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Viernes, 28 de abril de 2006

VIOLENCIAS

Saña se escribe con A

Entre la crónica roja que se regodea con los detalles cruentos y el siempre listo discurso de la seguridad/inseguridad, las particularidades de los femicidios a los que asistimos semana a semana se convierten en invisibles. Pero los cuerpos maniatados de Máximo Paz se inscriben en un patrón que parece convertir a las mujeres en animales sacrificables.

 Por Roxana Sandá

Flavia y Soledad eran dos chicas muy tranquilas, nunca tuvieron problemas con nadie en el barrio, todos las conocían, si prácticamente nacieron aquí. No eran de tener enemigos ni ninguna de las dos familias los tenemos. Pero resulta que aparecieron muertas a cincuenta metros de casa y nadie vio ni escuchó nada. Yo les pido a los que sepan algo que no tengan miedo y digan lo que saben, porque así como les pasó a nuestras hijas le puede pasar a cualquiera.” Verónica Borella, la madre de Flavia Aguirre, no quiere escuchar versiones sobre ex presidiarios vengativos, como sugirieron los informativos desde el sábado último, cuando en un descampado de Máximo Paz, partido de Cañuelas, aparecieron los dos cuerpos atados de pies y manos, violados y asesinados por un disparo de calibre 22 en la nuca. Decide sujetarse con desesperación a la hipótesis del Ford Falcon que habría rondado el barrio ese día. “Porque hay testigos de que unos hombres las estuvieron esperando dentro de un auto, gente que las venía molestando desde hacía tiempo. Yo notaba que Flavia estaba un poco nerviosa, como asustada, y no le presté atención, pensé que eran cosas de chicas. Pero de ninguna manera voy a creer que todo esto ocurrió por un ajuste de cuentas o la venganza de un ex preso, porque ellas no andaban en nada extraño.”

Como si se tratara de un examen, durante las 48 horas posteriores al doble crimen, Verónica tuvo que desfilar por todos los canales de televisión para dar garantías del buen comportamiento de su hija y de Soledad, la cuñada de aquélla, frente a movileros que preguntaban, entre otras cuestiones vergonzantes: “¿Eran de andar muy tarde por ahí?”, “¿habían tenido problemas de estas características anteriormente?”, “¿habían discutido con algún novio o tenían problemas sentimentales?”. Hasta hoy ningún medio de comunicación masivo ni funcionarios públicos -.de los mediáticos de testimonio asegurado de lunes a viernes en radios y canales– pronunciaron siquiera el término femicidio como interpretación posible de los crímenes de Máximo Paz, de la aparición del cadáver apuñalado de la joven Nadia Palacios el martes último, en Córdoba, ni del estrangulamiento de María Soledad Otormini, de 25 años y embarazada de dos meses, y de su abuela, Elisa Lobo, de 70, en su casa de General Pacheco. Sí, en cambio todos coincidieron en la hipótesis del “crimen pasional”, como único registro posible de estos ataques contra mujeres, sistemáticos por su modalidad y ensañamiento. Porque Flavia, Soledad, Nadia, María Soledad y Elisa fueron golpeadas, torturadas y abusadas durante horas hasta que se decidió acabar con ellas, como ocurrió con otras mujeres asesinadas y desaparecidas de Mar del Plata, con Natalia Mellman, María Soledad Morales, Natalia Di Gallo, las niñas Mónica Vega y Marela Muñoz, las víctimas del triple crimen de Cipolletti o la maestra Fabiana Gandiaga. Ninguno de estos nombres escapó al patrón de sometimiento y agresión por la agresión misma, del ensañamiento que parece buscar algo más incluso que la muerte.

“En rigor de verdad, no se trata de que el hombre puede violar, sino de una inversión de esta hipótesis: debe violar”, sostiene la antropóloga Rita Laura Segato en su libro Las estructuras elementales de la violencia, ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y losderechos humanos (Universidad de Quilmes). Segato plantea esta condición femenina de víctima casi estructural, frente al abuso masculino. “Debe violar, si no por las vías del hecho, sí al menos de manera alegórica, metafórica o en la fantasía. Este abuso estructuralmente previsto, esta usurpación del ser, acto vampírico perpetrado para ser hombre, rehacerse como hombre en detrimento del otro, a expensas de la mujer, en un horizonte de pares, tiene lugar dentro de un doble vínculo: el doble vínculo de los mensajes contradictorios del orden del estatus y el orden contractual, y el doble vínculo inherente a la naturaleza del patriarca, que debe ser autoridad y poder al mismo tiempo.”

