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Viernes, 28 de junio de 2002

TEATRO

Polacas y rufianes

Se representan en Buenos Aires tres piezas de la autora rosarina Patricia Suárez, unificadas bajo el título de “Las polacas”. Hablan de Club de los 40, Varsovia y la Zwi Migdal, las organizaciones judías de trata de blancas que se expandió en varios puntos del país en la primera mitad del siglo pasado.

 Por Moira Soto

A fines del siglo XIX, Buenos Aires era conocida internacionalmente como un tenebroso puerto de mujeres desaparecidas y vírgenes europeas secuestradas que se veían obligadas a vender su cuerpo y bailar el tango”, dice la norteamericana Donna J. Guy en su excelente ensayo El sexo peligroso - La prostitución legal en Buenos Aires, 1875-1955 (Sudamericana). Si bien es cierto que la Capital tenía por ese entonces una población mayoritariamente masculina, y en consecuencia la prostitución legalizada era un negocio activo y redituable para el que se solía reclutar con engaños a mujeres europeas, también es real –como señala Guy– que hubo muchas inmigrantes trabajadoras del sexo que llegaron a estas playas sabiendo a qué atenerse. Pero, al margen de las mujeres estafadas y esclavizadas –que las hubo en cantidad–, el argumento servía para intimidar a las jóvenes de países como Inglaterra, desalentando así a las que buscaban alguna forma de independencia.
Antes de fines del XIX, cuando –entre rufianes de otros orígenes– ya había tratantes de blanca judíos operando en Buenos Aires, representantes de la colectividad los denunciaron en Europa intentando frenar sus actividades, con el indeseado efecto de que sus informes sólo sirvieron para alimentar el antisemitismo ya existente. Desde luego, las críticas a los florecientes rufianes franceses circulaban bastante menos que las que recibían los judíos, cuya primera red, el Club de los 40, fue objeto de insistentes comentarios negativos a partir de 1889. Por otra parte, las mujeres, sobre todo en el rol de madamas o regentas –que en ocasiones terminaban poniendo su propio boliche–, no estaban excluidas de la zona explotadora.
Fundada como sociedad de socorros mutuos, la organización Varsovia ya operaba en Buenos Aires a comienzos del XIX y fue extendiendo sus áreas de acción hacia la provincia y el interior; más chica, la sociedad Asquenasam dominaba los burdeles de San Fernando. Hacia 1926, por un escándalo diplomático, la Varsovia cambia su nombre por Zwi Migdal, en honor de sus directivos, los hermanos Migdal. Aunque rechazados de plano por la colectividad religiosa que los consideraba “impuros”, y acusados reiteradamente por la Asociación Judía de Protección de Jóvenes y Mujeres, los responsables de esta organización, mediante sobornos a políticos y funcionarios, siguieron adelante con el tráfico de mujeres hasta 1930.
El antisemitismo local, particularmente acendrado entre representantes del clero y la clase alta, adjudicó a toda la colectividad la práctica del rufianismo, por lo que –comprensiblemente– el tema de la Zwi Migdal sensibilizó mucho a los judíos argentinos, y –salvo excepciones– se lo trató poco hasta décadas muy recientes. Incluso en la ficción, y sin olvidar algunas incursiones literarias racistas, apenas fue tratado superficialmente en contadas ocasiones. De ahí que resulte singularmente llamativo el reciente estreno de tres piezas teatrales de Patricia Suárez que, bajo el título general de Las polacas, remiten al accionar de la Zwi Migdal y al destino de las chicas judías europeas, reclutadas a menudo mediante fraudes. Estas obras se ofrecen los sábados a las 19, en Patio de Actores, Lerma 568. La función integral se prolonga casi cuatro horas, por lo que se puede optar por una pieza a $ 5, o las tres a $ 10. En los dos intervalos, los espectadores son convidados, respectivamente, con knisches de papas calentitos, distintas bebidas y tortas tradicionales.
Historias tártaras, con Pablo Sakihara, Chendo Ortiguera y Graciela Clusó, dirigida por Clara Pando, describe el encuentro de un estudiante antizarista y un rufián (desde el vamos, el público lo sabe, pero no el joven revolucionario) que fuerza el diálogo, en un tren, hasta que los interrumpe una ex prostituta algo desquiciada (en el texto original es una aristócrata rebelde a las convenciones); La señora Golde, bajo la conducción de Elvira Onetto, con Alejandra Molinari, Jorge Sánchez, Georgina Rey y Flavia Sinsky, echa una mirada entre compasiva y humorística, sin negar la trampa y la codicia subyacentes, sobre las estratagemas de una casamentera; finalmente, Varsovia, con Erica Sposito y Stella Maris Brandolín, a través del diálogo en un barco entre una de estas “novias” y la presunta hermana (en realidad, su socia y amante) del rufián de turno, salen a la luz secretos mal guardados, además de la rivalidad entre las dos mujeres por el hombre. En el texto, la joven Rachela está embarazada de pocos meses, conoce su destino, pero confía en que su condición la salvará de la prostitución; en la puesta, la directora Laura Yusem prefirió soslayar el embarazo y marcó un par de acercamientos eróticos entre ambas mujeres.
Patricia Suárez al teléfono responde a las preguntas de Las/12 y no oculta la emoción que le produjo ver por primera vez una de sus obras en escena. La escritora estrenará próximamente en Mar del Plata Walhala, historia de una familia de nazis encabezada por un viejo decrépito que estrecha filas ante el avance de un extraño, pretendiente de la única hija entre varios varones maduros. Al tiempo que atiende sus talleres literarios, Suárez proyecta otra pieza teatral, esta vez con la mujer de Eichmann de protagonista.

