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Viernes, 14 de abril de 2006

ENTREVISTA

Lealtad, complicidad, impunidad

En 1996, la antropóloga mexicana María Eugenia Suárez de Garay notó que los estudios de género en su país focalizaban en las mujeres pero descuidaban la masculinidad. Para remediarlo, supuso que “ser policía era un espacio privilegiado para la recreación de los atributos de la masculinidad hegemónica”, y desde entonces estudia la institución policial.

 Por Roxana Sandá

Cuando un observador externo reflexiona sobre lo que significa ser ciudadano en México, una de las imágenes que sobresalen es la de una predominante inseguridad: la imposibilidad de viajar con seguridad desde el hogar hacia el trabajo o la escuela, el temor a ser atacado en la propia residencia, el sentido de vulnerabilidades crecientes contra una violencia aparentemente incontrolable y una desconfianza severa en las instituciones responsables de la seguridad pública.” La introducción a El territorio de la ambigüedad: un acercamiento antropológico a los mundos de vida de los policías en Guadalajara traza desde el vamos el planteo que su autora, la antropóloga mexicana María Eugenia Suárez de Garay, ensaya desde 1996, al cabo de observar que en el Centro de Estudios de Género de la Universidad de Guadalajara –del cual es una de sus fundadoras– “hablábamos mucho de mujeres pero teníamos poco avance en términos de estudios de la masculinidad, y aunque me interesaba trabajar con historias de vida ni siquiera en ese momento contemplé la posibilidad de hacerlo con las de policías. Mi idea era encarar un estudio de corte etnográfico para conocer la experiencia de los hombres sobre lo que significa ser hombre en el contexto local”. Ya a mediados de los noventa, y con una sobrepoblación metropolitana de 5,5 millones de habitantes, el municipio de Guadalajara atravesaba una crisis de inseguridad, “amigas cercanas habían tenido problemas con la policía y una conocida estaba muy acosada por las patrullas. A partir de ahí me pareció acertado enfocar un proyecto de tesis sobre esos hombres; supuse que ser policía era un espacio privilegiado para la recreación de estos atributos de la masculinidad hegemónica, me parecían personajes especializados en la acción violenta y en la corrupción”.

De paso por Buenos Aires y con escala en Neuquén para observar “los servicios penitenciarios en cárceles de mujeres y plantear una serie de charlas sobre diferentes aspectos de esa cultura policial particular en Guadalajara”, Suárez de Garay, referente del Centro de Estudios de Género universitario de esa ciudad (“lo fundamos en 1994; en ese tiempo era políticamente correcto para las universidades habilitar estos espacios”) y militante activa por los derechos de salud sexual y reproductiva, también participa desde 1991 en el espacio de mujeres lesbianas Patlatonalli, “que significa energía de mujeres que se aman, y es de los pocos grupos organizados de mujeres en México”.

¿Cómo logra articularse la mirada de género para abordar una investigación sobre policías?

–Es una discusión vigente entre las antropólogas, sociólogas, historiadoras y psicólogas que conformamos el centro. Las teorías de género permiten explicar cosas pero tienen sus limitaciones porque no son el único pilar fundamental y determinante estructural en los procesos de construcción de las identidades. Ese bagaje teórico no me dejaba leer y lo puse a jugar con otros elementos. Además la investigación se dio en un tránsito de cierta resistencia personal con este planteamiento exclusivo de género.

¿Y con qué te encontraste?

–Con cosas muy tremendas en el sentido de lo que hablan del país. Ser policía significa una zona oscura de la realidad nacional, pero el acercamiento antropológico me permitió humanizar a un personaje clave de la organización social. Poco a poco me fui metiendo en los contenidos simbólicos de esa cultura, por qué esa gente está ahí, cómo se ven a sí mismos y a los otros, quién es el otro en el discurso policial, qué de lo que sucede tiene que ver con la cultura global más amplia y cómo dar cuenta de que si son como son es porque han sido fabricados por nuestras sociedades.

Algunos especialistas sostienen que la institución policial en México sigue siendo una de las más atrasadas en América latina.

