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Viernes, 2 de marzo de 2007

NOTA DE TAPA

El suave resplandor del tiempo

Una semana antes de presentar el unipersonal en el que recorre su vida a través de las canciones que pusieron música a sus emociones, Hanna Schygulla, la mítica actriz que inspiró a Reiner Fassbinder, habla de su relación con el director alemán, de sus amores, del peso aplastante del silencio en la posguerra y de esa serenidad y buen humor que traen los años cuando se es capaz de ir a su encuentro para roerles su corazón más dulce.

 Por Marta Dillon

No es posible empezar esta nota sin hacer una confesión: el lugar de la periodista se desdibuja. En su lugar aparece la adolescente arrobada que fuma desesperada el último cigarrillo antes de entrar en la inhóspita sala del Goethe Institut de Mendoza, un galpón sin glamour y con sillas de fórmica en las que el frío cordillerano se enreda entre las piernas como una culebra viscosa. La desesperación no es nada grave en esta precisa estampa, solo el tiempo que corre entre la proyección de un corto en blanco y negro y Las amargas lágrimas de Petra von Kant, esa película claustrofóbica en la que la cara redonda como una luna llena de Hanna Schygulla alcanzaba y sobraba para suplir la inmovilidad de sus piernas, el único escenario de ese cuarto cerrado. ¿Hace falta decir que la película ya había sido vista el día anterior por aquella adolescente que ahora, mujer madura, mira en el fondo de los ojos celestes de la actriz alemana como si se sumergiera en la fuente de la juventud?

–A mí nunca me gustó esa película; es cierto que es divertida y mucha gente se reconoce... ¡pero ese mundo tan oprimente, con gente que se destruye con esa intensidad! Bueno, es un espejo, pero a mí me gusta ver en el espejo otros retratos. En cuanto terminó el rodaje –un rodaje corto, apenas dos semanas– le pedí a Fassbinder: “Por favor, no me cuelgues más papeles como éste”. Se irritó mucho, se sintió herido, no sabía por qué se lo decía. Evidentemente, él se miraba mejor en ese espejo que yo –dice Hanna Schygulla, la actriz de aquella película, confesa amante platónica del director que la adoraba como a un fetiche y ni aun así el hechizo se rompe. Esta periodista sigue mirando en sus ojos como si la luz se descompusiera allí y buscara un camino dentro, abrigado a pesar del calor, lejos de las bocinas y el trajín que rodea el hotel de las inmediaciones de Plaza de Mayo donde la actriz alemana trata de recuperarse de las catorce de horas de avión que soportó para llegar a la tierra de Borges, ese escritor que disfruta aunque a veces la deje afuera:

Foto: Juana Ghersa

–Es que tiene muchas referencias culturales que no llego a leer. Me quedo con los cuentos cortos, con los poemas. Tal vez sea un poco ignorante, tal vez sea el idioma. Pero el primer poema que leí lo llevo para siempre en la memoria –dice, se acomoda en el sillón de hotel de lujo seriado con la vista clavada en unas ojotas de cuero negro, recita: “No hay otra cosa que no sea una letra silenciosa de esa escritura indescifrable cuyo libro es el tiempo”. Podría ser de El libro de Arena, podría ser que en la traducción se halle la pérdida. ¿Qué importa? De la memoria de aquellas películas que ya tienen casi tres décadas la luna llena de su cara se recorta y ahora el fetiche habla español o castellano, como se diga, y está frente a quien ahora tiene la chance de saldar ese frío que entumecía en el centro cultural de su provincia de crianza y entonces es posible creer en lo bueno que está ser periodista –aunque esto importe a pocos y a pocas– y en que, efectivamente, “la existencia es una larga caminata hacia un enigma al que nos acercamos viviendo y soñando. Claro que cada vez que está cerca lo único que se ve es un nuevo límite de lo desconocido. ¡Pero eso es lo que me gusta de vivir! ¡Eso sí me excita!”, como dice la señora Schygulla.