Dividida y en pelotas, solidaria y productiva
“Este tema de la prostitución organizada forma parte de la vida de Rosario de manera bastante importante: era la Chicago argentina, el puerto más importante. Había un barrio, Pichincha, dedicado a ese negocio, donde ahora obviamente no hay prostíbulos, pero se conservan determinados edificios, como uno que se convirtió en motel manteniendo la disposición de las piezas; un teatro en un antiguo casino de rufianes, allí el escenario ocupa las antiguas tarimas de subasta de las mujeres. A mí me parecía que siempre se tomaba esta temática de manera pintoresca, alimentando ciertos equívocos: por ejemplo, esto de que la prostituta goza, que al final la termina pasando bien”, dice la joven escritora rosarina Patricia Suárez, autora de la novela Aparte del principio de realidad, de varios libros de cuentos y del poemario Fluido Manchester. “Pensaba que ese enfoque era engañoso, que las historias alrededor de la trata de blancas eran desesperadas, no había marcha atrás. No tenían la libertad de regresar. En algunos casos se podía hablar de prisioneras, situaciones verdaderamente espantosas. Acaso sea una exageración, porque no dan los números, pero se dice que estas mujeres llegaban a atender a cincuenta clientes por noche, uno cada quince minutos. Ponele que fueran veinticinco: ya es una barbaridad, no hay cuerpo que resista, se te destruye rápidamente. Así es que estaban desdentadas, tuberculosas, sifilíticas, además de los obvios problemas ginecológicos. Tampoco es verdad que la esclavitud fuera eterna porque el cuerpo se les rompíaantes: duraban dos o tres años, a lo mejor cinco. Además, en muchos casos eran criaturas de 18, 20 años. A los 27 ya eran viejas.”
–Aunque narrás historias de ficción, es evidente que investigaste. ¿Qué fue lo que te movió a encarar un tema considerado tabú hasta no hace mucho?
–Mi idea era contar parte de esta historia desde un lugar testimonial y hablar de la afectividad, de los sentimientos de los personajes involucrados. En la investigación surgieron cosas interesantes, detalles reveladores como las diferentes relaciones que tenían las prostitutas polacas con el cafishio, y sus pares francesas con el macró: las segundas estaban ligadas al tipo por amor, mientras que las polacas estaban unidas por el casamiento, falso o no, pero ese rito funcionaba para ellas, era indisoluble, para toda la vida. Ante Dios le debían obediencia al marido, esto es lo monstruoso, ese uso perverso de la religión.
–¿En tu ciudad era importante la actuación de rufianes de la Zwi Migdal?
–En Rosario, la Varsovia, luego Zwi Migdal, tenía ramificaciones. Esta organización duró tres décadas, desde 1900 hasta 1930, y cae por denuncia de Raquel Liberman. Esta mujer estaba prácticamente secuestrada, pasó sufrimientos terribles, las celdas de castigo... pero consigue protección policial, compra su libertad y se va. Lo extraño es que pone un pequeño local de antigüedades, siempre en Buenos Aires. Vive tranquila un año y medio, empieza a cortejarla un caballero, ella se enamora, se casa con él y descubre que en realidad se trataba de otro cafishio que la reintegra a la prostitución. De manera que ya tengo para una próxima obra, si vuelvo a tocar este tema: ¿qué le pasó a ella mientras atendía su negocio que no pudo registrar la clase de hombre que la galanteaba, considerando que ya había sido prostituta? Hay una pieza bastante interesante de Nora Glickman sobre este personaje, Una tal Raquel, que se ha representado en Nueva York, donde vive la autora. Además, allá hay una organización feminista que se llama Raquel Liberman, lo cual tiene su aspecto gracioso, paradójico si querés, porque lo que ella hacía era luchar por ser dueña de su cuerpo, aunque también podemos decir que toda reivindicación empieza por ahí...
