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Viernes, 5 de mayo de 2006

PLáSTICA

Espiritual y salvaje

Como una necesaria reivindicación de los materiales y de la mano que los anima –del latido que distingue a la persona que pinta–, la muestra de Guadalupe Fernández es un paseo por un universo privado que, como suele suceder con las mujeres, se ordena siguiendo íntimos ciclos.

 Por Santiago Rial Ungaro

Hay algo aparentemente anacrónico en un título como “Metafísica salvaje”, que le da nombre a la muestra con la que Guadalupe Fernández vuelve a exponer sus pinturas óleos en la Casa de Oficios de la Papelera Palermo. Claro que basta con observar sus paisajes para entrar en ellos y percibir, en su naturaleza fría y exuberante, cierto aire vibrante en el que los colores sugieren algo incontenible, salvajemente espiritual, naturalmente metafísico. Eso que late detrás de la naturaleza es la convicción de Guadalupe Fernández, cuya obra surge como una fuerza natural que sólo sabe de sus propios equilibrios, de ciclos estacionales, laborales y familiares que hay que saber descifrar.

Cuando uno llega tarde a una entrevista es bueno encontrarse con que la entrevistada está sentada tranquilamente, leyendo un libro sobre el simbolismo de los colores. Es probable que para esta mujer la espera sea un momento de intimidad precioso: artista plástica, maestra, esposa a su vez de otro artista excelente como es Miguel Harte, Guadalupe es madre de dos hijos, de 7 y 2 años. Es lógico entonces que haya estado bastante tiempo sin exponer. “Tuve una beba hace dos años, así que estaba bastante ocupada con ella. Pero la verdad es que toda la movida que hacen acá en la Papelera es algo que nunca me había pasado: el acompañamiento que hacen acá no lo hace una galería, por lo menos que yo conozca.” Por lo pronto ahí está la muestra, el lujoso libro de edición limitada (sólo son 100 ejemplares), los hijos creciendo sanos y fuertes y su esposo, aunque también el pesar por la muerte de Pablo Suárez, amigo íntimo de la familia. Guadalupe, de todos modos, tiene un record particular: es la primera vez, en sus tres años de vida, que la Papelera convoca a una mujer. “La verdad es que es una vergüenza –dice riéndose–, pero también es un orgullo”.

Guadalupe da clases desde hace años –en la Casa de Oficios da un taller de pintura para niños y niñas de entre 6 y 12–, en gran parte por una cuestión vocacional, pero también por haber conocido a Marcia Schwartz, que enseguida la adoptó como asistente. “A ella la conocí a través de Liliana Maresca, y aunque no fui nunca su alumna la verdad es que aprendí mucho.”

Con estas convicciones, la artista (que nació en 1971) tuvo que templar su vocación en los ’90, en los que el signo de los tiempos parecía ser otro. “Ahora, por suerte, parece que la pintura vuelve a estar bien vista.” Aunque hizo todo el circuito de los ‘90 (Espacio Giesso, Parakultural, C. C. Recoleta, C. C. Rojas en la época en que estaba Londaibere), Guadalupe tiene una visión crítica de esa época. “Lo que a mí me pasó es que yo quería pintar, quería dibujar. Me acuerdo que una vez fui a una clase sobre la revista Flash Art y todo giraba alrededor de esa cuestión, de que en el mundo actual el objeto de arte en sí ya depende de muchas otras cosas, que tiene que ver con la comunicación, con la publicidad, con el marketing, con el diseño. Y a mí la verdad es que no me interesaba para nada todo eso. Yo soy amiga de Roberto Jacoby, y creo que es un tipo muy creativo y con ideas muy lúcidas, pero creo que detrás de muchas cosas que produce hay un gran vacío. Y al haberme dedicado simplemente a estar pintando sentía que quedaba un poco afuera. Es una obviedad, a esta altura ya se habló mucho sobre eso, pero creo que de lo que fue al principio la primera época del Rojas, con gente como Pombo o Liliana Maresca se fue cayendo en la última época en algo muy infantil. Capaz que al principio estaba bueno, porque veníamos de los ‘80 con mucha pintura, pero de eso se terminó en una actitud bastante pelotuda, con esa cosa de hacer chistes que eran para cuatro personas.” Aunque algunos tratan hoy de mitificar aquella época, Guadalupe (que por entonces trabajó en lugares emblemáticos como Bolivia o El Dorado, por donde pasaban muchos artistas) aporta otra mirada: “La verdad es que yo eso no lo disfrutaba para nada”.

Mientras tanto, encontró en Marcia Schwartz (otra mujer de talento y sin pelos en la lengua) una suerte de maestra y amiga. “La verdad que a Marcia le estoy muy agradecida, fue muy generosa conmigo. Es un monstruo, ¡pero la verdad que ser amiga de un monstruo es genial! Es una persona con mucho sentido del humor. Además de haber sido asistente de Marcia tuve que seguir probando con otras cosas, porque con la pintura no había oportunidades.”

