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Viernes, 14 de marzo de 2008

RESISTENCIAS

Pizza pasillo

El comedor, por pura necesidad, existió antes que el barrio que ahora ocupa el final de la avenida La Plata en Ezpeleta. Ahora que ya es posible distinguir manzanas y lotes, por necesidad de seguir creciendo y conteniendo a los más jóvenes, las dos mujeres que animaron aquel comedor impulsaron un emprendimiento: un delivery particular que prescinde incluso del teléfono.

 Por Laura Rosso

Isabel se apura a entrar los tres metros de arena que están en la puerta del comedor. Con la pala carga la carretilla y lleva el mineral a los bolsones del costado. Lo mismo hacen Esther y Sergio con las piedras de canto rodado. Llueve torrencialmente y si se dejan estar, el agua se llevará los materiales, y con ellos, el proyecto de ampliación de Luz del Alma, el comedor del barrio La Resistencia en Ezpeleta.

La historia del comedor comenzó con una olla popular en un descampado con basura sobre avenida La Plata, al sur del conurbano bonaerense. Muchas eran las familias que habían perdido sus casas por no poder pagar el alquiler. Ahí se juntaron, entre piedras y pastizales sobre el costado limpio del lote, a preparar el guiso a leña para los chicos. De los almacenes de la zona les donaban el arroz y las verduras las “cirujeaban” del Mercado Central de Berazategui. Con un silbato avisaban a la gente que la comida estaba lista. Lo mismo con la merienda de la tarde.

A la olla popular le siguió el apoyo escolar que también organizaron a cielo abierto con unos pupitres usados que les donó una escuela. De trece familias en el año 2000 pasaron en pocos meses a ser cincuenta y luego doscientas. Hoy las familias del barrio son quinientas.

Con la ayuda de todos se limpió el terreno y se levantó el comedor y un jardín de infantes con dos salas, una para dos y tres años y la otra para cuatro y cinco. Luz del Alma parece ser el lugar donde las ideas toman fuerza, crecen, se desarrollan y se concretan. Isabel, Esther y Mariela son las mujeres creadoras del Delivery de Pizzas del barrio, que levanta los pedidos de ese asentamiento y de barrios vecinos. Los chicos y las chicas del delivery son los mismos que integran el grupo de adolescentes que concurre todos los días al comedor, y realizan actividades y talleres como panadería, percusión, radio, costura y murga.

Sergio –cuyo padre es maestro pizzero– asegura que “la pizza es lo que más sale”, por eso con la ayuda de un profesor de cocina se le animaron a la levadura y al amasado sin pensarlo demasiado. “La primera pizza nos salió muy finita... por el clima, había mucha humedad, y la harina era un poco trucha, pero igual estaba rica.” El coordina junto con Mariela uno de los grupos de adolescentes que trabaja en la cocina del comedor. Dos horas antes de ponerse a amasar, los chicos recorren el barrio para levantar los pedidos entre los vecinos y después hacen el reparto caminando. Así juntaron dinero para irse por primera vez de viaje: una semana a Embalse Río Tercero, en Córdoba. Como el emprendimiento funcionó, decidieron continuar con la experiencia del delivery. Ahora hacen también facturas, que se venden muy bien los domingos a la mañana. “Cuando hacen las pizzas y las facturas, los chicos ponen todo su amor, todas sus ganas y les salen riquísimas”, remata Isabel.

–¿Cómo organizaron un delivery de pizzas en un barrio donde hay pocos teléfonos?

Isabel: –Las chicas salían por el barrio tipo promotoras para hacerse conocer, entregar volantes con el número de teléfono del comedor y levantar pedidos. Así, los chicos sabían que para las diez tenían tantas pizzas, para las once tantas, para las doce tantas otras. Trabajaban hasta tarde. Como a veces se pasaban a otro barrio, para entregar la pizza iban diez chicos juntos a hacer el delivery: dos chicas y ocho varones... por el tema de la inseguridad. Parecía medio alocado que fueran tantos, pero nosotras nos sentíamos seguras si iban en patota.

