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Viernes, 26 de enero de 2007

TEATRO

El desafio perpetuo

Cine en producciones legendarias, telenovelas con libros memorables, éxitos arrolladores y apuestas osadas sobre los escenarios: en su extensa, sólida carrera, Thelma Biral lo ha hecho casi todo. Sin embargo, siempre logra correrse del pedestal para ir un poco más allá, hacia la zona experimental. En la obra que acaba de estrenar interpreta a Oscar, un niño enfermo de cáncer, bajo la dirección atenta de Oscar Barney Finn.

 Por Moira Soto

Si algo le faltaba a Thelma Biral era convertirse sobre el escenario en un chico de 10 años enfermo de cáncer con los días contados. Una apuesta jugadísima que la actriz está ganando bajo la diestra y sensible dirección de Oscar Barney Finn. La obra se llama Oscar y la dama rosa y pertenece a Eric-Emmanuel Schmitt.

Imposible resumir la fecunda carrera de esta intérprete proteica y ubicua en una nota donde hay que dejar espacio para que ella misma hable de su precoz vocación, su padre y su madre venecianos, de algunas de las cosas que hizo al llegar a Buenos Aires desde el Uruguay, de los proyectos que encaró en años recientes. De las muchas novelas citables, vale recordar El amor tiene cara de mujer (reemplazando a Bárbara Mujica en los ’60, luego como Vanesa Lertó en los ’90) de Nené Cascallar, y Dos a quererse (1976), de Alberto Migré; en el cine, la serie de films bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson, las producciones para el sello Aries; y en teatro, exitazos arrolladores como Coqueluche y Brujas, y joyas del nivel de La zapatera prodigiosa. Ya en este siglo XXI, Thelma Biral se animó en 2002 con una pieza tan revulsiva como Las presidentas, de Werner Schwab, y el año pasado en la tele fue la magnífica Lola de Se dice amor, una seductora madura y sabia en su locura que hacía caer muerto de amor a un hombre bastante más joven.

“Una obra maravillosa, lo mismo que mis compañeras Graciela Araujo y María Rosa Fugazot”, dice Thelma Biral refiriéndose a Las presidentas. “Con una poesía especial que no toda la gente entendió. Mi personaje, Mariel, era el más inasible, con su misticismo, todo ese monólogo de la caca, un texto extraordinario donde ella contaba su labor específica. Un día conversando con el director Manolo Iedvabni se me ocurrió decirle ‘¿Sabés qué? Yo creo que a esto habría que decirlo como si fuera un poema de Juana de Ibarbourou, plantearlo así. Porque si se lo formula de la manera escatológica, cruda, quizás se malinterpreta’... Pienso que finalmente encontramos una buena Mariel, un personaje indefenso, frágil en una obra de difícil acceso pero apasionante. Un autor, Schwab, que está avisando cosas terribles, sin conceder nada. Fijate vos cómo termina la pieza: todos tenemos un muerto en el placard.”

¿Esta obra la elegiste vos y la produjo tu hijo Bruno?

–Sí, para no perder la costumbre. Porque nosotros siempre fuimos como una pyme familiar. Desde el año ’73, con mi marido, que era uruguayo, formamos esta especie de dúo así, chistoso, de querer hacer una cosa, y otra, y otra... todas diferentes.

Antes de Las presidentas hiciste Camino a la Meca.

–Sí, una pieza que aquí no había querido hacer nadie, muy hermosa pero muy rara que hacía tiempo andaba dando vueltas. La tomé, la llevé al Uruguay, donde la estrené con Estela Medina y Antonio Larreta, y fue una bomba.

En tu caso particular, más allá de tu rendimiento tan probado como actriz, hay algo que no se consigue ni en el conservatorio ni con la más afinada técnica: eso que llaman carisma, ese imán que enamora a la gente.

–Tengo un corazón, me parece. Un corazón muy abierto, creo, y también una cabeza muy abierta. Y sí, pienso que eso se trasluce. Dentro del público común, más popular, sé que tengo muchos seguidores, gente que me quiere, y yo percibo ese cariño. Lo he sentido el año pasado cuando volví a la televisión con Se dice amor.

¿Cómo recibiste esa propuesta bien de culebrón familiar?

–Cuando me llamaron para hacer una tira diaria, pensé: imposible. No sabía si en ese momento me iba a dar el cuero. Y fue bárbara la respuesta del público. Todavía hoy me paran por la calle chiquilinas que me preguntan el nombre exacto de la poeta que citaba mi personaje: Julia Prilutzky Farny. Qué divino ese poema, me dicen. Raro que en una tira se movilicen ciertas cosas: se transmitió información sobre Lola Mora, por ejemplo, porque ella se creía esa artista en su delirio. Es muy difícil manejar el tema de la locura en la actuación, me complació mucho hacer ese personaje.

Y vos confirmaste una vez más que –sin renegar del cine y el teatro– sos carne y espíritu de telenovela. Lo mismo pasó en el unitario Ambiciones, en 2005.

–Es verdad, he hecho tanta novela. Estoy identificada con un género que aprecio. En Ambiciones había un muy buen elenco, un libreto inteligente, se merecía mejor suerte, sí. Pero así es el espectáculo, nunca se sabe realmente, tiene una zona de misterio. No hay nada seguro y eso es parte de su encanto.

¿Alguna vez te trazaste un plan de carrera, determinadas metas?

