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Viernes, 11 de mayo de 2007

VIOLENCIAS

El infierno despues del dolor

Hace un año, Andrea Lungo y Flavia Aguirre aparecieron violadas y asesinadas en un baldío cercano a su casa, en Máximo Paz. Desde entonces, sus madres, Adriana Lungo y Verónica Borella, fueron topándose con obstáculos en el camino a la Justicia y la reparación. La revictimización es tan fuerte que, inclusive, una de ellas debió mudarse de casa, de barrio, de ciudad.

 Por Roxana Sandá

Foto: Juana Ghersa

Andrea Lungo y Flavia Aguirre están enterradas juntas. Sus madres así lo decidieron después de que el horror de sus muertes sellara el destino común que las chicas habían comenzado a tejer años atrás, cuando eran adolescentes y las charlas parecían tender puentes hacia el futuro. El 22 de abril último, a un año del asesinato que recuerda la comunidad de Máximo Paz, la Justicia confirmó las detenciones de tres hombres involucrados conla violación y posterior ejecución a quemarropa. Con un revólver calibre 22 apuntando a cada nuca, los pelos quemados por la cercanía del caño, las pieles desnudas, la mano y el pie de una atados a los miembros de la otra; los cuerpos encimados entre yuyos de un descampado a menos de 50 metros de la casa que habitaban.

El crimen resulta incomprensible para los familiares de Andrea y Flavia, y para sus abogados, que no logran determinar el porqué de un escenario con sello mafioso contra dos jóvenes de 19 años sobre las cuales nunca pudo arrojarse una sombra. Tentativa de manual, si se quiere, cuando la Justicia y la policía intentan dar respuestas a los asesinatos de mujeres, “porque primero se investiga a la víctima y a su entorno”, sostienen. Pero más incomprensible aún que los dos cadáveres y las cruces de madera que perpetúan su memoria en el terreno donde fueron hallados es que esas muertes signifiquen la exclusión social y el peregrinaje en busca de justicia de sus madres.

A Verónica Borella las amenazas se le presentan puertas adentro desde la muerte de su hija, Flavia, bajo esa pátina siniestra que adquieren los objetos caseros cuando son alterados en su cotidianidad. Un plato con comida que no había sido dejado en la mesa antes de salir; un volante con los nombres de las chicas sujetado por un vaso; frases inentendibles dichas por desconocidos al pasar durante las marchas que se realizan todos los meses. Su abogado, Martín Baqué, las entiende como manotazos desesperados de personas que intentan frenar la búsqueda, aunque reconoce que la lucha de Borella por el esclarecimiento de los crímenes implicó un camino de revictimización difícil de desandar. “Las muertes constituyen en sí mismas un hecho trágico –advierte Baqué–, pero sus consecuencias, si bien resultan complejas de traducir, evidencian la situación de gravedad que atraviesan los derechos pulverizados de las mujeres.”

Los estigmas de la ausencia compulsiva de su hija Andrea se le hicieron carne a Adriana Lungo, en ese instante preciso en que las demoras se transforman en angustia. Que las chicas hubieran ido juntas a la clase de inglés que se dictaba en un instituto de la localidad de Spegazzini ese viernes de abril y luego decidieran pasar por un videoclub local para alquilar algo no eran motivo suficiente para amainarle los nervios. Adriana sólo entendía que habían pasado las diez de la noche y esas voces tendrían que haber roto el silencio de la casa a las nueve. “Ahí empezó todo”, recuerda Adriana. “No sólo el presentimiento funesto del desastre que nos cayó después, sino la cadena de ironías y maltratos como si yo fuera una loca. Si hasta nos investigaron porque no entendían cómo podía ser que por la demora de las chicas yo hubiera llamado a toda mi familia para que ayudaran a buscarlas. Pensaban que estábamos tramando algo.”

Primero fueron los policías de la comisaría de Spegazzini. “No me llevaron el apunte porque era viernes a la noche. ‘Las chicas se demoran en cualquier lado. Quédese tranquila, deben haber ido a bailar. ¿Sabe cuántas hacen eso?’, me dijeron. ‘Nunca lo hicieron’, les contesté. ‘Señora, siempre hay una primera vez.’ Tanto insistí que al final accedieron de mala gana a llamar a mi hija al celular, que por supuesto nunca atendió. Cada vez que marcaban, decían ‘éstas no quieren atender’, y yo teniendo que masticar la impotencia de no poder contestarles, por temor a que me dejaran adentro a mí también.”

