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Viernes, 19 de octubre de 2007

TEATRO

La ceremonia de los adioses

En una despojada y rigurosa puesta de Silvio Lang, se ha estrenado –por primera vez en la Argentina– Berenice, obra maestra de Jean Racine que confronta desde la palabra poética las razones del amor y las del deber. En el rol protagónico resplandece la actriz Ana Yovino, una reina hondamente desolada.

 Por Moira Soto

Una de las más bellas obras del teatro universal acaba de presentarse por primera vez en nuestro país gracias a la arriesgada iniciativa del joven, talentoso y fecundo director pampeano Silvio Lang, a la excelente traducción del poeta, docente y ensayista Walter Romero, y a la entrega de un elenco que trabajó con perseverancia durante largos meses, encabezado por Ana Yovino, Pablo Finamore, Alfonso Tort, Pablo Casal, Martín Rodríguez y Ana Laura Giura. Se trata de Berenice, de Jean Racine (1639-1699), pieza libremente inspirada en los amores apasionados entre la reina de Palestina y su raptor, un general romano que le promete casamiento, pero que, a la muerte de su padre, es nombrado emperador por el Senado. Las leyes prohíben el casamiento con una extranjera y el pueblo rechaza la anunciada presencia de Berenice en el sitial de emperatriz. Durante el curso de horas, en un crepúsculo aciago para Berenice, Tito y Antíoco, eterno enamorado de la reina, en el espacio que separa y une las habitaciones de los amantes, los tres protagonistas y sus respectivos confidentes mantienen una serie de conversaciones en torno del futuro inmediato de esos amores que parecen atizados por impedimentos insalvables.

Bastante más que mero traductor, Walter Romero deja traslucir en la impecable edición de Berenice (Ediciones Artes del Sur, 2007) su conocimiento y reflexión sobre la obra de Racine, tanto a través del estudio preliminar como de las numerosas llamadas al pie de página. Por otra parte, Romero tuvo activa participación en los ensayos conducidos por Lang, llevado por el deseo de perfeccionar la fluidez de su trabajo. Ana Yovino, espléndida y conmovedora Berenice, es una joven actriz cuya carrera ha dado los frutos que hacía prever su recordada actuación, muy joven, en Cocinando con Elisa. La actriz, que se incorpora a la entrevista que sigue, viene de recibir el Premio Trinidad Guevara por su labor en Antígona, de José Watanabe, dirigida por Carlos Ianni.

“Reina efectivamente de Palestina, de condición judía, la Berenice histórica tenía un pasado –dos veces viuda– y era un poco mayor de lo que aparece en Racine”, dice Walter Romero. “Ella viene a Roma quebrando su dinastía, todos los lazos con la patria, la familia, salvo con su hermano que la acompaña. Se abraza a Tito y permite el famoso saqueo de Jerusalén, donde se traen muchos de los despojos que están en el Arco de Tito, en Roma.”

¿Había antisemitismo en la Roma de fines del siglo I?

Walter Romero: –El antisemitismo es una construcción posterior, la obra de Racine no habla en esa clave. Berenice era monoteísta, como señala en un estudio Michel Butor, mientras todos los que la rodean están clamando a los dioses. Por otra parte, es reina, algo mal considerado en Roma. Robert Brasillach, el escritor que fue fusilado por colaboracionista en 1945, hace una reconsideración de esta condición de judía en su libro La reina de Cesárea. En cambio, la lectura de Marguerite Duras se centra en esta historia de amor de Tito y Berenice, que para ella es una escena que no se termina nunca, de despedidas fallidas, algo muy propio del universo durasiano. A ella le atrae mucho esa escena de los amantes que no se llegan a decir lo que tienen para decirse. Pero en verdad, la obra de Racine está puesta un poco en una clave dirigida a Luis XIV, a propósito de las amantes que tenía, recordándole que el Estado es sagrado.

En Berenice hay una sola amante, y dos hombres enamorados de ella.

W. R.: –Un triángulo muy fuerte. Porque Antíoco también es un rol interesante, el tercero en discordia, testigo del romance de su amada con el emperador, de quien además es amigo. Es el enamorado errante que la sigue: el amor, el deseo desplazado a un tercero es algo que sucede en las obras de Racine. Es impresionante cómo se va modificando ese triángulo, partiendo de una anécdota chiquita.

No hay acción exterior propiamente dicha.

