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Viernes, 4 de mayo de 2007

PERFILES

El valor del dinero

Todos y todas creemos saber de qué se trata hasta
que se convierte en fichas sobre un paño verde y entonces la noción del dinero se pierde, como también es posible perderlo todo. Isabelle Mercier, o “no mercy” –como la
llaman los que creen que no tiene piedad para jugar–, jamás se olvida de ese valor y por eso, como jugadora premium de póker, sabe gastar, recuperar lo perdido y volver a gastar. Pura filosofía de lo efímero.

 Por Renée Kantor

Su primera gran victoria se remonta a cuando sólo tenía tres años. Mientras sus pequeños primos se divertían entre autitos y Barbies, ella permanecía incrustada en la partida de cartas de los grandes cuando supo, rápidamente, lo que era la adrenalina del triunfo.

“Me acuerdo especialmente de esa noche en la que tenía una gran posibilidad de ganar los sesenta dólares canadienses que estaban sobre la mesa. Yo sólo tenía cinco pequeñas monedas y le pedí a mi papá que me prestara dinero. Me dijo que no. Así que corrí el riesgo ¡y gané!”

Hoy, a los treinta y un años, Isabelle Mercier no tiene ni auto, ni casa, ni facturas que pagar, ni pareja. Desde enero de 2004 recorre la ruta de los casinos del mundo con dos valijas, algunas prendas Dolce & Gabanna, una laptop, y su libro de culto Pide y recibirás –Demandez et vous recevrez–, de Pierre Morency.

¿Y qué es lo que pide?

–Ser campeona del mundo de póker.

El póker es un acto de fe. Y de constancia. Isabelle Mercier es la prueba. Mide un metro cincuenta y ocho, pesa cuarenta y dos kilos y desde hace tres años lleva ganados unos cuatrocientos mil euros.

Pero vivir del póker no siempre es fácil. Recuerda especialmente el día en el que, en sólo treinta minutos, perdió dos mil dólares. Fue como una estocada que atravesó su cuerpo y la mantuvo erguida durante... ¡cuarenta horas! Sólo abandonó la mesa luego de haber recuperado la suma y monedas, dos mil cinco dólares, para ser precisos. En estado de trance, volvió a su cuarto y durmió dos días seguidos como si le hubieran descargado un garrote en la nuca.

El número 104 de la avenida Champs Elysée es una puerta discreta, de vidrio opaco. Las inscripciones Backgammon, Blackjack, Baccará, Rami y Póker confirman que se trata del Aviation Club de France, uno de los más prestigiosos círculos de juego del mundo. Allí está Isabelle. Su cabello es negro, tiene la piel blanquísima con algunas pecas en los pómulos, y sus ojos turquesas se clavan en el rostro de su interlocutor como un corredor de fondo que fija su objetivo. Los vicios del póker no la abandonan jamás.

Nació en 1975, en Victoriaville, una pequeña ciudad entre Quebec y Montreal. Al finalizar la secundaria decidió estudiar Derecho porque todos sus compañeros iban a la universidad y dedicarse al póker no estaba bien visto. Durante el día, dormía. A la noche, la vida recuperaba su pulso: trabajaba como croupière en el Casino de Montreal hasta las seis de la mañana. Confiesa que obtuvo su título gracias a los textos que le pasaba una compañera que iba regularmente a clase. A los veinticuatro años, ya abogada, obtuvo su primer puesto en un estudio del que partirá a los... ¡veinte minutos!

Después de romper meteóricamente su contrato de trabajo, vendió su auto, lo poco que tenía y se fue a París. Oficialmente, a realizar un master de derecho internacional en la Universidad de la Sorbonne. Hoy confiesa que fue sólo una excusa para cambiar de rumbo. Trabajó durante cinco años como responsable de relaciones públicas de este mismo Aviation Club de France donde ahora la miman como si fuera un rubí. Y debe serlo, ya que es una de las poquísimas jugadoras de póker con sponsor propio: PokerStar, sitio on line y verdadero Salón de la Fama de los nuevos héroes de la timba. Aquí vio pasar a algunos de los grandes protagonistas de la industria del juego y, sobre todo, se dedicó a soñar con un golpe de suerte como el de Chris Moneymaker –sí, hay nombres que son un verdadero destino– quien en 2003 apostó cuarenta dólares en un sitio de juego en línea y cuando apagó el ordenador había embolsado dos millones y medio.