–Todo empezó muy temprano. Desde chica viví en el Uruguay, y la que fomentaba toda la parte artística era mi madre, que era veneciana igual que mi padre, inmigrantes. Nuestras grandes salidas, algún que otro domingo porque la plata no alcanzaba para más, era ir a la ópera, a la zarzuela, al teatro. Mi madre me puso a estudiar declamación, lectura expresiva y recitado, se llamaba en aquella época. Y me recibí de profesora francamente chica, a los 12. De ahí viene todo mi amor por la poesía, por la literatura. Empecé a tener alumnos de mi edad, más grandes, más chicos, y a hacer mis propias muestras de fin de año, como había aprendido en el curso, recorriendo autores. Personalmente, siempre preferí las mujeres poetas.

¿Una niña prodigio?

–No me gusta esa expresión, mis padres nunca me hicieron sentir así. Era una chica que amaba todo lo que concernía al teatro, que había tenido la suerte de ser estimulada muy pronto y que hacía las cosas con naturalidad. A una de estas muestras cae un día Orestes Caviglia, que iba mucho al Uruguay y me pregunta: “Y usted, ¿qué piensa hacer de su vida?”. “No sé, señor”, le respondí. El me dijo que tenía que encarar las cosas profesionalmente, que me inscribiera en la Escuela de Arte Dramático. A los pocos días salió la convocatoria, fui a anotarme, pero no me dejaron porque la edad no me alcanzaba. Como Caviglia me había dicho que le comunicara cualquier inconveniente, lo llamé y le conté. Bueno, él intervino y me tomaron. Nadie pensó que yo iba a cruzar ese límite –Onetti, Peñasco, Taco Larreta, Angel Rama–, una mesa examinadora tremenda. Pero aprobé bastante bien.

¿Nunca hubo ningún prejuicio en tu casa por la profesión que elegiste?

–Toda mi familia son gente muy refinada culturalmente aunque modesta económicamente. Tenían esa inclinación por el arte metida en los genes. Mi abuela materna hacía teatro como aficionada, cantaba lírico. Mi madre tocaba el violín de joven, antes de tomarse el barco para venir a buscar a su papá –mi abuelo–, que la había dejado. ¿Sabés que en mi casa nunca se habló de que el teatro fuese un oficio peligroso? Nunca se me previno sobre posibles riesgos, para nada. A mi papá, cuando terminé el Liceo Italiano seguramente le habría gustado que fuera a la universidad, pero luego se convenció de que la Escuela de Arte Dramático era un terciario en el Uruguay, de un nivel cultural muy alto.

En un momento, cerrás la ventana al mar, al río que quiere ser mar y te venís...

–Me recibí y me contrató la Comedia Nacional, donde hice pocas cosas porque mi marido se venía para la Argentina y yo lo acompañaba. Doña Margarita Xirgu me propuso trabajar en Yerma, en el San Martín, y no me atreví a preguntarle qué personaje iba a hacer. Después de pasar los nervios del día de la lectura, con mucha gente importante sobre el escenario, yo en mi sillita inmóvil, transpirando y tratando de no toser, todo se allanó, mis compañeros empezaron a acercarse a mi sillita en los ensayos: Alfredo Alcón, Eva Franco, María Casares... Fue una experiencia maravillosa. El día que me hacían la despedida en una cantina, Alcón me propuso hacer una gira con El pescador de ilusiones, “quedate, quedate”, me dijo. Y yo me quedé.

Hiciste incontables personajes, muy diferentes entre sí, pero nunca a un niño mortalmente enfermo.

–No, claro. Pero fijate la inteligencia del autor de Oscar y la dama rosa, Schmitt, que es capaz de presentar un tema tan fuerte, tan arduo, de una manera juguetona. Encuentra la forma de despegarte de la edad del niño, quien finalmente muere a los 130 años, según los cálculos de la dama. Es un hallazgo brillante este recurso de jugar con el tiempo, de darle intensidad, acelerarlo. A fin de cuentas, el chico vive más que el común de la gente. Es fantástico. Además, no es tramposa la pieza. Schmitt vivió este problema y obviamente salió del trance, pero encontró esta formulación tan imaginativa, poética, humorística. Te propone entrar en determinado juego pero no te engaña nunca. Y a la vez, al hablar sobre el sentido que se le puede dar a la vida mientras se está vivo, confronta al espectador con su propia muerte, con otras muertes cercanas. Esta pieza pertenece a una trilogía sobre esta temática, la relación del niño con lo desconocido a través de distintas religiones. Oscar y la dama rosa me maravilló desde la primera lectura. Tuve una especie de encantamiento por ese niño y esa dama y esa historia. La idea del autor es que lo interprete una actriz, así están haciendo la obra en distintos lugares de Europa.

Además del juego con el tiempo, entonces, el autor pensó en que una persona de otro sexo y otra edad hiciera al chico. Te lleva a suspender la incredulidad en varios planos...

–Es una apuesta insólita. Y como actriz, un trabajo delicado, pero yo me sentí muy resguardada. Mi hijo, que lo produce, rodeó el espectáculo de gente muy talentosa que podía contener bien el proyecto. Al igual que el director, Oscar Barney Finn, nunca pensé en hacer a un niñito típico, no quería disfrazarme de niñito. Y al tratar de lograr esa naturalidad, me resulta más difícil la Mama Rose. Porque si el niño fuera un estereotipo, el personaje de la mujer lo hago más cómodamente, pero no, están ahí los dos, en un registro semejante. Por eso traté de interpretar a Oscar, el niño, desde un lugar muy sincero. Se trabajó en profundidad, pasito a pasito hasta llegar a esto que ahora está sobre el escenario.

En el Multiteatro, los sábados a las 20 y a las 22, y los domingos a las 20.30.

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