W. R.: –Es que todo está en la palabra, y también en la falta de palabras. Barthes dice que es una tragedia de la afasia, por esa imposibilidad que tiene Tito de nombrar la separación. Habla de Roma, del Imperio, pero no se atreve a decir que no habrá casamiento, ningún futuro para esa pareja.

Es muy fina esa observación que parece no haber perdido vigencia tantos siglos después: que los hombres se animan a gestos de coraje en la vida pública, pero les cuesta mucho enfrentar las cuestiones serias en la intimidad.

W. R.: –Sí, Tito le encarga a un tercero que le diga a Berenice lo que él no puede decir. El otro para hablar por uno: pido tus ojos, pido tu boca para expresar lo que yo no me animo.

Resulta casi sofocante el suspenso que se crea alrededor de este mensaje que no puede ser verbalizado, los malentendidos que se desatan.

W. R.: –Ah, es apasionante, de una modernidad increíble: el relato de una mujer que va a ser abandonada, que pasa por diferentes estados hasta que entiende las causas de la ruptura. Lo mismo se puede decir de ese final antitragedia.

Se produce como una implosión, después de ver la obra te queda un peso sobre el corazón del que es difícil desprenderse.

W. R.: –Es tremendo ese final. Voltaire decía: Racine termina la obra con ese “ay, de mí”, de Antíoco porque sabe que el texto ha desplegado toda su fuerza. Para George Steiner, Berenice es como una tormenta que se ve venir, un huracán que está llegando...

Sorprende que a pesar de esa modernidad que la hace resonar tan profundamente en nuestro siglo, recién ahora se produzca el estreno aquí. También es un acontecimiento la traducción que realizaste.

W. R.: –Quizá se quedaron con Fedra... tampoco se había hecho una traducción local de Berenice, circulaba la de la española Rosa Chacel, muy criticada por Angel Battistessa. Silvio Lang me encargó que tradujera Berenice para ser montada, lo cual ya marcó el sesgo que le daría. Es decir, el texto debía ser dicho por los actores, era importante que la palabra fluyera, y naturalmente que se respetara la poética. Así que tomé un poco la traducción de Mujica Lainez de Fedra, me permití ir por ese camino. El proceso fue muy hablado con Silvio y durante los ensayos, y en la medida en que fueron internalizando la letra, los actores también hicieron aportes.

Ana Yovino: –Pocos, en realidad, porque resultaba muy accesible el verso en la traducción de Walter. Esto es algo que el actor nota enseguida.

En Berenice están delimitados los territorios, en el espacio y en el texto.

W. R.: –Son dos universos equidistantes. El lenguaje de Antíoco está en un punto intermedio entre los dos universos: el amoroso de ella, y el del poder de él. Es interesante señalar que todas las escenas están pensadas como entrevistas, hay algo del entretien, que puede ser entre dos personajes, a veces con un tercero de testigo o que es rehén de esa situación, aparte de los monólogos que tiene cada uno. Y está la escena de la apoteosis de Tito, la noche encendida: Berenice es la única que se permite esa alucinación que es del orden de lo femenino, en el sentido de abrir un campo imaginativo, la palabra va construyendo imágenes. Tito es la lengua del desdoblamiento. A Antíoco, Silvio lo veía como un trovador, en una lengua cercana de la galantería que viene del Medioevo francés.

Hay una ambigüedad en la pieza respecto de la historia que podrían haber tenido antes Berenice y Antíoco...

A. Y.: –Yo me permití imaginar que sí, que fueron amantes y que luego Tito se interpuso y resultó vencedor. Está insinuado en el texto y a mí como actriz me sirve pensar que hubo un amor, que no desapareció, que quedó en la esfera de lo platónico. Retomando el tema del lenguaje de los varones y la mujer, es interesante notar que Berenice, después de ocho días de no ver a Tito, va en busca de la verdad, lo interroga todo el tiempo. Y él no puede verbalizar su decisión de separarse, pero se lo está diciendo con su conducta, con sus actos. Incluso es capaz de mandar a su amigo, un mensajero, porque no la puede mirar a los ojos en ese momento terrible. Esa actitud me parece que corresponde bastante al género mujer: a ver qué te pasa, hablemos. Lo podemos ver en tiempos actuales: en general, la que puede poner en palabras una situación de ruptura es la mujer. Berenice tiene el coraje de decir: vamos a enfrentarnos con la muerte de esta relación, ese instante concreto es terrorífico. Decir el para siempre: “¿Tienes idea de cómo suena esa cruel palabra cuando se ama?”, pregunta ella a Tito.