¿Cuál es tu relación con el dinero?

–Se que perdí totalmente el valor del dinero. Casi nunca tengo, porque lo gasto inmediatamente. Desde los catorce años el dinero no existe en mi vida, no es una preocupación. Va y viene. Gasto cantidad. Si tengo ganas de hacer algo, lo hago inmediatamente. No ahorro, no guardo. Luego me dedico a ganar el dinero que necesito para pagar lo que gasté. Gano cada vez más y gasto cada vez más.

Con el Master de la Sorbonne bajo el brazo, barrió con todo nuevamente: departamento, amigos, buen sueldo y se fue a Las Vegas. Los primeros ocho meses fueron durísimos. Compartía una habitación con siete varones, comía poco y mal. Hasta que en 2004, en Los Angeles, participó del torneo World Poker Tour Ladies Night, y se consagró campeona del mundo de la categoría femenina.

Ser una jugadora de póker profesional es una excepción. Basta con algunas cifras: en el último torneo de Montecarlo, en la final del European Poker Tour, había 298 jugadores. Sólo diez eran mujeres. Vista de cerca, Isabelle es una rara mezcla de fragilidad y valentía.

–Siempre conseguí lo que quise y nadie me puede obligar a hacer lo que no quiero o no me gusta. Amo el póker, la libertad que me da, aprender a manipular al otro con inteligencia. Es un juego social y de talento. Durante una partida uno está obligado a esconder su verdadera personalidad, y debe prestar atención a todo, a la respiración, a permanecer impasible, el famoso “poker face” –cara de póker–, hacer creer que uno tiene una buena mano. En mi vida todo estaba bien, yo hacía lo correcto, fui a la escuela, a la universidad, era una buena alumna. Pero con este juego por primera vez tengo un desafío donde debo mejorar, trabajar para ser la mejor.

El póker es la cosa más violenta que uno pueda hacer sentado, suelen decir los jugadores. La apodaron “no mercy”, sin piedad, por su forma agresiva de jugar. Isabelle, antes de cada desafío, tiene su propio ritual: baño de inmersión, velas, música y sobre todo unos pequeños papelitos pegados en el espejo donde se lee: “Yo voy a ganar este torneo”. En su diario de póker escribe todas sus partidas, imagina, planea y decide qué fórmulas usar para engañar a sus adversarios. En el póker, ganar es ganar dinero. Y mucho. La mayor parte de lo que gana la destina a sus placeres. Pasa al menos siete meses al año en Las Vegas y paga trescientos dólares la noche por una suite donde, a falta de un baño de mármol, hay dos. En el Hotel Casino Bellagio, donde pasa una larga temporada, hay tres mil doscientas habitaciones, diecisiete restaurantes, un “oasis” de cuatro hectáreas, la réplica de un pueblo italiano y un casino de nueve mil metros cuadrados donde se filmó Ocean’s Eleven con Brad Pitt y George Clooney. Es la escenografía perfecta de la fantasía del triunfo.

Cada año realizan junto a cuatro amigas, todas solteras, un crucero al Caribe donde, durante cuatro semanas, se alejará de la única tierra firme que conoce: una mesa de póker. La pareja y los hijos son realidades tan lejanas como abordar el Discovery rumbo a la luna. Tal vez tema que el amor ablande el rigor de su juego. Su última pareja data de cuando tenía veintiún años. “Desde entonces sólo tuve algunas aventuras. La verdad es que no tengo tiempo ni ganas. Y por otra parte, suele pasarme que la persona que me gusta nunca se fija en mí”, dice, y por un rato es, sólo y definitivamente , una chica más.

Pero sólo por un rato.

¿No será un poco peligroso este juego?, pregunto. Algo en ella estalla silenciosamente. Insinuar el tema de la adicción al juego tiene el mismo efecto que intentar convencer a un broker de los peligros de la especulación. “Este es mi trabajo, mi oficio, mi profesión. No es una adicción, sino una pasión”. Se detiene y echa una mirada a su interlocutora. Es una mirada para ignorantes.

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