las12

Viernes, 14 de octubre de 2005

LIBROS - LAURA PALACIOS

Qué raro era mi pueblo

Laura Palacios ha reinventado el mundo de su infancia en un imperdible libro de relatos aparecido este año que la crítica literaria pasó olímpicamente por alto, Provincia de Buenos Aires. Una creación donde el humor, la inocencia, el romanticismo y la leyenda producen una irresistible aleación.

 Por Moira Soto

Llega a la entrevista con una cajita atada con cinta bordó rebosante de una galletitas tan delgadas que parece un milagro que no se quiebren, blancas siluetas de angelitos salpicadas de cristalitos azucarados de colores. El gesto condice con la inspirada autora de Provincia de Buenos Aires, un entrañable, altamente disfrutable libro de relatos que recrean –desde el punto de vista de una chica entre la infancia y la adolescencia– un universo pueblerino de los años ‘50 que Laura Palacios, también psicoanalista, conoció desde adentro y donde vivió hasta los 17.

En cuentos donde el humor siempre es virtual, el sentimentalismo brilla por su ausencia y la poesía se cuela como quien no quiere la cosa, cobran relieve y espesor recordables personajes como la enamoradiza tía Maruja; la enfermera Santina Calostri y su combinado donde pasa discos de Mario Lanza; el doctor Raggio y su ojo de vidrio azul nomeolvides; el sufriente cantor uruguayo Osiris Pérez Castrillo y la novia robada (¿con su anuencia?) en la misma puerta de la iglesia el día del casamiento; el dandy de la Capital Martincho Ibarlucía y, entre otros, la mítica Oveja Ferro, esa chica sin edad, grandota y rubia, quizás albina, que repite siete veces el grado... Los gitanos en los inviernos, el tul de ilusión y el casquete de flores de tela del vestido de comunión de la relatora, la pluma de pavo real con que se rasca cuando está enyesada, la magistral escena erótica en la fila 10 del cine Italiano revelan un poder literario en Laura Palacios que no fue advertido por la crítica literaria local, pese a que el libro fue lanzado en la Feria del Libro de este año.

De todos modos, están ustedes a tiempo de hacerse de un ejemplar de Provincia de Buenos Aires, editado por Beatriz Viterbo, y regodearse con cuentos tan extraordinarios como Los sosa, ese travelling en el que padre y su hijita vestida de broderí atraviesan el pueblo de la mano, sin que él le dirija la palabra, con destino incierto para la chica. Si se tratara de buscar parentescos literarios, acaso habría que mencionar a la Lee Harper de Matar un ruiseñor –exquisita pieza literaria muy bien llevada al cine por Robert Mulligan–, novela donde la autora captura la perspectiva del mundo de una niña en un pueblito sureño norteamericano, en los ‘30.

¿Cómo aterrizás en la literatura?

–Estaba escribiendo un trabajo psicoanalítico sobre el padre, la madre, los reyes en los cuentos de hadas, y me pareció que los psicoanalistas no sabían demasiado acerca de hadas y afines. Entonces, empecé por hacer un prólogo para explicar qué eran las hadas. Ese texto fue creciendo, creciendo hasta que me di cuenta de que empezaba a ser un libro. Decidí ir al taller de Tamara Kamenszain y le expliqué mis planes. Bueno, trabajé un montón durante bastante tiempo, me divertí muchísimo, compré toda la bibliografía posible, también inventé bastante. Cuando estuvo terminado, lo llevé a Alfaguara y al día siguiente me lo aceptaron. Le había dado el material a Renata Schussheim para que viese si lo quería dibujar y me contestó que sí. De modo que salió todo muy bien, lo presentamos en el ICI, en 1992.

¿En la escritura de trabajos psicoanalíticos hay una zona de ficción?

–Yo creo que sí. Te diría que ahora me autorizo a mí misma a escribir trabajos psicoanalíticos con ficción, es decir, ficcionalizando. Esto es algo que afloró en mí, me tomó.

¿La imaginación aliada al placer de escribir?

