina Romy Schneider se disparó en distintas direcciones: Alemania, Estados Unidos, de vuelta Francia, Gran Bretaña, y otra vez Francia, esta vez para aquerenciarse. El romance incandescente se consumió en pocos años; sin embargo, Romy y Alain quedaron amiguísimos, y él la llamó en 1968 para que actuaran juntos en La piscina, de Jacques Deray, un éxito que confirmó la calidad de estrella –a su pesar– de la ex Sissi.
Al año siguiente comenzó la milagrosa complicidad con Claude Sautet, “una historia de amor profesional, rica e intensa, algo muy raro y muy precioso”, al decir de la intérprete de Las cosas de la vida. “Fue el director que mejor me comprendió. Bastaba que nuestras miradas se cruzaran para que yo supiese lo que él quería de mí. Y se lo daba. Claude me liberó de miedos y frustraciones. Cuando yo tenga 50 y esté completamente destruida, si él me llama, yo iré...” Sautet, por su lado, llegó a decir de su musa: “Para mí, Romy era Mozart”. Y también: “Tenía una vivacidad animal, capaz de cambios de expresión radicales, iba de la agresividad más dura a la dulzura más sutil. Era atormentada, pura, violenta, orgullosa. Se entregaba a un personaje desde el primer ensayo, permanentemente buscaba mejorar su rendimiento”.
Muchos de los cineastas que la dirigieron se enamoraron de ella como actriz, como persona. Andrzej Zulawski siempre estará reconocido por haber podido hacer Lo importante es amar gracias al empeño de Romy (“la adoraba, era entrañable, persuasiva; rechazó otros proyectos para hacer este film conmigo, un polaco desconocido...”), mientras que Alberto Bebilacqua la definió como “una pura sangre de enorme sensibilidad, que se encabritaba ante el más leve signo –una mirada, un tono de voz– en el que percibía desconfianza o doblez”. Bertrand Tavernier, que la condujo en La muerte en directo, comentó: “Ella tenía del amor un concepto romántico en todo el sentido del término, con todo lo que implica de exceso, intensidad, heroísmo”.
Las dos veces que Romy Schneider se casó, hizo ese trámite legal porque estaba embarazada y deseaba tener esos hijos, a los que amó y cuidó todo lo que pudo. Ella, que decía que la mayor desgracia que le podía suceder sería renunciar a su oficio de actriz, dejó de trabajar largos meses cuando nacieron David y Sarah. Fue una gran amiga de sus amigos y de algunos de sus amantes, pero se consideraba fracasada en el amor: a un periodista de Ciné Revue le decía en 1975: “¿Usted cree que tengo éxito con los hombres? Se equivoca por completo... Por un tiempo me encuentran una buena compañera, pero cuando llega el momento de poner las cosas en claro, se produce la fuga bajo cualquier pretexto. Entonces me encuentran fría, poco comunicativa. No ignoro que termino dándoles miedo a los hombres”.

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