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Viernes, 12 de enero de 2007

URBANIDADES

La caja de herramientas

 Por Marta Dillon

Pienso en la mujer que cuenta su historia en las páginas centrales de este suplemento. Dice que es una mujer afortunada como quien se alegra de haber conservado una única perla de un largo hilo que sin haberlo perdido tal vez hubiera quedado olvidado entre tantas cosas que se heredan o se adquieren sin que su brillo dure más que un instante. Habla de su fortuna mientras repasa las cicatrices que ahora puede acariciar porque el dolor es ahora un conjunto de palabras que su memoria ha sabido acomodar para que reír no sea un esfuerzo de titanes sino la reacción esperada ante las cosquillas que de improviso, una tarde cualquiera, se reciben como si siempre nos hubieran pertenecido. Hay una magia conocida en ese gesto y que a la vez me conmueve porque es tan fácil olvidar lo aprendido que hasta es posible creer que una siempre supo cómo es vestirse y salir a la calle con todos estos afeites que en definitiva son mi nombre. Yo me olvido con mucha facilidad. Es fácil sentir que el cielo pesa sobre los hombros cuando los eventos se combinan como paredes de un laberinto que obligan a caminar en círculo, a volver a pisar los propios pasos, a tropezar, en definitiva, con la misma, estúpida, piedra. Hay que administrar la respiración en esos casos, que el aire alcance hasta que escampe. Porque a los cuarenta años que llevo caminando ya sé que en cualquier momento un punto de fuga se presenta y es posible tomarlo y entonces el cielo de plomo es un gris amable que borra la expectativa que suele tenerme en ascuas y permitir que no fluya más que el latido que dice mi nombre, y que si puedo escucharlo tal vez diga algo más. Enseñe una huella nueva o descubra que esa pisada que di es posible corregirla con la amorosa comprensión de que el error también es un maestro. Y lo mejor es que siempre sucede. Alguien me regala su sonrisa, alguien expone sus heridas con generosidad y las convierte en un hogar nuevo donde inventar una caja de herramientas que se puedan empuñar para reparar lo que dejó la tormenta. El tiempo nunca está de nuestro lado, escurridizo como el agua, que se vaya porque si no no sería posible bañarnos con sus favores. Que corra porque incluso el cuerpo puede dejarlo ir y a la vez quedarse con su caricia y hacer que las heridas se conviertan en cicatrices y que éstas a su vez, como tatuajes, lleven las letras del nombre con que quisiéramos ser llamadas por la voz del amor.

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