Tiene una capa negra y larga hasta el piso, los pies quedan ocultos bajo la tela que flota; no camina, se desliza como si no pesara. Y sin embargo, ay, pesa. Le pesan apenas los últimos diez años. Porque esta mujer de 64 que parece de 64 y se entusiasma con los libros que trae de la calle su compañera de vida y de trabajo, Alicia Bustamante, no añora su juventud sino esa liviandad de los 50, “cuando todavía podía comer lo que quisiera sin engordar enseguida, o no me cansaba tan rápido ni me dolía levantarme de una silla después de haber estado sentada mucho rato”. La madurez, opina, es apenas incómoda pero incapaz de borrar todas las edades atravesadas: “Hay días que me siento de 30, otros de 15 y hasta puedo sentirme de tres”. ¿Hay alguien que pueda escapar a esa certeza rayana en la inclemencia, esa que escucha la misma voz cuando dice yo que la que tenía cuando era la madre la que la acunaba y la defendía de los peligros de afuera? Hanna no escapa, la disfruta. Y por eso se aventura en el mar de su memoria, se deja mecer por el ritmo de la canciones que tarareó antes o después pero con las que elige escribir su biografía, esa que empieza con su nacimiento en un retazo de Polonia ocupado por la Alemania nazi.

–Para mí la nacionalidad siempre fue una esquizofrenia muy grande a la que me obligo a atravesar... desde siempre. Soy alemana porque en ese momento la Alta Silesia estaba ocupada, la cruz gamada estaba en todos lados; pero mi mamá, a último momento, me puso un nombre de resonancias judías. Yo iba a ser Dagmar, un nombre nórdico, típico de la época. Y fui Hanna. Mamá me decía siempre que había conocido a una Hanna, pero nunca supe su historia, ni siquiera supe que tenía que preguntar por su historia.

–Imagino que preguntas y silencios sobraron entre la generación que protagonizó la Segunda Guerra y la que nació en esos años.

–Fue una catástrofe tan grande que el silencio enmudeció también a los niños. Sabíamos que había secretos inquietantes, pero era imposible formular las preguntas. Y después, los interrogantes sobraban. Yo conocí a mi padre después de los cinco años; antes él había sido prisionero de guerra en Inglaterra y Estados Unidos. Era un hombre joven que volvió de la guerra como si no perteneciera al mundo de los vivos. Me hizo temerlo, pero no porque fuera terrible sino porque estaba alienado de la vida.

–¿Su madre también se había entusiasmado al principio con Hitler?

–Mi mamá se quedó en el pueblo, y nuestro pueblo estaba muy cerca de Auschwitz. Ella veía a los prisioneros que mandaban a las fábricas cerca de donde vivíamos y siempre me hablaba de su estado deplorable. Mi padre nunca dijo una palabra y eso marcó una división muy fuerte en la familia. Tanto que las últimas palabras de mamá, cuando empezó a perder el habla, fueron dirigidas a echarle la culpa a Hitler por lo que había pasado no sólo en el país, en ese momento, sino por eso que nos aniquiló como personas y como familia después de la guerra.

–Sesenta años después, ¿cuánto queda de ese mandato de silencio?

–Hacen falta muchas generaciones para digerir un hecho como ése. Creo que en Argentina debe pasar lo mismo, a otra escala, mucho después, pero supongo que habrá enormes baches de silencio... Yo entiendo de alguna manera a aquellos jóvenes que se dejaron convencer por los discursos, siempre los dictadores parece que estuvieran usando los argumentos de la izquierda cuando hablan del bien común. Más en un país como Alemania, en donde la miseria era realmente profunda. Papá siempre me contaba que su traje de comunión había sido de papel. El tema es no haber querido limpiarse los ojos después. Eso es otra cosa y eso marcó mucho a mi generación: aprendimos a odiar todo lo que fuera alemán.

¿Pero es que hay algo más alemán que Hanna Schygulla? ¿Alguien puede decir sin que le tiemble la barbilla que la actriz es polaca? ¿Podría ser el cine de Rainer Fassbinder tan revulsivo, tan conmovedor habiendo esquivado a Lili Marlene o a Eva Braun?