Hicieron todo un trabajo de campo para que el delivery funcionara como esperaban. Fueron casa por casa y se dieron a conocer, se presentaban como del grupo de adolescentes del comedor. “Si un pedido es para el barrio La Esperanza, que queda enfrente, nos dan un punto de referencia y los chicos van perfectamente. Siempre alguno de los chicos lleva un celular y nosotras tenemos otro por cualquier cosa: ‘¿Ya están viniendo? ¿Entregaron bien? ¿Hubo algún problema?’; así nos mantenemos en contacto y nos quedamos tranquilas”, cuenta Isabel, abriendo grande sus ojos pardos.

–¿Cómo llegás vos a este lugar, Isabel?

–En el año 2000 hicimos una toma de tierra, un asentamiento sobre este terreno en el que, por más de diez años, el Municipio –autorizado por el dueño– tiraba basura. Un grupo de vecinos que no tenía donde estar se vino y se fueron avisando entre los familiares que, por necesidad, se fueron agregando y se fue corriendo de boca en boca la voz. No nos podíamos mover porque si no venía Gendarmería y nos sacaba, entonces organizamos la olla popular. Ahora tenemos un proyecto de ley aprobado y logramos el permiso para quedarnos. Desde el comienzo supimos organizarnos como barrio y formamos comisiones para gestionar el tema de las tierras. Asamblea va, asamblea viene, reuniones con el Municipio, discusiones, peleas, se firmó un acta preacuerdo entre el Municipio, el dueño de las tierras y la comisión del barrio, para que el Municipio ponga en condiciones el predio. El Municipio no cumplió, entonces llamamos a los vecinos y nos asentamos en el lugar limpio. De ahí en más empezamos a presionar, a hacer cortes de ruta, a ir a la Gobernación. Después de un año y medio logramos un proyecto de ley aprobado que nos permite estar asentados. Después conseguimos la mensura del barrio, la división de cada uno de los terrenos, la iluminación y el agua. Son 26 manzanas, cada una con 24 lotes. Falta mejorar las calles.

Mariela trabaja de lunes a viernes en la cocina con los adolescentes. Mientras conversa bajo el ruido intenso de la lluvia sobre el techo de chapa del comedor, Isabel recuerda: “Una vez Mariela me dijo: ‘Abandono, hasta acá llegué, no doy más. Los chicos no me dan bolilla’. Y se puso a llorar. Yo le dije: ‘No, Mariela, no bajemos los brazos... Todo cuesta: hacer el comedor todos los días cuesta, el jardín cuesta, que te donen materiales cuesta, que se te vayan con el agua te da bronca; carguemos las pilas y sigamos’. E hicimos que los chicos reflexionaran. Nosotras somos de hablarles permanentemente, a veces los cansamos de tanto hablar, pero la única manera de que entiendan es diciéndoles que si no hay respeto mutuo esto no va a ningún lado. Cada día es un sufrimiento, una lucha, pero seguimos adelante pensando en los chicos. La mejor manera de estar con ellos es darles el espacio, estar, acompañarlos, escucharlos y que ellos te escuchen y poner normas de convivencia. Y tratar de sentir lo que ellos sienten para poder ayudarlos. Si te sentás con una carpeta delante de ellos y decís: ‘Esto es así porque yo lo digo’, se te dan media vuelta y se van todos”.

–¿Hay un estímulo para que sigan estudiando?

Isabel: –Cuando los tenemos a todos reunidos siempre les decimos que tienen que seguir estudiando. Yo sigo estudiando. A los catorce años dejé la escuela para ir a trabajar con cama porque no teníamos para comer. Lo poco que mi papá ganaba no nos alcanzaba. Ahora tengo treinta cinco años y retomé el año pasado. Pude terminar la escuela primaria y este año me anoté en primer año de adultos. Y mi intención es seguir. Más allá de todos los problemas que tengo, que mi casa, que mis tres hijos, que el comedor, que el jardín, que los jóvenes... Tenemos un grupo reducido, pero que sabe muy bien para qué está.

“Hace falta tener ganas”, repite Isabel fiel a su deseo de seguir adelante. “Quiero seguir, no quiero dejar nada colgado. Quiero crecer intelectualmente, capacitarme para poder pararme con otra postura en la vida. Una tiene que tener la cabeza bien despierta. Eso y estas ganas que tengo de seguir, yo se las vuelco todos los días a los adolescentes.”

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