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Viernes, 25 de noviembre de 2005

PERFILES

La mano (in)visible

Ex estudiante de arquitectura, escenógrafa y vestuarista de teatro elegida por nombres reputados de la escena local, buscadora de materiales insólitos con los que logra efectos impensados, directora de un unitario de tv... Oria Puppo, la chica que cree que cuanto menos se note lo que hace, mejor.

 Por Moira Soto

A esta hora exactamente debe estar con todas sus energías –que parecen inextinguibles– concentradas en la realización de la escenografía y el vestuario de Romeo y Julieta, versión de Alejandro Tantanian que se estrenará el 13 de enero próximo en el Luzerne Theater, de Lucerna, Suiza. Es el segundo Shakespeare que hace en su vida la joven y talentosísima escenógrafa y vestuarista Oria Puppo: en el primero, El sueño de una noche de verano, 1997, relectura de Javier Daulte dirigida por Diego Kogan, con poco más de 20, la artista creó zarpados diseños y aplicó materiales inusitados.

Cuando otras niñas de su generación decían que de grandes querían ser actrices, modelos, cantantes, doctoras, Oria Puppo ya tenía claro su deseo de ser escenógrafa. A su modo, ella siguió dentro de la línea familiar –sus padres son arquitectos– pero se fue por las ramas del teatro y, todavía en menor escala, el cine y la televisión. Es decir, optó por diseñar hábitat y vestimentas para personajes de la ficción. Chica precoz, a los 16 ya estaba estudiando con Gastón Breyer a la vez que cursaba Bellas Artes. A los 18 empezó tres años de Arquitectura, asimismo en algún momento estudió dibujo con Juan Doffo y Luis Grosclaude. Prosiguió su formación en el Instituto Superior de Arte del Colón (Historia del traje y caracterización, Técnicas de iluminación y escenografía). A los 18, además, Puppo era asistente de la admirable Graciela Galán (en La noche de la iguana, Cristales rotos, El señor Galíndez) y a los 20 se mandaba solita a bocetar la escenografía para un ciclo que dirigió Ricardo Holcer. “Venía con su mochilita, muy copada y profesional, ya daba pruebas de creatividad”, la recuerda ahora el puestista con quien Oria volvió a trabajar en la recordada puesta (1998) de Los siete gatitos, de Nelson Rodríguez.

Desde entonces, OP ha laburado a full, llegando a participar en seis piezas en un solo año, convocada por Diego Kogan, Luciano Suardi, Roberto Villanueva, Alejandro Tantanian... Pese a que a cada labor le consagra un tiempo de búsqueda (incluso de los materiales a emplear), encontró espacios para hacer la coordinación técnica de sucesivas ediciones del Festival Internacional de Teatro, y dos muestras: Deslenguajes (1998), de escenografías en Babilonia, y (otros) deslenguajes (2001) en el Centro Cultural Recoleta. También se hizo cargo de la dirección del unitario Femenino Masculino, de Canal 9, y supervisó el vestuario de tres películas.

En el curso de este año, Oria Puppo diseñó la escenografía y el vestuario de El caso Elsa, Recitaciones de Asperghis en el CET Colón y de Los mansos, de Tantanian, en El Camarín de las Musas, actualmente en cartel, lo mismo que El pan de la locura, de Gorostiza, con puesta de Suardi, en el Regio. Para el próximo 2006, entre otros proyectos, figura Cuchillos en gallinas, del inglés David Harrower, en el San Martín.

Tu producción se caracteriza por una llamativa diversidad, por un eclecticismo sorprendente en alguien de tu edad.

–Me reconozco en lo que decís de la diversidad, pero no me he puesto a pensar detenidamente sobre esa característica, aunque suelo reflexionar sobre otros aspectos de mi trabajo con mucha autocrítica. Supongo que tiene que ver con una cosa para mí importante, de base y de raíz, que es intentar ser siempre extremadamente simple en todo lo que hago, ubicarme en un segundo lugar, acompañando. En general, cuando se logra un trabajo de equipo, cuando se entiende cuál es la mirada del director y hacia dónde apunta, te das cuenta de que en este trabajo se trata de apuntalar y estar detrás. Para mí lo mejor es lo menos obvio, lo que menos salta a la vista. En consecuencia, al trabajar con personas diferentes, me parece natural lograr esa diversidad.

¿Preferís que escenografía y vestuario vengan juntos, que se dé esa continuidad?

–Hoy en día, sí. Tuve una etapa en que no hacía mucho vestuario, pero ahora me interesa, como decís, esa continuidad. La totalidad es lo mejor, claramente, aunque el trabajo es más duro. Y de la mano de un buen iluminador, yo muy feliz.

Al ver tu escenografía de una pieza didáctica, tan explícita como El pan de la locura, se diría que trabajaste el doble para lograr esa simplicidad de la que hablabas antes, ese no poner la firma...

–Absolutamente, así fue. Me costó llegar a generar un mundo que tuviera que ver con lo que yo intuía de la puesta de Luciano Suardi, en una obra de tal nivel de naturalismo que hasta te dice dónde está el horno. Pero me quedé contenta con ese espacio que se puede identificar con cualquier ambiente fabril. Porque de eso se trataba, de ir más allá de la panadería, darle una universalidad. Pero si hablamos de dificultades, Panorama desde el puente, que hice en el San Martín, también me costó, aunque por distintos motivos.

