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Viernes, 30 de junio de 2006

FOTOS

Maneras de vivir la memoria

En 2003, Isabel de Gracia pasó seis meses dictando un taller de fotografía para mujeres presas en la cárcel de Los Hornos y, a la vez, retratándolas “pabellón por pabellón, celda por celda”. Luego, tomó distancia y el tiempo necesario para reflexionar, depurar y dar con Memoria corporal, el ensayo fotográfico que exhibe en estos días.

 Por Soledad Vallejos

Isabel de Gracia es de las que creen en huellas que, cuando parecen olvidadas, en realidad están agazapadas, dueñas de una morosidad paciente, a la espera del tiempo de notarse apenas. Dice: “El cuerpo guarda información que permite recrear, reconstruir todo lo vivido, tanto lo doloroso como lo más placentero. Todo eso está dentro nuestro. Esa memoria del cuerpo puede ir de lo más literal, que es esto (señala una foto: esa cicatriz en una panza ofrecida a cámara), hasta esto (señala otra: una habitación decorada con telas estampadas en animal print, guirnaldas flotando en el aire, tres mujeres con sus respectivas sonrisas). Todo esto está vivido en otro lado, y se puede reproducir ahí”. Habla frente al trabajo depurado –en varias etapas– de un registro visual que ella misma fue produciendo durante seis meses de ir cada semana a la cárcel de Los Hornos, de La Plata. Ahora, sobre la mesa, hay 10, 12, 15 fotos con parte de lo editado a lo largo de todo el año pasado, el mismo material en el que aprendió a reconocer –con asombro– lo que había visto su mirada durante las incursiones en Los Hornos, y que ahora, merced a la distancia (física, emocional, temporal), puede (re)construir a partir de un título y un epígrafe. El primero: Memoria corporal. O formas de construir una vida en el encierro. El segundo: “¿Alguien sabe lo que puede un cuerpo?”, palabras tomadas de Spinoza. De eso trata, nada más ni nada menos, la muestra que congrega imágenes como las que pueden verse aquí, y que puede encontrarse completa como parte del Festival de la Luz 2006.

Llegar hasta aquí no fue fácil, dice. Afuera, todo un año estuvo desbrozando lo que aparecía de escenas tomadas adentro, leyendo las instantáneas para dar con el texto velado, explorando los límites de eso que ella misma había retratado para dar con lo que desconocía (o no reconocía) haber encontrado. De eso, del impulso irrefrenable de haber disparado la cámara “pabellón por pabellón, celda por celda” y de la voluntad explícita de respirar, tomar distancia de todo aquello para enfrentar –después– los resultados que quería distantes pero en el fondo son una forma extraña del espejo, de todo eso cuenta Isabel que se trató el año de reflexión en que se convirtió la edición de las fotos al cobijo del taller de Eduardo Gil. “Vos mirás las fotos, decís ‘bueno, ¿qué tiene esto de mí?’. Es importante cuando lo ves, cuando ves las fotos y vas eligiendo las que de alguna manera te representan más, y por qué sentís que te representan; cuando vas eligiendo el título y vas eligiendo la mirada. Es como que se termina de construir cuando montás la muestra y elegís el título, eso la cerró; hay todo un proceso en el que va saliendo a la luz una cosa que ya estaba, pero que cuando lo estás haciendo no lo ves, no lo ves de entrada... decís que lo ves después, pero finalmente te das cuenta de que eso estaba antes.”

Hay, en realidad, un antes y un después en la relación entre Isabel y la cárcel. Mejor dicho: esta muestra es el resultado de dos experiencias distintas, dos proyectos y dos modos de vinculación con la Unidad Penal 33 en particular. En 2001, dio durante seis meses un taller de fotografía para ocho de las mujeres presas en Los Hornos. Ella se había acercado para hacer un ensayo en blanco y negro (“tenía toda una intencionalidad más marcada que acá de entrar en la cárcel”) y le dijeron que sí, pero que como contraprestación dictara un taller, del que finalmente salió Visibles en lo oscuro, una muestra de fotos de las talleristas que se montó en la cárcel y luego circuló por ámbitos públicos y privados. Después de eso, pensaba que no iba a ir más, “porque es muy fuerte, muy duro. Te imaginarás, ¿no? Había quedado como sin ganas de volver. Ya en lo espacial, digamos, es fuerte: entrar ahí, atravesar todas las puertas, todos los candados, es algo que te llega mucho”. Y así y todo terminó volviendo en 2003, cuando la convocaron para dictar otro taller, pero para entonces las circunstancias de alguna manera habían cambiado y “cambió mi forma o mi actitud, me dejé llevar por lo que veía, por lo que se iba presentando. En comparación, la segunda vez fue menos estructurado, menos armado”.

–¿Con las mujeres retratadas volviste a tener contacto?

–No, eso también es distinto en relación con el primer trabajo, que no me podía despegar, y que inclusive con algunas me seguí viendo cuando salían en libertad. Pero en esta segunda parte también pensé que el trabajo era ése, que me tenía que despegar de ellas y ellas despegarse de mí. Por eso también el proceso de edición lo hice con otras personas. Es difícil tener esta distancia una sola. En cambio, con la distancia temporal es como que vas confrontando, como que en el fondo vas confrontando. Finalmente, el trabajo está cerrado, se tiene que despegar de uno... ¡y yo no tendría que estar diciéndote nada de todo esto!

–¿Hay alguna historia en particular, una foto que te recuerde algo en especial?

–Todas me recuerdan algo, todas tienen una historia. Pero ése es el tipo de cosa de que decía que me quería despegar. Recuerdo exactamente el momento en que saqué las fotos, las situaciones.

En ese penal, en ese universo cerrado que alberga alrededor de 300 mujeres, algunas de ellas con niños de hasta cuatro años de edad, y recuerda dos motines en los últimos tres años (uno, en 2003, tuvo como objetivo principal lograr que el Servicio Penitenciario Bonaerense destinara una guardia pediátrica durante las 24 hs.; el otro, en 2005, pretendía mejoras en las condiciones de detención), allí se labran historias como las que revelan estas fotos. Están los momentos de cotidianidad en los que la vida, aún en condiciones punitivas, en situaciones que impiden olvidar la existencia de un instante pasado que decidió ese tiempo (meses, años) allí dentro, se reformula para olvidar lo que ha quedado afuera y gestar algo nuevo (o no) adentro. Estos son los cuerpos castigados con el encierro, pero también los que tienen una potencia particular. Y es que, como dice Isabel, esos mismos cuerpos guardan y exhiben y trabajan y construyen memorias de lo que han vivido, pero también de lo que viven, porque en la actualización de ese pasado hay un presente (que en algunos casos puede abonar un futuro) que facilita el día a día gracias a su carga de amores, amistades, conversaciones, colores. Ahí están los rasgos, muchas veces y casi siempre los rasgos, en esas caras que miran la cámara aquí o la esquivan allá, que se exhiben o se dejan observar, que juegan a dejarse arrancar una historia o escamotean fragmentos de otros discursos de estas mujeres retratadas por Isabel. Isabel, por cierto, también pregunta, ahora que las visitas a la cárcel quedaron atrás y se convierten en una selección de imágenes; dice que ella cree que sí pero no sabe si ha logrado lo que quería; quiere averiguar: “¿el título qué sugiere?”. Y agrega:

–Ojalá que no cierre, ojalá que sea como una pista pero no dirija la mirada. A veces me parece que es mejor no hablar tanto para que cada uno pueda ver lo que quiere.

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