–Con Fassbinder tocamos todos esos temas que la generación de mis padres calló. Y por eso los dos éramos enamorados de Brecht, porque él hablaba del fascismo claramente. Y nosotros conciliábamos nuestra historia con una etapa de gran rebelión. Yo estuve en la calle en el año 68, protestando... aunque visto a la distancia ¡éramos tan ciegos! ¡Creíamos que Mao Tse Tung era el inicio de una nueva sociedad que no necesitaba de la noción de propiedad privada y no sabíamos del horror que se vivía en China!

–Más allá del sistema económico, también había una gran revolución en las formas de amar y relacionarse.

–¡Claro! ¡Una liberación en todo sentido! Nosotros queríamos vivir de manera más evolucionada, no en un sistema en el que el individuo cuenta sobre todas las cosas y lo único importante es evolucionar en la escala social. Tal vez hubiéramos elegido una forma de organización tribal donde lo que hubiera fuera para compartir. Es muy rico poder decir “nosotros”, mucho más rico que decir “yo”. En alemán decimos: dolor compartido es medio dolor, alegría compartida es doble alegría.

–¿Y qué queda en usted de todo aquello?

–En mis relaciones personales queda ese espíritu, disfruto de esa búsqueda. Pero no puedo dejar de ver que la vuelta al capitalismo es más fuerte que nunca, la pobreza ha crecido de manera enorme... pero el desencanto con el comunismo es tan grande que nadie quiere volver al fascismo de izquierda tampoco.

Dice Schygulla que nunca había pensado en ser actriz. En realidad, si se dio una vuelta por un curso de teatro al que la invitó una compañera en el restaurante donde ambas trabajaban de mozas fue porque la asustaba darse cuenta de que a medida que avanzaba su carrera de filología su lenguaje y hasta su postura corporal se teñían de la impostura teórica que necesitaba sacudirse. Entonces se inscribió y empezó a cursar y se topó con Fassbinder, recién despreciado por la escuela de cine por falta de talento.

–Ja, es una ironía para todas las escuelas, ¿no? ¡Le dijeron que no tenía talento!

–¿Fue amor a primera vista?

–Amor sí, pero nunca físico. Era una persona inquietante, tan peligroso para sí como para los demás porque era capaz de desnudar tus debilidades y sacarte de tu centro. Eso era lo que quería. Pero también tenía algo tímido que lo hacía muy tierno.

–¿Es cierto que era un tanto déspota con la gente que trabajaba con él?

–No conmigo, a mí no me hubiera servido que no me dejara centrarme. El mismo dijo que yo fui como un rayo que iluminó el cine que vendría, porque ahí ya sabía que iba a hacer cine aunque estuviera montando teatro. Pero no es fácil ser testigo de cómo trataba a otros.

–¿Trataba diferente a varones y a mujeres?

–No, a él no le importaban esas diferencias. A los varones solía tratarlos con nombre de mujer para evidenciar todavía más su postura. Aunque es cierto que como muchos gays, inventó los mejores papeles posibles para una mujer.

–Como Pedro Almodóvar.

–Almodóvar me vino a ver diciendo que era el Fassbinder español después de la muerte de Fassbinder. Y yo le creí ¡lo dijo con tanta seguridad! Me propuso enseguida un papel de una mujer que mata y yo, muy tontamente, contesté: “¿Y no puede ser un papel de alguien que no mata?” No sé por qué, me salió así. Al final nunca se hizo, pero él tiene la capacidad de hacer que las situaciones más aberrantes sirvan de identificación para la gente común. Ese es un don muy valioso, poder pasar por encima las barreras entre lo marginal y lo que se supone normal.

–¿Se reconoce en ese ímpetu por borrar barreras? Porque usted ha sido capaz de amar tanto a hombres como a mujeres.

–Es cierto, yo no tengo límites en eso. Pero tampoco creo en el gay pride, ya la palabra pride (orgullo) me parece tonta, no sé de qué hay que estar orgullosa. Sólo lo entiendo como una forma de acabar con la vergüenza, porque así como no es motivo de orgullo mucho menos de vergüenza. Es algo que sucede mucho más de lo que se confiesa. Incluso entre los animales, yo he visto en mis gatas amor entre madres e hijas... hay cosas tremendas que pasan en el sacrosanto terreno del orden natural.

–¿Y es capaz de amar de manera tan desprendida como la que se proponía en los años sesenta?