W. R.: –Otro momento importante es cuando Berenice se desarma el velo para expresar su conmoción. El aya, Fenicia, le pide que se arregle, pero Berenice no quiere caer en las coqueterías femeninas, en las ternuras de la toilette.

A. Y.: –Deja que mire su obra, le responde, lo que hizo conmigo. Quiere que él se enfrente con el resultado de su abandono, es su venganza de alguna manera: “Mi dolor va a ser el enemigo que quiero dejarte”. Es interesante cómo trabaja Silvio el tema de los confidentes: son compañía, testigos, permiten la introspección. Funcionan casi como psicoanalistas, sirven para discurrir, interrogarse. Fenicia interviene para tirar ese cable a tierra: “Las bodas sólo admiten romanas, Berenice es reina y aquí no se admiten reyes...”

¿Cómo fue tu primer encuentro con esta obra?

A. Y.: –No la conocía, pero me interesaba mucho trabajar con Silvio: había visto su puesta de La música en La Carbonera y me había quedado ese misterio: ¿desde dónde trabaja con los actores? Entonces, cuando me alcanzó la obra, yo casi tenía el sí listo. Al leerla, me entusiasmé todavía más, aunque surgió el terror de enfrentarme a semejante personaje, a un texto en verso. Lo que me pasó en los ensayos fue que sí o sí me tuve que enfrentar con mi separación. Fue hacer crisis durante varios meses. Porque lo que se produce en la obra en un anochecer, durante dos horas, es lo que en una separación en la vida te puede llevar meses, años. Racine condensa ese proceso de manera magistral, Berenice es como una bomba atómica. Acá se pasa por todos los cambios de ánimo, del amor al odio. La obra va transitando un camino a través de esas entrevistas hasta llegar a un entendimiento: acá hay amor, pero no es posible seguir juntos. Por eso, ellos pueden rescatar su historia y seguir viviendo.

La lucidez de ella en la escena final es estremecedora, es como si impartiera justicia, después de esos arranques tan pasionales.

A. Y.: –Berenice pone todo en su lugar, sufre una conversión. Puede ver el dolor y el amor de Tito. Como si después de haberte peleado, odiado, desconocido el amor que existió, cosa que sucede en las separaciones, pudieras empezar a salvar las cosas buenas que viviste, el amor que todavía sentís por la persona con la que estuviste.

Berenice se vuelve a Oriente después de haber estado con el invasor de su tierra.

W. R.: –Yo creo que ella entra en un universo de desgracia, se va como un fantasma, como una sobreviviente de sí misma. En su país, Berenice va a intentar religar lo que ha roto. Ella ha metido en Roma la cosa oriental, hay un choque de civilizaciones ahí.

A. Y.: –Berenice aceptó la ilegalidad sostenida por las promesas de que esa relación iba a ingresar en la legalidad. Luego Tito se encuentra con esto del deber y la gloria que lo llaman: “No puedo marchar tras tus pasos –le dice–, sería indigno un emperador sin imperio, sin corte”. El ya está absorbido por ese mundo padre, el mundo de la ley en el que Berenice no puede entrar. Es interesante que no haya muertes al final: se ha llegado a una comprensión después de tanto hablar sobre la pasión, se han aceptado ciertas razones. Todas esas palabras han ido formando un colchón o una red para contener tanta desesperación.

W. R.: –Al revés de Shakespeare, con sus fantasmas y bosques que caminan, Racine hace un recorte muy severo, que la palabra quede ahí, en suspenso. Por eso admiro la puesta de Silvio, que lleva esta idea al extremo.

A. Y.: –Silvio habló de que nosotros, los actores, recibamos el texto, no le impongamos cosas. Veamos qué nos dice, de qué nos habla. Creo que esta puesta tiene que ver con esa actitud. Para llegar a tal nivel de habla es necesaria una concentración del cuerpo. Entrar en otra forma de comunicación, en ese acto casi meditativo de escuchar al otro, de escucharnos a nosotros mismos hablando. La obra no está acabada, va a seguir creciendo. Ese rectángulo elevado dorado es como nuestro mundo aparte para vivir ese texto, para tomarlo como experiencia humana. £

Berenice, domingos a las 18 en el teatro Payró, San Martín 766, 4312-5922.

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Ana Yovino
Imagen: Juana Ghersa
 
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