–Claro: yo la paso muy bien escribiendo. Me doy cuenta de que mi escritura puede parecer liviana, espontánea, pero la verdad es que corrijo un montón, trabajo el texto a conciencia. Mirá, yo sé mucho de costura: mi abuela era modista y me enseñó no a cortar sino a terminar, a sulfilar, los detalles, la pincita. Y para mí el texto es como algo que estoy cosiendo: advierto que se nota el pespunte, que el hilván tiene que ser más chiquito, que acá no cae bien y hay que ajustar la sisa. Encuentro equivalencias. Entonces voy, vengo, pruebo, saco, cambio. Para mí fue maravilloso descubrir el word. El libro de las hadas todavía lo escribí con la Lettera, de modo que tenía una caja de alfileres, una tijera, cinta scotch. Escribía a máquina, recortaba y, con un alfiler de esos con perlita en un extremo, insertaba el párrafo cuando hacía falta...

¿Desde cuándo te gusta escribir?

–Desde chica en el colegio, era “la” que escribía los discursos para fin de año, “la” que ganaba concursos literarios. Como en mi pueblo no había librerías, cuando íbamos una vez a Bahía Blanca a visitar a mis abuelos paternos, mi mamá me llevaba a una librería donde me compraba varios libros, que me duraban hasta el mes siguiente. Por supuesto, leí la colección amarilla Robin Hood, aunque también me encantaban las revistas Susy y La Pequeña Lulú, cuya colección todavía guardo. En la biblioteca popular del pueblo también sacaba libros, la señorita me avisaba cuando llegaba uno nuevo. Más adelante conocí a escritoras como Beatriz Guido, Silvina Bullrich. Había un librero con mucho ojo, muy lector, el señor de Pampamar, que así se llamaba su negocio. Gracias a él leí a Borges, a Cortázar. A los 17 me vine a Buenos Aires y aquí me fui directamente a la calle Viamonte a proveerme. En esa época ya estaba con Gombrowicz. Pero si hay un escritor al que leo y releo siempre es a Proust. Me gusta mucho Henry James, amo a Salinger. Ahora releí Madame Bovary con sumo placer, me parece que Flaubert sabía muchísimo de mujeres.

¿Cómo surge ese título Hadas, una historia natural, que es casi un contrasentido?

–Mirá, los títulos se me imponen. Me acuerdo que un día fui al taller y llevé una lista, y me volví con el que había propuesto. Me pasó algo parecido con Provincia de Buenos Aires: Tamara me sugirió que le pusiera Relatos de la Provincia. Pero no, el título de un libro es como el nombre de un chico, no se puede llamar de cualquier manera.

¿Cuándo concebís Provincia de Buenos Aires?

–Mi análisis está directamente relacionado, aunque yo escribía cada tanto historias de infancia, de los vestidos que me hacía mi abuela, que están en Provincia... Por un problema de salud que tuve retomé un análisis con otra persona y en ese momento surgieron esos textos, entre líricos y melancólicos. Hasta que me pregunté, ¿a quién le importan mis vestidos? Un día salí de sesión y empecé a escribir de otra manera. Inventé una especie de familia con tías coquetas, divertidas y noviadoras. Y aligeré toda esa cosa pesada familiar que todos arrastramos, la transformé en otra cosa.

¿En tu propio Amarcord?

–Bueno, en otra cosita que me gustaba, las historias fueron saliendo... En un viaje que hice a Dorrego, cuando todavía vivía mi mamá, que falleció hace poco, me puse a charlar con ella. “¿Te acordás de cuando venía la de Kelly?”, me dijo ella. ¡La de Kelly! Claro que me acordaba. Me vine aBuenos Aires y escribí el cuento de ese título. La de Kelly era para mí eso que está en el libro: una tipa paquetísima que fumaba en boquilla de nácar, una especie de aparición que disparaba conjeturas y fantasías.

La impresión que deja Provincia... es que recobraste una mirada de niña, entre observadora, pícara, imaginativa, fresca. A la vez, capturás sensaciones típicas de un pueblo chico, como la del forastero que adquiere contornos fantásticos.

–Bueno, eso le pasaba a mi tía: reconocía a un forastero en el acto, ya sabía por la patente de dónde era, deducía a qué venía. Pero te diría que yo no me propuse nada específico, aunque sabía que no quería hacer reconstrucción. No se trata de mis memorias de cuando era chica, en todo caso se trata de cómo miraba yo la vida.

Una testigo alerta y con un mundo propio...

