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Viernes, 19 de julio de 2002

Dejarse llevar

Claudia Levy no sólo canta tangos: los compone. Y no lo hace así nomás. Se mete con temas espinosos, como el de las mujeres golpeadas, o con otros muy poco recorridos, como el resentimiento femenino. Ahora está aprendiendo a bailar, y dice que para ella
fue un descubrimiento dejarse llevar.

 Por Soledad Vallejos

Dice que fue “un mal de amor” el que la llevó a retomar las “raíces”, ese algo que “uno tiene, pero no sabe bien qué es”, aunque lo cierto es que cuando Claudia Levy se comprometió con el tango, lo hizo de lleno. De intérprete de temas ajenos a letrista, cantante y compositora musical hay un trecho y no tan pequeño. Pero es que ella veía “un problema en las letras, en cómo hacer tangos de ahora con el peso que tiene la poética de los grandes”: un desafío, sigue, para demostrar que es mentira que no se puede componer nada más sólo porque existen grandes cosas. La chica, entonces, recogió el guante, dejó por unos instantes lo instrumental, se concentró en las palabras, y sucedió lo que tenía que suceder: “Se me perfiló el lenguaje”. Lo siguiente fue dejar de esconderse atrás del piano para atreverse a la pura exposición del show. Y le debe haber encontrado el gusto, porque desde entonces no para de presentarse en cuanto lugar le preste el escenario que necesita, sea un lugarcito coqueto de pleno Palermo o el piso de barrio de un bar perdido de la provincia. Porque a fin de cuentas la suma forma parte de lo que ella está consiguiendo: estar en todos los mundos posibles.

