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Viernes, 18 de abril de 2008

VISTO Y LEIDO

Viejos son los trapos

 Por Liliana Viola

Hans Magnus Enzensberger
Josephine y yo

160 páginas

En una calle de Berlín, poco antes de la caída del muro, Joachim, un joven economista, conoce a Josephine K, una señora de 75 años. El azar y el impulso los han unido: unos ladrones intentaban arrebatarle la cartera a la dama y Joachim, sin pensarlo, se interpone como un héroe urbano, lo impide y hasta intenta golpear a los malhechores. Como corolario, la anciana lo invita a tomar el té. El joven ocupado nos sabe muy bien por qué razón acepta, pero las citas se repetirán cada martes a las cinco, como un rito obligado y necesario hasta la muerte. El personaje de la anciana, secundada por una Fryda, una criada inseparable con quien intercambia los lugares de ama y esclava y el aire que respiran, está dotado del misterio que aportan los años, edad de la franqueza o del arte del enredo y del ocultamiento como estética.

Los lectores hallarán aquí el diario que Joachim fue llevando desde el primer martes, donde ha consignado sus diálogos enervantes y entrañables con Josephine, típica dama burguesa, ex diva y cantante de vetusta fama a quien por otro lado resulta imposible no asociar por el nombre con la Josefine de Kafka, la encantadora de los ratones, “un pequeño episodio en la eterna historia de nuestro pueblo”.

La sabiduría, la fuerza de su ignorancia, la tozudez y sobre todo la libertad de la vejez constituyen un imán para la racionalidad moderna del economista que flaquea muchas veces ante la incorrección política y el implacable sentido común de la seductora señora.

¿Por qué las personas se han vuelto tan estúpidas y ahora pagan por convertirse en marcas ambulantes en pos de una moda, monstruosidad del capitalismo? ¿Cuántos impostores seguirán vendiéndonos como arte una serie de ideas extravagantes que no requieren esfuerzo ni talento ni una individualidad? Josephine se sorprende de que la gente ilustrada crea que el dinero es “la raíz de todos los males”, cuando en realidad es un “milagro” tan sobrenatural como las bodas de Caná. Ya no se queja de los políticos porque le dan lástima obligados como están a “dar entrevistas continuamente y pronunciar discursos sin poder decir de ningún modo lo que piensan de verdad”. Prefiere a los oportunistas antes que a los que actúan regidos por convicciones ya que los primeros pueden cambiar.

El autor construye estos diálogos –calcando la coartada mayéutica de Sócrates– dejando aviesamente la razón flotando en el aire entre los dos personajes, para plantearle a la modernidad unas cuantas preguntas políticamente muy incorrectas.

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