–Mirá, hace un año fui a mi pueblo. Ya habían muerto mis ancestros inmediatos, y me enteré de una historia familiar que me afectaba mucho, muy pesada, que estuvo muy entramada en mi vida. Todas las mujeres de mi familia –que eran las que cortaban el bacalao–, mis tías abuelas, mi abuela, mi mamá incluida, y yo no lo sabía, compartieron un secreto referido al origen de una prima mía. Casi me muero cuando me enteré. Creo que ese secreto me hizo escritora y psicoanalista. Porque me aguzó el oído, me hizo poner velos en algunas cosas... Ahora, analizada y analista, a esta edad, veo el resorte inconsciente de esa mirada curiosa que interpreta todo y al final no sabe casi nada. Fue escribiendo relatos que llevaba a las sesiones, y cuando terminé mi análisis me di cuenta de que tenía un libro. Hay una frase de Deleuze que leí hace poco, que dice que la función de la literatura es crear un pueblo. Eso me atrae: crear un mundo con sus propias coordenadas.

Si bien integran un todo orgánico, cada relato se cierra con una redondez clásica, ¿trabajaste algún cuento desde el final?

–No, nunca. Me daba cuenta por la cadencia de que se acercaba el final, que llegaba solo. Yo puedo corregir mucho, pero no cambio los finales. En ese punto, me dejo llevar.

Hacés un trabajo de recuperación del lenguaje de los ‘50, del vocabulario pueblerino, frases hechas, sentencias.

–Sí, me esmeré en ese aspecto del trabajo, me parece que hay cosas deliciosas de lenguaje que valoro mucho. Mi mamá, por ejemplo, decía: “hay miradas que queman campos”. Un poema, está condensado tanto ahí. Mi abuela se la pasaba diciendo sentencias. Hay mucha metáfora en el lenguaje campero. También escuchaba mucho la radio de chica, mi abuelo ponía Radio Belgrano a la noche, cuando llegaba la onda, a la hora de Los Pérez García. Escuchaba el Teatro Palmolive del aire, a Olga Zubarry, Jorge Salcedo, Oscar Casco, todo con efectos especiales. Pura sugestión, adoro la radio.

¿Ibas mucho al cine?

–El fin de semana, podía hacer matiné, ronda y noche si me portaba bien. Cuando vine a Buenos Aires y vi que pasaban una sola película, casi me sentí estafada. En el pueblo daban dos estrenos juntos en cada sección. Me veía todo cuando era chica, y tenía carpetas donde coleccionaba fotos de artistas: Elizabeth Taylor, James Dean...

¿Robaste fotos como Antoine Doinel en la puerta de las salas?

–Sí, claro. De Esplendor en la hierba me robé una divina. Me habría gustado llevarme también el afiche porque esa película me tocó muchísimo, me dio vuelta la cabeza. Aún hoy me conmueve, le encuentro cosas diferentes. Natalie Wood está espléndida. En Provincia... está Hugo Luis, que se parece a Warren Beatty.

¿Tenés alguna explicación para la casi inexistente repercusión de Provincia de Buenos Aires entre el periodismo literario local?

–Te puedo decir que en un diario de Rosario salió una crítica de Diego Colomba muy apreciativa, muy sutil. Este crítico opina que en realidad se trata de una novela. Pero después, salvo una reseñita en Ñ, no salió nada más, aunque el libro fue enviado a todas las secciones literarias. Quizás es que yo no sé cómo hacer para lograr que me presten atención, que lean de verdad por lo menos un cuento. O será que me consideran sapo de otro pozo... Es un circuito al que no tengo acceso, evidentemente. Aunque por otro lado debo decir que me han reconfortado mucho los comentarios de gente conocedora y exigente, que se copó con Provincia... Pero no me quiero enojar con la vida o con la prensa, yo sé que mi librito está haciendo su camino, hay muchos lectores que lo van descubriendo por el boca en boca, recibo comentarios muy entusiastas, de mucho sentimiento sobre todo, cosa que me complace mucho. Me conformo con saber que voy encontrando buenos lectores, buenas lectoras que gozan, se divierten, el libro les evoca alguna cosa del corazón. Desde luego que estaría buenísimo vender 50 mil ejemplares, si eso se diese por añadidura. Acaso sea poca ambición de mi parte, pero tampoco sería capaz de escribir algo con la idea de que se convierta en best seller. No, lo mío es artesanal, personal, vocacional, de puro gusto. Ahora tengo la idea de escribir cuentos relacionados con boleros, además de la novela Aunque sea pecado en curso. Pero sin modificar esta actitud de enamorarme un poco de lo que hago.

Compartir: 

Twitter

La abuela modista, origen del amor por los vestidos.
 
LAS12
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.