“Yo creo que si estás haciendo algo que está en contra de la moda o del establishment, esa búsqueda de tu propio lenguaje te va a terminar fortaleciendo, porque sos vos la que necesitás hacerlo, no es algo que hagas por seguir la corriente, que siempre está cambiando. La verdad es que se le da muy poca bola al conocimiento manual de dibujar o pintar, en general todo está más enfocado a la máquina y a que tu cabeza funcione como para interpretar ciertos códigos. Y son códigos anónimos, es un lenguaje sin sujeto, nunca hay una persona detrás. Y los países periféricos después quieren hablar ese lenguaje para poder integrarse, aun a costa de perder su identidad. El tiempo de sentarte e ejercitar tu mirada y tu mano no está valorizado. Hace poco leí un libro de John Berger que escribía cosas muy lindas sobre estas cuestiones. Yo coincido en lo que él dice sobre que la pintura quiere captar lo efímero y sigo creyendo en el valor de eso.”

EXILIO EN ESTOCOLMO

Cuando se le pregunta a Guadalupe Fernández cuáles fueron los paisajes que marcaron su infancia surge una pista sobre una experiencia que sin dudas marcó su imaginario: “En el ‘78 mi familia se tuvo que exiliar en Suecia. Vimos el Mundial allá. Cuando volví tenía 13 años y me decían guarangadas en la calle que ni entendía. La verdad, ahora que lo pienso, que en Suecia hay una actitud más contemplativa y más respetuosa hacia la naturaleza, nada que ver con lo que pasa acá. Cuando llegué, al principio pasé una época un poco fea, me costó bastante adaptarme porque el idioma es muy distinto. Aún tengo amigos que me siguen diciendo ‘la sueca’”. Si de ese brusco cambio idiomático Guadalupe tuvo que dejar el teatro, en esa época en la que ni las palabras ni sus dotes histriónicas servían apareció el lenguaje de la plástica. “Existe un hermosísimo idioma, cuyas palabras parecen casitas hechas con hongos. A su lado, palidecen las más bellas letras rúnicas. Lo descubrí una tarde, y no lejos: aquí, nomás, mientras avanzaba entre las boticas de los eucaliptos, a la hora en que las paredes se colman de estrellas, y desde los árboles y el cielo, caen pastillas y perlas, vi el idioma, y lo entendí, enseguida, como si siempre hubiera sido el mío.” Ese idioma del que habla Marosa Di Giorgio en el texto (que es citado a su vez en el libro hecho para la exposición) es el que hablan hoy las obras de Guadalupe, que ha tenido que conciliar con su marido los tiempos para que cada uno pueda hacer lo suyo: “Es muy difícil, porque los dos hacemos lo mismo. En la época del Rojas nos peleábamos un poco: a él en esa época los tipos de seguridad del Rojas le rompieron tres veces la obra, al punto de que terminó por ganarles un juicio, así que cada uno cuenta la historia de lo que ve, porque él quedó muy identificado con esa época, lo marcó mucho y es lógico. La verdad es que tenemos un conflicto muy importante con la distribución de los tiempos. El tiene su manera de trabajar, que es desaparecer del mundo, pero yo como mujer y mamá de dos chicos no me puedo dar el lujo de hacer eso”. Como sea, ahí está la obra y el primer libro que hace como artista: “Yo tenía miedo de hacer un libro. No sabía si nos íbamos a lograr entender, pero la verdad es que salió todo bien, sentí que acompañaban mi imagen. El libro se hizo en serigrafía en la misma Casa de Oficios y plasma todo un trabajo manual y artesanal que me parece bastante importante”. Así, la alianza entre Guadalupe Fernández, Roberto Fernández (curador) y Marcos Fernández (dueño de la Papelera) confirma la importancia de llamarse Fernández, aunque ninguno de ellos sea pariente entre sí. “El cuadro es el cuadro, pero un libro ya es otra cosa. Y lo bueno es que en el libro también quedó como un cuadro, porque el libro fue teñido a mano por Ana López.” En el otro poema de Marosa incluido en el libro leemos: “Eran blancos o amarillos o rosados, y a veces, azules, casi negros. Se colmaban de flores, de extremo a extremo. A veces, iban por la tierra como personas; otras, transitaban por el aire, lentamente. Los vi de día y de noche, a través de los patios de la infancia. El que cuidó de mí tenía flores rosadas y amarillas. Iba y venía conmigo de la escuela. Me protegió de todo, de la muerte, de la vida”. En este contexto, Guadalupe no sólo parece estar hablando de los colores de la naturaleza, sino de los colores de sus hijos. En definitiva... ¿Hay algo más colorido, salvaje, exuberante y metafísico que un bebé recién nacido?

“A mí lo que me pasó con los embarazos es que en un punto te queda la sensación de que el tiempo se te pasa y que no podés hacer lo que querés hacer porque siempre estás con los chicos. Pero nunca son los chicos los que te impiden que hagas lo que vos querés hacer. Simplemente te tenés que ordenar. Y la verdad es que empecé a pintar la naturaleza cuando nació mi primer hijo.” Y como para confirmar la conexión entre hijos, naturaleza y pintura, Guadalupe trae un cuadro, que quedó fuera de la muestra, en el que se ve a un chico con una bizarras membranas en las orejas. “Este cuadro lo pinté cuando Gaspar estaba en la panza. ¡Y podés creer que Gaspar nació con unos cositos acá en la oreja que se llaman mamelucones preauriculares que son iguales a estos!” Misterios de la metafísica salvaje.

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Imagen: Guadalupe Fernández
 
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