–Puedo decir que estoy contenta de que no tengo un sentimiento muy celoso... Es verdad que una persona no puede satisfacerlo todo, pero ahora, envejeciendo, lo puedo decir: es mucho más rico desarrollar lo que falta, madurar, aprender con otra persona que estar buscando siempre más allá. Es bueno querer llegar al máximo. Aunque si después te toca una pasión que se puede compartir, ¿qué? ¿La tratas como a una amistad? ¿La compartes? ¿La ignoras? Yo no sé, ya no estoy en ese período tempestuoso. Me parece, cada vez más, que es muy lindo hacer durar el amor, eso sí enriquece. Cuando era joven siempre pensé que solamente valían la pena los momentos sublimes y el resto, bueno, mejor no vivirlo –dice la actriz, la cantante, con una nota en la voz que no puede ocultar cierta sorna, como si al decir sublime no pudiera evitar cierta desconfianza.

–Sucede que tal vez hay que desprenderse de esos brillos fulminantes.

–No sé si es así. Lo que sé es que ahora descubro el valor del humor, de reírse, de sacar el cómico también en los hábitos, del absurdo de las situaciones cotidianas, compartir eso da mucha ternura.

El diez de marzo, en una semana casi exacta, Hanna Schygulla estará presentado su biografía musical. El séptimo de sus unipersonales, un recurso que encontró para “seguir siendo artista” cuando la vida le pedía que tomara a su cargo las responsabilidades de ser hija única y mujer, combinación exacta para no esquivar el destino de proteger a quienes, en medio de incómodos silencios, la habían protegido.

–Los últimos veinte años me tocó cuidar de ellos, primero de mamá, después de mi papá. Justo en el momento en que me decidí a adoptar un niño porque sabía que no quedaría embarazada, mi mamá se convirtió en mi niña.

Cuenta su propia leyenda que ya en los tempranos años de la ocupación rusa a su ciudad natal, entre Polonia y Alemania, fue la niña la que salvó a la adulta que la protegía. Vivían las dos en un tren cuando llegó un soldado ruso en busca de un lugar, había empezado a echarlas a los golpes cuando a la niña Hanna le vino a la memoria la música del idioma polaco que nunca habló y dijo: “¿Cuándo comemos?”. El soldado entendió entonces que ellas también habían sido víctimas de los nazis. Con una canción que evoca las ilusiones de ese primer período de posguerra empezará su espectáculo y su propia historia hasta ser esta mujer que se queja de los achaques pero disfruta de “cierta bondad, cierto humor” que le trajeron los años.

–Yo no creo en la naturaleza a rajatabla, en nombre de la naturaleza se cuestionan las cosas más sencillas como el amor de dos mujeres o dos hombres. Aun cuando sea cierto que para que nazca un niño es necesario un macho y una hembra...

–También es cierto que ahora hay múltiples maneras de producir nacimientos.

–Sí, pero me parecen un poco forzadas. Aunque si eso hace feliz a la gente, ¿quién soy yo para cuestionarlo? En definitiva lo que quería decir es que aunque no confío en lo que se dice en nombre de la naturaleza, tampoco entiendo esta epidemia de recurrir a la ciencia para detener el tiempo. Eso es loco, porque se pierden las riquezas del envejecimiento.

–Tal vez hay gente que lo hace porque necesita seguir trabajando.

–Para mí el cine está volviendo ahora y espero que pronto haya un papel para mí, para la edad que tengo. No es tan raro verlo ahora. Fácil no es, pero quizás mañana ya esté en mi carpeta. La vida está llena de sorpresas. Yo me animé hace tiempo a la aventura de actuar, de ser otra siendo yo misma. Y eso que nunca tuve la obsesión de ser actriz. Tal vez ahora que elijo la música, la actuación vuelva a llamarme. La vida tiene una escritura paralela a descifrar que para mí es la lengua del azar, de los acontecimientos mágicos...

Mágicos, repetirá la cronista entonces, recordando a la adolescente una vez más arrobada por los ojos azules que hoy se pierden en un cuenco de piel ajada y que permiten creer sin dudar en esa música, la música del azar que toca cada vez de manera distinta.

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