¿Cómo surge esa escenografía que reorganizó la perspectiva y la escala habituales, y que tanto fastidió a algunos críticos?

–¿Viste lo que es la obra original? Resulta cinematográfico lo que te pide. Después de ver fotos de la época, de Brooklyn, se me vino muy adelante una fuerte verticalidad, y también esa especie de apiñamiento en que vivían los inmigrantes. Verticalidad que después pude desarrollar hasta un punto por cuestiones técnicas. En realidad, surgió de romper fachadas, de hacer exteriores e interiores en un mismo plano. Fue un trabajo que aprecié, muy desafiante. De gran exigencia técnica, y la verdad es que acá lo hicieron de la hostia, como dicen los españoles. Porque si te muestro la carpeta de planos, es como un barrio completo. Hice cálculos de estructura, de peso, de materiales, consulté con un ingeniero...

¿Variaciones Goldberg fue todavía más complicado?

–Bueno, en otros aspectos resultó muy laborioso. Me fui a desarmaderos municipales, cada semana salía más sucia, más negra de juntar fierros, fragmentos de no sé qué cosas... Después me pasé tres días componiendo el bicharraco. Pero te digo que más allá del esfuerzo, de los momentos de incertidumbre, me divertí mucho.

¿Cómo reaccionás cuando algún crítico opina de tu trabajo sin tener suficientes referencias de historia del arte, sin una mirada suficientemente afinada o flexible para analizar con fundamento?

–Mirá, hace unos cuatro años yo estaba leyendo una de esas críticas que describís, y el director técnico de Peter Brook durante mucho tiempo me dijo: “Cuando los comentarios te interesen por el nivel con que están pensados y escritos, más allá de cómo te critiquen, leelos; los otros, miralos en diagonal y dejalos”. Me pareció un sabio consejo, porque es cierto que una crítica inteligente y creativa te puede hacer reflexionar aunque no estés de acuerdo. A mí me gusta invitar a los ensayos a gente en la que confío, que sé que tiene un ojo, una sensibilidad que me importa.

¿Cómo fue el proceso de reinvención del espacio apaisado de Los mansos?

–El trabajo de la pared fue hecho con la ayuda de dos chicas. Pero por elección yo participé activamente: había que hacer un graffito, borrarlo con la lija... Empecé a leer El idiota como un año y medio antes, viajé afuera, volví en noviembre y nos pusimos a hablar sobre el texto. Fui a ver la puesta de Veronese de Un hombre que se ahoga, quedé última en la cola. Como estaba aburrida, vi una escalera y subí. Antes de que me retaran corrí una madera y vi este lugar. Cuando me junté con Alejandro Tantanian, que estaba mirando otras salas, le dije: “Me parece que este lugar es ideal”. Yo ya le había propuesto trabajar con un espacio condicionante. El sitio estaba vacío, con cables colgando. Empezó un proceso de limpieza dejando ciertas cosas sobre las que después trabajamos. Después hubo que hacer este piso de tapas rebatibles de las que el espectador ni se entera cuando va a ver Los mansos. La obra iba evolucionando, pero ya teníamos como la base. Un trabajo para mí muy placentero, después de haber quedado literalmente embelesada con la visión, durante veinte segundos, de ese espacio.

En ese espacio tan horizontal, ese árbol que sobre el final se pone de pie es una imagen poética muy impactante.

–Tenía dudas sobre si al árbol le gustaría estar toda la semana ahí, pero está chocho, porque hay efecto invernadero. Creció medio metro, ya toca el techo, pronto habrá que cambiarlo. No sabés lo que costó encontrarlo. Otro de mis viajes, esta vez por la provincia de Buenos Aires en pos de este ciprés, recorriendo viveros. Queríamos un árbol de verdad, vivo.

¿Buscaste una síntesis atemporal para el vestuario de Los mansos?

–No quería hacer un vestuario de época, ni tratar de caracterizar a los actores. Pero tampoco poner un pantalón de los ’40 con un saco de los ’50, sino evocar el pasado, con ciertas cosas como el cuello de piel del abrigo de Luciano que remiten a un imaginario que tenemos de Rusia.

Es tal el trabajo de despojamiento, de desvestimiento de las superficies, que un público ingenuo puede creer que casi no hay escenografía, que casi no hay vestuario, que ese piletón rectangular en donde entran los actores ya estaba allí, que en la paredes hay una especie de pentimento producido por el tiempo de las huellas de antiguos habitantes. En este sentido, es uno de tus trabajos más extremos.

–Visto de ese modo, creo que sí. De los más elaboradamente invisibles. Te diría que es más fácil lo otro, lo que se nota por un motivo u otro. Acá se trata de mantener la duda, la vacilación acerca de dónde empieza la creación artística, no dejar ningún sello... En las paredes, por ejemplo, quedaron unas cosas chorreadas plásticamente interesantes, pero eran como artísticas. Era algo lindo, que se veía mucho. Entonces, fuera.

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Los mansos, obra en cartel
 
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