Luego tocó el turno de la seccional de Máximo Paz. Los de Spegazzini, cuenta Adriana, la mandaron a buscar una foto de las chicas “a casa. Entré a la comisaría agitando el papel como una loca, les grité ‘vamos a buscarlas’. ‘¿Adónde quiere ir a buscarlas, al baile?’, y se reían. ‘Haga escanear las fotos y tráigalas el lunes.’ ¡Me estaban ordenando que volviera dentro de 48 horas! Obviamente, encaramos la búsqueda nosotros”. Hasta las cuatro de la mañana, cuando los llamados insistentes al celular de Andrea hicieron eco en el descampado más cercano a su casa, donde finalmente aparecieron los cuerpos ejecutados. “Como si se tratara de una venganza”, lamenta Adriana. “Por eso al principio echaron dudas sobre nuestra familia. Los policías no creyeron que yo esperaba otro futuro para mi hija, o que nunca quise que viviera en el barrio porque me parecía que una chica tan inteligente y linda no podía estar en ese lugar.”

El signo de algunas muertes no puede llamar a sosiego, más aún cuando la propia geografía es telón de fondo de esas pérdidas. Adriana y su nieto Tomás, el pequeño de 4 años hijo de Flavia y de un hermano de Andrea, no volvieron a pegar un ojo en las noches de Máximo Paz. “Vivíamos llorando, el nene me pedía que le dijera a Dios que bajara del cielo a su mamá. Era una situación insoportable”, cuenta la mujer que mañanas y tardes pasaba frente a esas cruces identificadas con los nombres sobre un empaste de azul y amarillo, “porque las chicas eran fanáticas de Boca y la gente les armó una especie de altar. Pero nosotros no podíamos seguir viendo eso, nos rompía el alma”.

¿Después de todo lo ocurrido también debió abandonar su casa?

—Sí. Fueron diecisiete años en un hogar que amaba y de golpe me sentí expulsada por el dolor insoportable de esos asesinatos y por la presencia de sus autores, porque los hombres detenidos son del barrio. Todavía me parece increíble que siendo víctimas hayamos tenido que cerrar nuestra casa y comenzar una vida nueva, como si estuviéramos escapando de algo o alguien, cuando antes tuvimos que soportar las sospechas de los demás y el silencio de muchos vecinos que no pueden o no quieren hablar sobre esa noche.

Adriana mudó a la familia a un departamento en Capital. El cambio, dice, “le vino bien al nene”, que ahora va a un jardín de infantes donde le enseñaron la canción de un cocodrilo que él aprovecha a entonar con énfasis los días nublados, para exorcizar la tristeza. “Porque cree que cuando llueve su madre y su tía se mojan en el cielo. Pero me gustaría que con el tiempo salga de esos bajones y empiece a entender otras cosas, como la necesidad de una justicia que repare lo que les sucedió a su mamá y su tía.”

Verónica Borella, la madre de Flavia, dijo que no va a parar hasta descubrir los motivos que terminaron con la vida de las chicas.

—Es que esa incertidumbre nos carcome; nunca vamos a entender qué pasó, eran dos chicas buenas. A veces pienso que estuvieron en el momento equivocado, en el lugar equivocado, pero que a sus asesinos no se les escapó de las manos la situación. Y creo que hay gente que no se anima a denunciar.

También se supo que hay gente que está amenazando, al parecer la madre de un prófugo, de apellido Marchessi, que organiza “contramarchas” en el vecindario, para denunciar que los implicados son “perejiles” de una causa salpicada de agujeros negros y algunos sujetos rodeados de impunidad. Días atrás, la mujer, que estaría vinculada con el negocio de drogas y juego clandestino, se le cruzó en el mercado del barrio a una vecina que participa de las marchas por justicia para Andrea y Flavia. “Si seguís metiendo las narices donde no debés, vas a terminar como las dos pendejas de mierda.” La advertencia corrió por el barrio como reguero; aún nadie se atrevió a enfrentarla. No vaya a ser que otras hijas u otras nietas sigan marcando el territorio con cruces de colores.

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