Segato, que desde hace años investiga los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez, entiende que cadáveres como los de Flavia Aguirre y Soledad Lungo, maniatados y ejecutados con un tiro en la nuca, no hablan de crímenes de odio, sino de asesinatos “cuyo móvil no tiene más función que delimitar territorios. Se trata de un estado subterráneo de poder que habla de su presencia a través de actos violentos”. Los que a la madre de Flavia le dieron la dimensión exacta de ese agujero negro cuando esta semana dijo que “yo no confío en nadie y además tengo miedo, porque todos los crímenes quedan impunes”.

Acaso lo dicho por Segato en el Foro Abierto sobre Homicidios y Desapariciones de Mujeres en Ciudad Juárez, en 2004, calce como guante en los casos argentinos sobre los cuales -.dicho sea de paso– aún no existen estadísticas oficiales: “Se trata de crímenes de interlocución con varios hombres en los que la víctima no entra como ciudadano, como mujer, persona, buena hija o ser humano, sino como un animal sacrificable”.

La matriz común

María Soledad Otormini, de 25 años y embarazada de dos meses, y su abuela Elisa Lobo, de 70, aparecieron golpeadas y estranguladas en su vivienda de General Pacheco el domingo último. Para la policía se trató “de un crimen pasional” cometido por el novio de María Soledad, a raíz de un “conflicto originado porque la chica no habría querido tener el bebé que gestaba, fruto de su relación con ese joven”, ahora detenido. En cuanto a Elisa, sólo murió por presenciar la discusión.

Dos días después, el cadáver de Nadia Melisa Palacios, de 19 años, fue hallado con al menos cinco puñaladas que le atravesaron el pecho, la espalda, el abdomen y la mano derecha, arrojado en el campus de la Ciudad Universitaria de Córdoba, a unas quince cuadras del microcentro y lejos de su casa, donde vivía con su madre, sus hermanas y su hija de 16 meses. Hasta el momento, el único detenido es su novio, un hombre de 30 años acusado de haberla golpeado en muchas oportunidades, y más allá de la intervención judicial, las crónicas policiales y el padre de la muerta ya se encargaron de revictimizarla bajo condenas solapadas: “Arrastraba una complicada historia familiar y social”, “era muy rebelde; se había ido de la casa de la madre en marzo a la casa de una amiga, en Berrotarán, para que no la encontrara su ex novio, un tipo que le pegaba y al que ella le tenía miedo. Pero también anduvo por Río Cuarto y había trabajado en una whiskería”.

Los casos de María Soledad y Nadia están fundidos en un mismo molde, bajo la marca a presión física y psicológica de individuos de su círculo íntimo, y el posterior resquebrajamiento de sus conductas y sus morales, como mujeres equivocadas que no supieron vincularse afectivamente con las personas apropiadas. Esto es apenas un costado de la “matriz común” que menciona la socióloga Silvia Chejter, directora del Centro Encuentro Cultura y Mujer (Cecym), “y que permite unificar estos hechos antes desconectados entre sí, pero que exigen ser pensados desde otro lugar. No podemos centrar todo en los llamados crímenes pasionales, donde hacen eje las relaciones de poder entre géneros: aquí hay un plus de sadismo yperversidad. El género es una de las dimensiones que nos permite entender algunos crímenes y las situaciones abusivas, pero creo que para hablar del tema de la violencia debemos empezar a complejizar un poco más”.

Precisamente, la investigación Femicidio e impunidad, que realizaron Chejter y la abogada Susana Cisneros sobre crímenes de mujeres, estima que cada dos días una mujer es asesinada en la provincia de Buenos Aires; la mayoría son muertes a punta de pistola y en casi el 70 por ciento de los casos a manos de un conocido: esposo, amante o ex pareja. Por lo general, los culpables no tienen condena y la moral y costumbres de las víctimas son puestas en tela de juicio.