MENTIRAS VERDADERAS
“Mentime más, mentime bien”, ruega una mujer desengañada a un “langa” ocasional y sospechoso que, gracias precisamente a ser lo que es, sabe que le dice lo que ella quiere escuchar, porque los dos saben que todo no es más que un simulacro, y de los disfrutables. Y cuando una letra así va acompañada de una instrumentación clásica, con sonidos que recuerdan a las películas de los ‘30 y los ‘40, bueno, se produce un efecto cuanto menos extraño.
–Es que me gustó mucho usar la ironía, porque puedo contar la misma historia –en algún punto– trágica, dramática, pero con humor. Me parece que cuando aparece el humor, uno se empieza a curar de la vida. Y al mismo tiempo, me empezó a salir un discurso muy femenino. Digo, no me salió hablar de Buenos Aires, el farolito... Me salió hablar sobre lo que más me pega: las historias que tengo con los hombres. En los espectáculos se nota que eso las mujeres lo reciben bien, pero a los hombres les cuesta un poquito más...
Claudia se ríe, y entonces queda clarísimo que no se trata de un pequeño eufemismo para decir, por ejemplo, que algún señor se puso colorado porque ella le pidió cantando delante de todos que la hiciera olvidar de algo. Y tampoco que algún señor poderoso se ofuscara repentinamente por la letra de un tango de protesta (todo se aggiorna en esta ciudad) sobre la corrupción. La cuestión fue un poquito más, cómo decirlo, violenta. Todo empezó cuando ella y sus músicos decidieron probar temas nuevos en uno de los sitios de testeo habituales, “un bodegón alucinante, sin escenario, nada, un lugar donde la gente te pide: ‘¡Cantá tal!’, y a veces el público puede cantar; un auténtico bar”.
–Entonces canté tres tangos, para ver si gustaban. Les encantó, me gritaron: “¡Pebeta, te va a ir bárbaro!”, “¡ya te vemos en Europa!”. Toda una cosa así, divina, y yo me senté. Cuando nos estábamos por ir, pidieronque tocáramos otro. Y tocamos uno sobre una mujer golpeada. El estribillo dice: “Llorá, que no hay Cristo que te salve, llorá que llorar te hace bien, y bajate del caballo, y andá poniéndote al día y dejá la cobardía de pegarle a una mujer”. Y cuando digo eso, que termino y empieza una parte instrumental, un tipo se levanta y dice: “¿Qué tiene pegarle a una mina?”. Yo no lo podía creer. “¿Cómo que qué tiene?” La música seguía, mis músicos se miraban entre sí con cara de qué pasó acá, no sabían qué hacer. Entonces, otro empieza: “¡Hay que ser re macho para pegarle a una mina!”. “Sí, re macho”, le dije. Y otro dice: “¡Un hombre que le pega a una mujer es un trabajador!”, cualquier cosa. Así que parece que les toqué un punto débil.
–¿Y cómo terminó todo ese día?
–Uno de mis músicos quería ir a pegarle. Todo se había tornado denso.
Milagro mediante, el asunto terminó en griterío y nada más, pero no por eso se ha salvado de convertirse en uno de los hits de los espectáculos de Palermo: “Es muy gracioso, porque lo cuento ahí y la gente, que no es así o por lo menos disimula, aplaude, y les gusta, y se ríen con la anécdota en la mitad del tema. Está bueno”. Es que nada, o por lo menos casi nada de lo que Claudia llama “el universo femenino” se salva de terminar en letra y música, y menos si todo surge por algún episodio terriblemente ligado a escenas de tango.
–¿Viste que los tangos hablan de la pobre prostituta? Yo tengo ganas de componer uno, pero al revés, de una mina que la envidia porque a la otra le va bárbaro, porque gana el doble. ¡Es que a mí me pasó! Yo tocaba en un boliche, y en el boliche había gatas, y una de las gatas me decía: “¿Cuánto cobrás vos?”. ¡Y yo cobraba un cero menos que ella! Y la mina me decía todo el tiempo: “Cuando tengas un ratito, venite a trabajar”.
“O algo muy irónico, o algo más con la ternura y la tristeza”, le gusta escribir. Nada de tragedias tremendas, de dramas irreversibles, “cerradas, sin opción”. Entre extremos, ahí es donde ella puede reconocerse y sentir que hay un lazo con ese público real con el que gusta perderse cuando canta. Y es que lo corporal (“la adrenalina, la exposición de estar cantando y tocando, y con la gente, ese momento único”) entonces pareciera ser pleno, y perfeccionarse con algo esencial: la respuesta del público.
–Lo necesito. Cuando no tengo show, falta como un sentido de la vida, se me va el para qué estoy en esta tierra. Y además el tango me abrió a muy diversos públicos. Tiene que ver con las raíces, porque el tango está acá, aunque uno se quiera hacer el tarado y no escucharlo. Pero eso de las raíces lo convierte en intergeneracional. En los recitales hay gente de 20 a 60, 70 años, y eso pasa sólo con una música que es del lugar: une generaciones, porque está en todos. Además, el lenguaje es muy importante. Yo he tocado en Europa, con un dúo que tuve, pero no es lo mismo. Mi lenguaje es muy de acá, yo hablo para el porteño, para el argentino en general. Ponele que me escuche un alemán, ¿qué entiende? Yo quiero que me entiendan, que sonrían, que lloren, que se emocionen porque saben lo que estoy diciendo. Lo que me gusta es contar la historia.
Historias de chicas desencantadas del mundo, pero con ganas de ver más, de chicas que perdonaron demasiado como para seguir haciéndolo (“te perdoné una vez porque te amaba, te perdoné otra vez... no sé por qué, pero ahora yo me siento tan cansada de perdonar y de llorar después”), de chicas solidarias (“en la casa de un amigo lo vi por primera vez, y aunque andaba solterita lo miré y lo descarté. Era guapo, reconozco, mucha pinta de varón, un estilo muy moderno, refinado de ladrón... Si lo ves, yo te aconsejo que le rajes en mi honor”). Eso, decíamos, la lleva de acá para allá, sea un bar, o la asamblea vecinal de su barrio (“fue muy lindo tocar para la gente del barrio, porque después, cuando paso en bici por algún lado, me saludan”). Y, necesidad de cantante con ganas de más recursos, el paseo por tanguerías viejas la llevó de bares a milongas. En las milongas, claro, se baila tango.
–Ahora estoy aprendiendo.
–¿No sabías bailar para nada?
–¡No me dejaba llevar! Todos me decían: “Pero si yo no te marqué nada, ¿qué estás haciendo?”. “Estoy haciendo lo que yo quiero, ¿no se puede?” Y no, en el tango no se puede. Pero hay algo interesante, y es que tenés que descubrir un equilibrio en ese aprendizaje del “me dejo llevar”. No tenés que perder tu eje. Si sos muy blando, el otro no te puede llevar, pero si sos muy rígido tampoco. Ese equilibrio entre “estoy en mi eje”, pero “me conecto con vos y me dejo llevar”... ¡es un laburo!

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