–¿Te encontraste con detalles más domésticos, alguna historia de vida reveladora?
–Hay episodios dignos de ser mencionados que no se conocen: por lo general, se piensa en las mujeres, en la trata de blancas, en esa carne como nulidad. Fijate que en Río y en San Pablo, donde también actuaba la Zwi Migdal, un grupo de prostitutas compraron tierras para tener su propio cementerio. Y acá en Rosario, en el Cementerio de Granadero Baigorria, por ejemplo, como la comunidad judía había expulsado a los miembros de la Zwi Migdal, están todos, rufianes y prostitutas, enterrados detrás de una fila de cipreses, con una cierta dirección. Y las lápidas de las chicas fueron todas firmadas por las amigas: evidentemente, había solidaridad entre ellas, en la mayoría de los casos, sólo se tenían entre sí.
–Respecto de los rufianes, ¿seguiste la pista de su descendencia? Probablemente las esposas, los hijos desconocían esas actividades.
–En Rosario hay un historiador, Héctor Zinni, que ha trabajado mucho en torno a la mafia y la prostitución, al que llamaron de un colegio judío para dar una charla. Por cierto, la mujeres reventaban y difícilmente podían tener hijos, mientras que los rufianes se enriquecían y tenían sus familias. Entonces los chicos empezaron a hacer preguntas, querían conocer los apellidos, y resultó que algunos eran bisabuelos de los alumnos... Por algo éste es un tema tabú para la propia comunidad, al haber sido usado para alimentar el antisemitismo local: durante bastante tiempo, la colectividad sentía como un ataque la mención. No hace mucho tiempo que se habla de tolerancia, que se acepta públicamente a los judíos como iguales, que no está mal visto ser judío. Mi mamá es judía, yo estoy dividida entredos culturas, y trabajar sobre estos temas ha sido una manera de acercarme a ella, a parte de profundizar en la historia de los judíos en la Argentina. Porque también para encarar con franqueza estos temas importa mucho el lugar en que te parás.
–¿Te sentís tironeada entre dos culturas?
–Imaginate, medio judía, medio cristiana; mitad colegio de monjas, mitad otra formación... Es difícil encontrar un lugar claro de identidad. En un sueño recurrente, yo sacaba la conclusión de que para los nazis habría sido judía, pero para los judíos no lo soy. Por eso me importan tanto las chicas traídas de Europa del Este, porque ellas fueron como repudiadas del judaísmo. Algunas se quejaron, diciendo que la Iglesia Católica a la peor persona no se la echa del templo, porque se supone que sólo Dios puede juzgarla.
–Al escribir Las polacas, ¿partís de un sentimiento de solidaridad?
–Completamente. Pero como casi todo el mundo ya sabe que hubo historias terribles, preferí trabajar las piezas desde aspectos cotidianos, banales, sin descartar el humor. Además creo que el ser humano, en las peores situaciones, siempre encuentra salidas; creo que, a pesar de todo, ellas habrán descubierto de qué reírse.
–¿Has logrado la reunificación de las culturas?
–Me temo que estoy dividida y en pelotas, por citar a los seguidores de Luca Prodan. He elegido el ateísmo, no quedar prendida a las religiones. Por suerte, heredé de mi mamá ese sentido del humor tan característico.

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