–El nivel cultural y educativo de sus agentes es bajo, están ubicados en el rubro “sin instrucción”, provienen de los sectores socioeconómicos más empobrecidos del país, y un gran número vive en zonas consideradas “focos rojos” y persiguen a la misma gente con la que conviven. El curso de formación básica de un policía es de cuatro meses y medio, están por arriba de la media nacional en enfermedades como hipertensión, diabetes y neurosis, la calidad de vida deficitaria en la que estos tipos viven es muy perniciosa y existe un gran problema de consumo de alcohol y de drogas. A esto hay que sumarle la intromisión cada vez más acentuada de las Fuerzas Armadas, no sólo por la incorporación de más de 5000 efectivos del Ejército a la Policía Federal Preventiva, sino por la participación de militares en cargos directivos. De hecho, el anterior procurador general de la República, Rafael Maceo de la Concha, es un militar.

Pareciera que todos estos rasgos enlazan de manera perversa en el territorio social: no es un dato menor la permanencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el gobierno y su concepción de la policía como parte del autoritarismo.

–Lealtad, complicidad, impunidad y autonomía han sido los ejes de un mecanismo que constituyó la base histórica del comportamiento de las instituciones policiales en México y su relación con el régimen en el que estuvimos metidos durante setenta años: a cambio de que la policía pudiera operar con autonomía, el sistema podía actuar con impunidad. Pero también ha sido un caldo de cultivo nuestra relación profundamente ambigua con la ley y esa cultura clientelar y corrupta que nos caracteriza como sociedad.

En este contexto, ¿cuál es el perfil de esos hombres en su intimidad?

–Hay un desamparo institucional, lo que no quiere decir que no sean tipos cabrones, que no suelan moverse en ciertos márgenes; pero en términos de salud mental la situación es preocupante. A estos mismos hombres que arman dos o tres familias paralelas se les indica que contribuyan a la prevención de la violencia intrafamiliar cuando ellos viven violencia intrafamiliar. Para entender el grado de estigmatización que tiene la figura policial en México: una mujer antimotines me dijo en una oportunidad que “si estoy caminando por la calle, de un lado está el delincuente y del otro el policía, me tiro para el lado donde está el delincuente, porque el policía me da miedo”.

A propósito, hablemos de mujeres policías.

–Los caminos que se les reserva tienen que ver con el orden discursivo de género. Las posibilidades de integrarte a la institución policial son tres: que te masculinices en exceso y seas capaz de ser más cabrona que un hombre, que te coloques como objeto sexual y establezcas vínculos sexoafectivos con los comandantes, lo cual te permite generar cierto cerco, o que sigas el camino administrativo, con perfil bajo, haciendo tareas que no impliquen salir a la calle, algo que muchas aprecian, sobre todo porque son madres solas con hijos a su cuidado. Conocen los costos de no asumir algunos de estos caminos y viven hostigamientos severos por no acceder a los deseos de sus superiores. Pero consumen los elementos simbólicos de la cultura policial y comparten con sus pares varones la concepción de la corrupción, del delincuente y del ciudadano.

Esta madeja debe dificultar seriamente cualquier cruce con una elección libre de la propia sexualidad.

–Es que todo está atravesado por este asunto de la masculinidad hegemónica: la fuerza, la rudeza, el coraje y la hombría como valores clave del mundo policial. Un caso: un policía gay, franco de servicio, fue interceptado por otros compañeros que lo hostigaron y abusaron mientras el tipo les gritó todo el tiempo que era policía. Los denunció a derechos humanos; fue un hecho grave porque los jefes no le creían, porque puso en evidencia la brutalidad policial y sus excesos característicos, pero también porque expuso algo totalmente censurado en estas corporaciones. En cambio, para los varones es secundario que sus compañeras policías sean lesbianas, la mayoría de ellas masculinizadas en extremo. Al contrario, piensan que “ésta no se me va a echar para atrás” en el momento de la acción.

¿Qué conflictos te generó desde el mundo académico encarar un proyecto de estudio como éste?

–Las implicaciones de que una diga que estudia a la policía no son menores. Intento no sulfurarme con comentarios que evidencian las distancias sin precedentes que hay entre los ciudadanos y esas instituciones. Sin embargo, el acercamiento al mundo policial me dio mucha más certeza del proyecto de país en el que espero vivir; creo que desde mi trabajo como investigadora puedo contribuir a ponerles nombres a cosas a las que no queremos ponérselos.

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Imagen: Juana Ghersa
 
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