En su informe anual de 2005 sobre la situación de los derechos humanos, el colectivo de organizaciones sociales Alerta Argentina detalla que en los últimos años se registraron una serie de asesinatos de mujeres, especialmente en ciudades del interior como Santiago del Estero, Cipolletti o Mar del Plata. “Diversas organizaciones comprometidas con la defensa de los derechos humanos de las mujeres sostienen que existe similitud en la actuación de los asesinos de Santiago del Estero, Mar del Plata y Catamarca, con los de Ciudad Juárez, Guatemala o el Salvador: sadismo, ensañamiento y total impunidad. Cuerpos violados, desfigurados y/o descuartizados. Son la expresión de una cultura donde las normas y formas de convivencia determinan la opresión de las mujeres.”

Cada vez que una mujer es asesinada en la Argentina, las redes de organizaciones feministas denuncian que las acciones y políticas de Estado son escasas, por no decir nulas, en materia de políticas que atiendan la situación. Incluso, en algunos casos fue demostrada la participación de figuras políticas y de los llamados “hijos del poder”, y la complicidad policíaca a la hora de encubrir o ignorar esos crímenes. Por caso, horas antes de que las chicas de Máximo Paz aparecieran muertas, la madre de Flavia Aguirre intentó hacer la denuncia por búsqueda del paradero de su hija, y en la comisaría del lugar le dijeron sin miramientos que volviera otro día.

“El femicidio es un tema menor para cualquier agenda pública, y meterse con cuestiones de mujeres o, lo que es lo mismo, con el 52 por ciento de la población, es un tema secundario, aun cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) declare que la primera causa de muerte a nivel mundial es la violencia contra las mujeres”, sostiene la socióloga Cecilia Lipszyc, que preside la Asociación de Especialistas Universitarias en Estudios de la Mujer (Adeuem). “Los casos que salieron a la luz pública en los últimos días hablan de otro tipo de crímenes escondidos bajo el título de drama pasional; no importa cuál haya sido el origen, en general se trata de crímenes impunes. Y son idénticos porque la mujer siempre es objeto de alguien que se considera propietario de su cuerpo y porque hay una cultura que lo está remarcando.” Según Lipszyc, entre 1997 y 2003, un total de 1.284 mujeres murieron asesinadas en la Argentina. “En general, el homicida es siempre alguien del círculo cercano a la víctima, que se convierte en un cuerpo a apropiarse.”

–Feministas reconocidas, como la antropóloga y legisladora por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) Marcela Lagarde, hablan del holocausto de mujeres o de una política de exterminio de las mujeres.

–Si nos situamos en el contexto internacional, con sociedades donde el infanticidio femenino es usual, si se piensa en la violación como un arma de guerra, y en este sentido basta pensar en regiones como los Balcanes, Ruanda o Argelia; en las muertes por ablaciones de clítoris, en los crímenes de honor de Irak, en los secuestros de mujeres durante los conflictos bélicos, sin dudas se está cometiendo un genocidio contra las mujeres. Pero nadie le está dando la significación que eso tiene.

–Un ejemplo claro fueron los intentos de Carmen Argibay en el Tribunal Penal de La Haya.

–Mientras formó parte de ese tribunal como jueza por los crímenes de guerra de la ex Yugoslavia, Argibay trató de incorporar a la Convención contra la Tortura un artículo sobre la violación sistemática de mujeres en los conflictos armados. Todos los integrantes de La Haya se rasgaron las vestiduras y exclamaron “qué barbaridad” ante la serie de informes y pedidos de Argibay; sin embargo, nadie modificó una coma al documento final. ¿Cómo se traduce esto? En el carácter de eternas invisibles de aquéllas mujeres desvastadas en su integridad.

Durante el Coloquio Internacional de Violencia Sexual organizado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, en marzo último, el sociólogo francés Erick Fassin concluyó que la violencia afecta por igual a hombres y mujeres, “pero es sobre el cuerpo de las mujeres donde más a menudo las violencias sexuales traspasan las fronteras. Las mujeres son los objetos perseguidos y también los signos privilegiados del discurso violento”.

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